martes, 10 de noviembre de 2015

UNA CITA,UNA BODA: CAPITULO 7






–¿Hemos llegado ya? –murmuró Hannah estirándose todo lo que pudo en el estrecho espacio del ridículo coche deportivo que Sebastian había alquilado para que su jefe se paseara con él a toda velocidad. ¡Ya hablaría con él cuando volviera a casa!


–Gire a la izquierda a ochocientos metros –indicó la profunda voz australiana del GPS.


–Ken –dijo ella–, mi héroe.


–¿Quién demonios es Ken? –preguntó Pedro pronunciando sus primeras palabras en casi dos horas.


Su mente estaba centrada en la cantidad de impresionantes paisajes por los que habían pasado desde Launceston hasta la montaña.


–Ken es el chico del GPS.


–¿Le has puesto nombre?


–Su madre le puso nombre. Yo simplemente he elegido su voz cuando estabas ocupado fingiendo comprobar si el coche tenía desperfectos cuando en realidad estabas babeando y embelesado contemplándolo. Seguro que habrías preferido a la sueca Una o a la británica Catherine, pero me ha parecido lo más justo ya que mi madre y tú no habéis dejado de avasallarme en todo el día y me merecía salirme con la mía en esto.


–¿Elegir a Ken es salirte con la tuya?


–No emplees ese tono cuando hables de Ken. Que sepas que tengo que darle las gracias por haberme sacado de muchos desastres cuando me mudé a Melbourne.


Él la miró y ella pudo verse reflejada en sus gafas de sol.


–Entonces, ¿tu idea de un hombre perfecto es uno con un buen sentido de la dirección?


–No tengo ni idea de cuál es mi idea de hombre perfecto. Aún no he encontrado uno que se acerque remotamente a la perfección.


Miró a Pedro por el rabillo del ojo esperando una reacción por su parte, aunque él se limitó a levantar la mano de la ventanilla y pasársela por la boca.


–En Ken puedo confiar. Es inteligente, siempre está disponible y se preocupa por lo que quiero.


–«Gire a la izquierda y llegará a su destino» –apuntó Ken demostrando una vez más su valía.


–Y, ¡tiene la voz más sexy del planeta!


La mano de Pedro se detuvo en seco mientras se rascaba la barbilla y, lentamente, se posó sobre el volante.


–Y a mí que me parecía que tenía la voz parecida a la mía… 


–¡Qué va!


Pero lo cierto era que el australiano, intenso y sexy acento de Ken sí que le recordaba mucho a la voz de Pedro; tanto que en ocasiones lo había conectado cuando volvía a casa desde el trabajo en los días lluviosos en los que iba en coche en lugar de en tren. Se había dicho que lo hacía por sentir que no estaba sola en el coche mientras conducía por calles oscuras en la noche, pero había mentido.


Y entonces, saliendo de entre una masa de vegetación verde grisácea salpicada por una brillante nieve estaba el Gatehouse: una gran fachada moteada con cientos de ventanas, decenas de chimeneas y torretas. Era como algo sacado de un cuento de hadas que se alzaba magníficamente y fantásticamente sobre la tierra australiana.


Y tras el hotel se podían ver los impresionantes, poderosos y recortados picos de Cradle Mountain.


Pedro se quitó las gafas y enarcó tanto las cejas que prácticamente desaparecieron bajo el nacimiento de su pelo.


–Dios debió de ser un cinematógrafo de corazón para idear un lugar así.


–¡Lo sé! –dijo Paula saltando prácticamente en su asiento. 


Cuando se dio cuenta de que estaba tirándole de la manga, le soltó y se echó atrás, conteniéndose.


Los ojos de Pedro se posaron en el edificio que se alzaba ante ellos.


–¿Cuántas habitaciones tiene?


–Suficientes para todo el equipo.


Finalmente apartó los ojos de esa perfecta visión para mirarla; resplandecían ante la emoción de semejante descubrimiento, ante la emoción de la aventura. Era lo más que se acercaba a dar muestras de alguna emoción humana. Momentos como ese eran la razón por la que su imposible enamoramiento a veces parecía virar hacia algo un poco más intenso.


Le tembló la mano ligeramente mientras se colocaba un mechón detrás de la oreja.


–Es perfecto, ¿verdad? Escarpado, pero aun así accesible. Y espera a ver la montaña de cerca. ¡No querrás irte jamás! Yo cuando no querré irme será, sin duda, cuando pise el jacuzzi de mi habitación.


Pedro arrancó el coche de nuevo y rodeó el camino de entrada circular hasta llegar frente a los amplios escalones de madera. ¡Por fin empezarían sus vacaciones!


Cuando salió del coche al mismo tiempo que ella, se quedó sorprendida al ver que Pedro no dejaba de mirar las puertas del hotel.


–¡No, no, no! Primero te presentas en mi apartamento y prácticamente me sacas a rastras hasta tu avión y después me obligas a meterme en ese coche. ¿Y ahora esto?


Él se giró hacia ella, como si no comprendiera lo que le decía.


–¡Y yo que creía que había sido generoso al proporcionarte un avión privado y un coche de alquiler gratis como forma de agradecimiento por todo el trabajo duro que has hecho!


Durante medio segundo ella se sintió culpable, pero después recordó que Pedro nunca hacía nada que no le supusiera un beneficio.


–Bien, vale, pero no vas a reservar una habitación.


Por primera vez ese día vio un atisbo de duda.


–El invierno es temporada alta en esta parte del mundo, así que el Gatehouse lleva reservado meses. Y, aparte de una fiesta de reunión de antiguos alumnos, también está la boda de mi hermana, con muchos invitados. Mi madre conoce a todo el mundo, Elisa es demasiado dulce como para no invitar a toda la gente que conoce y la madre de Tim es italiana. La mitad del territorio estará aquí. Si tienen un cuarto de la limpieza, ganarían cientos de dólares por alquilarlo una noche.


Él miró al hotel y las escarpadas cumbres de la montaña, y tensó la mandíbula de ese modo que ella sabía que quería decir que no se echaría atrás.


Su voz fue dulce como la miel cuando dijo:
–Está claro que conoces al director. Emplea tu magia y consígueme un sitio para dormir. Una noche solo para ver esta montaña que tanto has alabado y después no me verás el pelo.


–Estoy de vacaciones. ¿Quieres una habitación? Pues entra ahí y consigue una.


–¿Estás sugiriendo que ni siquiera sé reservar una habitación de hotel sin que tú me estés dando la mano?


Paula intentó sacarse de la cabeza la imagen de estar agarrando cualquier cosa que perteneciera a Pedro.


–No estoy sugiriendo nada, te lo estoy diciendo directamente. Por aquí anochece pronto en esta época del año y hace mucho frío. Estás a dos horas de Queenstown y allí hay un par de moteles de carretera donde podrías probar suerte.


Abrió la puerta del maletero y sacó su equipaje.


–Aquí no vas a conseguir habitación.


–¿Quieres apostar?


Paula no era una jugadora por naturaleza y le tenía aversión a las sorpresas desagradables, pero las circunstancias jugaban a su favor. Cuando Elisa la había informado de la ausencia de la tía abuela Maude, había llamado al hotel y a punto habían estado de llorar de alivio por poder darle su habitación a alguien que aparecía en la lista de los desesperados por entrar.


–Claro –dijo ella con una irónica sonrisa.


–Excelente. Ahora tenemos que hablar de los términos de la apuesta. ¿Qué nos jugamos? Las damas primero.


–Si haces un programa aquí, tendrás que darme el puesto de coproductora.


Pedro frunció el ceño y de pronto todo quedó en silencio. 


Ella pudo oír su propia respiración, sus frenéticos latidos, y se preguntó si lo habría estropeado todo soberanamente.


Entonces pensó de nuevo. Se merecía un puesto como productora teniendo en cuenta todo lo que había aportado a las producciones de Pedro hasta el momento. Y si eso era lo que hacía falta para que él se diera cuenta de lo mucho que ella suponía para su empresa… –Trato hecho.


–¿En serio? –gritó ella saltando como si bajo sus pies estuvieran estallando fuegos artificiales–. Puedo verlo: «coproducido por Paula Chaves». «¡Y el premio es para Paula Chaves y Pedro Alfonso!».


–¿No querrás decir «Pedro Alfonso y Paula Chaves»?


–Estas cosas siempre van en orden alfabético.


–Mmm –enarcó una ceja–. ¿Y si consigo una habitación?


–No la conseguirás.


Agarró su bolsa de piel y la pesada maleta de ella y echó a andar hacia la puerta. Paula lo seguía apresuradamente.


–¿Pedro? ¿Las condiciones?


–¿Qué más da? Estás muy segura de que no voy a ganar.


Le lanzó una sonrisa e inmediatamente ella sintió mariposas en el estómago. Unas mariposas gigantes y de amplias alas.


No ganaría. No podía ser. Pero se trataba de Pedro Alfonso y él siempre se salía con la suya.


Paula subía las escaleras resoplando, mientras que él las subía de dos en dos como si nada. Se detuvo al llegar arriba, abrió la puerta y le indicó que pasara. Ella le lanzó una sarcástica sonrisa y entró con la cabeza bien alta.


Tras dar dos pasos, se detuvieron a la vez. Paula soltó aire al darse cuenta, con inmenso alivio, de que el Gatehouse era tan precioso como se había esperado. Suelos de mármol, vigas expuestas y chimeneas del tamaño de elefantes. Era un lugar hecho para reyes.


–Impresionante –dijo él.


–Y totalmente ocupado –añadió Paula.


Pedro se rio y el intenso sonido reverberó en el gran espacio abierto.


–Eres una criatura de lo más obstinada, señorita Chaves. Creo que me convendría recordarlo.


Ella no pudo evitar devolverle una sonrisa… hasta que él dijo:
–Voy a ir a la boda de tu hermana.


–¿Cómo dices? ¿Qué?


–Si consigo una habitación esta noche, sería un desperdicio no visitar al completo esta parte del mundo. Y si estoy aquí, sería muy grosero por mi parte no aceptar la invitación de tu hermana.


–¡La cosa se pone cada vez mejor!


–¿Estamos de acuerdo?


Las mariposas de su estómago quedaron apartadas bruscamente por una oleada de calor líquido que invadió todo su interior.


–Estamos de acuerdo.


Él estrechó la mirada con determinación, miró a su alrededor y la agarró por los hombros para llevarla hacia el bar.


–Dame cinco minutos.


–¿Qué demonios? Te daré veinte.


Mientras Paula se dirigía al bar, la risa de él la siguió como una oleada de calor que hizo que se le pusiera la carne de gallina.


Se dejó caer sobre un taburete; en veinte minutos sabría si había logrado un ascenso o si su imposible jefe asistiría a la boda de su hermana.


De un modo u otro, necesitaba una copa.







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