miércoles, 28 de octubre de 2015

MI FANTASIA: CAPITULO 7




Cuando Paula subía por la escalinata hacia su habitación, una extraña sensación la hizo aminorar el paso. Al doblar la esquina del pasillo a oscuras, de repente se detuvo en seco y se llevó la mano a la garganta. A poca distancia de allí estaba Pedro Alfonso, de pie, mirándola intensamente con las manos en los bolsillos. Llevaba unos pantalones de tela negros y una camisa gris y estaba inmóvil como la estatua que había a su espalda.


-¿Ya se va a la cama?


-He tenido un día muy ajetreado -dijo ella, tratando de mantener la compostura-. Estoy cansada.


-¿No le apetece una pequeña aventura?


La pregunta la pilló tan desprevenida que Paula tardó unos momentos en responder.


-¿Qué clase de aventura?


Pedro dio un paso lento hacia ella.


-Eloisa me ha dicho que le interesa la historia de la casa. Tengo algo que puede satisfacerle. Se lo enseñaré.


El énfasis en «satisfacer» la afectó profundamente. Paula consultó el reloj, más por nervios que por estar interesada en la hora.


-Es tarde.


-No se arrepentirá -dijo él, bajando el tono de voz, y señaló con la cabeza hacia el despacho en el extremo opuesto del pasillo-. Está en mi despacho.


Paula se estremeció, pero el despacho parecía un lugar bastante seguro Tenía dos opciones: confiar en el o utilizar su don para adentrarse en su mente. Utilizó brevemente la segunda, pero no encontró nada similar a imágenes suyas como su prisionera ni de sufrir algún tipo de daño en sus manos. Al menos todavía no.


-Usted primero -dijo ella sin pensarlo más.


Si iba a trabajar con él, tenía que confiar con él, a menos que le demostrara que no lo merecía. Y antes de que fuera demasiado tarde para largarse de allí.


Pedro la llevó hasta su despacho y cerró la puerta tras él. 


Por un momento,Paula luchó contra el impulso de dar media vuelta y salir huyendo. Estaba atrapada. Él podía hacer lo que quisiera con ella, y probablemente Eloisa no oiría sus gritos pidiendo a auxilio. Sin embargo, no tenía ninguna vibración extraña ni la sensación de que algo horrible se avecinara. Cuando lo miró, él estaba observándola con una ligera sonrisa. La primera que le había visto hasta ahora.


-¿Qué quería enseñarme?


-Un diario -dijo él, metiéndose las manos en los bolsillos.


Paula sabía que para recrear el pasado no había nada más valioso que los escritos personales.


-¿Dónde está? -preguntó sin poder ocultar el entusiasmo que le producía el nuevo descubrimiento.


Pedro cruzo el despacho a la derecha, abrió una puerta y encendió una luz.


-Ah arriba.


Paula se acercó a la puerta y vio una angosta escalera tenuemente iluminada, y por un momento titubeó ante la idea de acompañar a su jefe aun lugar tan aislado


-Parece que ahí arriba puede haber algún que otro murciélago -comentó.


-Murciélagos no, pero seguro que arañas sí. ¿Le dan miedo las arañas, Paula?


Los insectos nunca habían sido sus animales favoritos, pero desde luego no sufría de aracnofobia.


-No. Siempre y cuando mantengan las distancias.


-Y yo, ¿le doy miedo?


Una excelente pregunta que Paula debía plantearse muy seriamente.


-¿Alguna razón para que deba dármelo?


-En absoluto.


Sonaba convincente, pero ¿podía creerlo? Normalmente Paula confiaba en sus instintos, y ahora le decían que el hombre no tenía ninguna intención de hacerle daño.


Respecto a sus otras intenciones, aunque cuestionables sin duda, se dijo que tendría que arriesgarse y mantener un férreo control sobre sí misma.


-Usted primero -dijo ella, señalando la escalera.


El dio el primer paso y, al verla vacilar, le ofreció la mano.


-Me aseguraré de que no se caiga.


Paula no temía caerse; años de clases de ballet le ayudaban a moverse con seguridad y elegancia. Lo que temía era tocarlo otra vez y volver a experimentar el impacto emocional de la primera vez. Sin embargo, en lugar de insistir en poder hacerlo sola, aceptó la mano que le ofrecía, y esta vez el contacto le envió una intensa oleada de calor por todo el cuerpo. A medida que fue subiendo las escaleras detrás de él, la sensación se hizo más fuerte, hasta que llegaron al rellano donde él la soltó.


El rellano daba a otra habitación de menores dimensiones donde había una estantería con libros antiguos, una mesa de caoba y un sillón cubierto con una tela de satén rojo.


Todo estaba cubierto por una fina capa de polvo y en el techo había telarañas, pero aparte de eso no parecía un lugar amenazador.


-Antiguamente esto era la garconnerie -dijo él-, un refugio de hombres, probablemente utilizado por un propietario anterior.


-¿Su abuelo?


-No -dijo Pedro, pasándose una mano por el pelo-. A Renato no le gustaba estar mucho tiempo en un sitio. Tenía unas ansias desmedidas de conocer mundo. Un rasgo que he
heredado de él, por cierto.


-¿Le gusta viajar?


-Mucho, aunque hace un tiempo que no lo hago -se dirigió a las estanterías y la miró-. He estado por todo el mundo. Europa. África. América Central. España es uno de mis
lugares favoritos.


-No me lo diga -dijo ella, acercándose a la mesa y apoyándose en ella-. Ha corrido en los encierros de Pamplona.


-No, la verdad. Me parecen una crueldad para los pobres toros. Estoy convencido de que muchas veces los animales son más humanos que las personas.


Un punto a su favor, pensó Paula.


-O sea, que le gustan las emociones fuertes siempre y cuando no impliquen crueldad hacía los animales.


-En el pasado, sí -dijo con expresión de pesar y tono lacónico, sin dar más explicaciones.


-Yo he estado varias veces en Europa -dijo ella para romper el silencio-. Principalmente en Londres.


-¿Se ha lanzado alguna vez de cabeza desde un acantilado? -pregunto él.


-No me gustan las alturas -rió ella.


-¿Ha estado alguna vez desnuda en una playa desierta contemplando el amanecer?


Sólo en sus sueños más descabellados.


-Me temo que no.


-Debería experimentarlo alguna vez.


Poco podía imaginar él que la estaba llevando en un viaje imaginario a través de sus recuerdos, demasiado intensos para apartarlos de su mente. Paula sintió la brisa del mar en la piel desnuda y el sol en la cara; inhaló el aroma del mar y sintió las caricias de las manos masculinas en la cintura, curvándose en el abdomen y más abajo.


-He estado en lugares donde sólo dependes de ti mismo y de la naturaleza -dijo él-. Es muy emocionante.


-Ya soy mayor para eso, y mis costumbres están demasiado arraigadas para cambiarlas - rió ella.


-¿Cuántos años tiene?


-Treinta y dos. ¿Y usted?


-Treinta y cinco. ¿Qué edad tenía cuando se casó? -preguntó él, recorriendo el perímetro de la habitación y mirándola de vez en cuando, como si fuera una salvaje criatura nocturna acechando a su presa.


Era evidente que sabía muchas más cosas de ella que ella de él.


-Veinticuatro. Me divorcié hace un año.


Pedro se detuvo y se apoyó en una de las estanterías a poca distancia de ella.


-¿Lo pidió usted o lo pidió él?


Por mucho que deseara conocerlo mejor,Paula estaba cada vez más incómoda con la conversación. Hablar de su pasado con Ricardo siempre le resultaba difícil.


-Quizá podríamos ver el diario -sugirió.


-Si es lo que desea.


Pedro se dirigió directamente a ella con pasos lentos, y la mirada de Paula recorrió con interés la boca masculina, la suavidad de los labios que contrastaba con la rigidez de
la mandíbula y el hoyo en el mentón. Sólo cuando él esbozó una sonrisa se dio ella cuenta de que él había reparado en su interés.


Cuando llegó a la mesa, Paula contuvo la respiración, y lo vio pasar a su lado y abrir un cajón del que sacó un pequeño diario negro que sin duda tenía muchos años.


Pedro rodeó la mesa y se lo ofreció.


-He marcado lo que puede interesarle.


Paula tomó el diario y lo abrió por la cinta de satén rosa que marcaba la página indicada. En la parte superior de la página, una fecha: julio de 1875.


-Léalo en voz alta -dijo él.


-¿Usted no lo ha leído? -preguntó ella, mirándolo.


-Sí, pero quiero oír su voz.


La voz de él era tan sensual y sugerente que Paula no pudo oponerse. Dejó el diario sobre la mesa mientras él paseaba de nuevo por la habitación. Después de aclararse la garganta, Paula empezó a leer.


-«Esta tarde he vuelto a ver a Z. en la cabaña abandonada cerca de la ciénaga. Si mi padre descubre que me veo con su enemigo, se pondrá furioso. Si supiera lo que he hecho, seguramente lo mataría».


Paula se detuvo y miró a Pedro, que estaba a menos de medio metro de él.


-¿Quién escribió esto?


-No lo sé. Lo encontré hace unos meses.


-¿Cree que puede ser la mujer del retrato, Laura?


-Es posible -dijo él-. Continúe.


Paula siguió leyendo, empujada por la necesidad de saber más sobre la cita de la escritora anónima.


-«Le he entregado libremente mis afectos, y he aceptado sus besos. Z. me ha hablado de lo que hay entre un hombre y una mujer, y me ha dicho cosas que ninguna mujer decente consideraría. Sin embargo, yo le he escuchado y le he suplicado que me enseñe» -Paula alzó la vista y descubrió a Pedro aún más cerca de ella-. Me siento un poco como un voyeur.


-A mí me parece una visión muy interesante sobre las costumbres del pasado, pero si le hace sentir incómoda -dijo él en un tono ligeramente desafiante-, démelo y yo lo leeré.


-Lo haré yo -dijo ella, escuchando el reto en su voz-. «En sus brazos soy una libertina. Apenas me reconozco. Le he permitido que me quite la blusa y me acaricie los senos. Nunca antes he sentido tanto placer. Nunca antes me he sentido tan desinhibida y tan libre. Y deseaba más. Deseaba todo lo que él quisiera darme».


Paula se interrumpió al sentir una mano en el hombro. La mano de Pedro, que se deslizó despacio por el brazo desnudo.


-Continúe -dijo él en un susurro a su lado-. Se pone mucho mejor.


Paula había perdido toda capacidad de razonamiento y decisión.


-«Me ha levantado la falda y ha deslizado la mano bajo la enagua. Me ha acariciado en el lugar más secreto, de formas que jamás había imaginado. Mi cuerpo ya no era mío, le
pertenecía por completo a el».


Pedro eligió ese momento para deslizar la mano por la cadera femenina y rozarle ligeramente la pelvis antes de detenerse en el bajo vientre, a la vez que se pegaba contra
ella por la espalda.


Paula apenas tuvo fuerzas para cerrar el diario y musitar:
-Es suficiente por hoy.


Pero no le apartó la mano, no le regañó ni se movió.


-No es suficiente.


Como si la tuviera sujeta con una liana invisible y hubiera tirado de ella, Paula se volvió despacio hacia él y supo exactamente lo que él quería hacer cuando la imagen se
presentó en su mente una décima de segundos antes de que bajara la cabeza.


En cuanto sus bocas se rozaron, Paula entró en un campo de minas sensorial, bombardeada por su olor a limpio y a colonia, por el sabor a whisky en sus labios y por la sugerente incursión de su lengua. Y de repente, fue como si se fundiera en su cuerpo y en su alma, sintiendo también el placer masculino además del suyo. También supo que él necesitaba más de ella.


A pesar de todo, Paula no tenía intención de detenerle ni rechazarlo, pero la conexión mental y el contacto físico terminaron cuando él se separó de ella y se pasó una mano
por la mandíbula.


-Disculpe -dijo-. No sé qué me ha pasado.


Paula era consciente de que lo sabía perfectamente. El beso formaba parte de un plan de seducción cuidadosamente pensado y ella se había metido en la trampa sin dudar.


Recogió el diario de la mesa.


-Leeré el resto en otro momento, y olvidaremos lo que acaba de ocurrir.


Él retrocedió unos pasos y metió las manos en los bolsillos de nuevo.





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