martes, 27 de octubre de 2015

MI FANTASIA: CAPITULO 4





Paula giró hacia la derecha y vio un cuerpo moreno sentado en un sillón de mimbre en un extremo de la terraza, a poca distancia de ella.


-Me ha asustado -dijo, llevándose una mano al escote del camisón y sujetándose con la otra a la barandilla.


-Ya lo veo -dijo él con sarcasmo.


Estupendo. Un encuentro a medianoche con un impresentable.


-Supongo que usted es el señor Alfonso.


-Correcto.


Al menos era un hombre de carne y hueso, no una aparición fantasmagórica.


Armándose de valor, se acercó a él, y a la luz de la luna pudo distinguir algunos detalles. Como que tendría unos treinta y tantos años, y no era el carcamal que ella había imaginado. Con una corta melena morena y ligeramente ondulada, el hombre tenía los labios rectos y duros, y cuando lo miró a los ojos, Paula tuvo la certeza de que se trataba de los mismos ojos que aparecieron en su mente al llegar aquella tarde a la plantación. Ojos azules, ojos de depredador, ojos que no parecían de este mundo.


También vio que no llevaba camisa, y recordó que ella sólo llevaba un camisón de algodón que apenas la cubría. No precisamente la ropa más adecuada para la primera
reunión con su jefe, pero ella no lo había elegido.


-Soy su nueva empleada, Paula Chaves-dijo ella, dando el último paso hacia él y tendiéndole la mano.


-Sé quién es -dijo él, mirándola de arriba abajo con descaro antes de detenerse en la mano extendida.


Tras una ligera vacilación, la envolvió con los dedos y le dio un apretón. Paula se tambaleó por la intensidad del contacto y el intenso y terrible dolor que emanaba de él.


Un dolor profundo que parecía no tener fondo.


Rápidamente soltó la mano y dio un paso atrás, como si le hubiera dado un calambre.


De hecho, así fue. Paula había vivido con el «don» desde siempre, sin permitir que nadie sospechara siquiera que lo tenía. Las hijas de la alta sociedad de Georgia no leían los pensamientos ajenos, sino las páginas de sociedad. Pero en todos aquellos años su telepatía sólo se había manifestado a través de imágenes y esporádicamente de palabras, pero nunca fue capaz de canalizar sentimientos. Hasta ahora.


-Encantada de conocerlo -murmuró por fin cuando logró recobrar el aplomo.


Él no respondió, pero continuó mirándola fijamente. Paula quiso salir corriendo, a pesar de que en realidad se sentía atraída irremisiblemente hacia él, hacia su aura y hacia su dolor.


Buscó algo que decir a pesar de lo embarazoso de la situación.


-Me gustaría conocer sus ideas y planes para la rehabilitación, aunque no ahora, claro.
Necesitaría algo para tomar notas. Mañana, u otro día, cuando prefiera.


Cielos, estaba divagando como una idiota.


-Sólo debe saber una cosa. Exijo perfección.


En eso no había problema. Paula sabía exactamente a qué se refería. Siempre tuvo la vida perfecta con la familia perfecta. Estudió en los colegios perfectos y se casó con el
hombre perfecto. El cerdo mentiroso perfecto, se corrigió para sus adentros.


-Haré todo lo que esté mis manos para complacerle.


Él entrelazó las manos y las apoyó en el vientre.


-Eso está por ver. No soy de fácil complacer.


A Paula no le sorprendió en absoluto la afirmación. Más aún, estaba de acuerdo con él.


Aunque, después de la reacción que tuvo al estrecharle la mano, quizá tuviera sus razones.


-¿Tiene alguna preferencia en particular?


El hombre inclinó la cabeza y estudió su rostro.


-¿Respecto a qué?


Otra imagen se coló en su mente. La de un cuerpo desnudo.


Su cuerpo desnudo.


Paula no lograba entender por qué su infalible capacidad para bloquear ese tipo de cosas le había fallado. No comprendía que él tuviera fantasías sexuales con ella, a quien sólo acababa de conocer. Y más inquietante aún, no lograba explicarse por qué eso la excitaba.


-A cómo quiere realizar la rehabilitación -dijo ella cuando se disolvieron las imágenes.


-Prefiero no involucrarme en eso, a no ser que usted no tenga idea -dijo él, moviéndose inquieto en la silla.


El grosero comentario la irritó profundamente y la puso en alerta.


-¿Qué le hace pensar que no tengo ni idea?


-No me ha dado ninguna prueba para hacerme creer lo contrario.


-Tengo una licenciatura en diseño de interiores; también he supervisado equipos de trabajo y he redecorado mi propia casa en el pasado.


-¿Y eso era antes o después de la partida de tenis con sus amigas en el club de campo?


A Paula le molestó más el tono condescendiente de sus palabras que el hecho de que tuviera razón. Así había sido su vida anterior.


-Creo que fue el día que tome el té con las Hijas de la Confederación -dijo, arrastrando las palabras con el típico acento sureño-. Justo antes de asistir a clase de buenos
modales y trato refinado para ocasiones especiales, como cuando te las tienes que ver con zopencos groseros y maleducados. Aunque me temo que en este momento he olvidado todo lo que aprendí.


Él pareció estar a punto de sonreír, pero no llegó a hacerlo.


-¿Me está llamando zopenco, señora Chaves?


-Oh, no, señor Alfonso. No sería apropiado.


Recorriéndola una vez más con los ojos de arriba abajo, el hombre se levantó despacio.


Tal y como ella había imaginado, debía medir casi un metro noventa, y tenía el pecho plano, bien definido y cubierto de una suave capa de vello moreno. Su proximidad la enervó y le cortó la respiración, y su olor resultaba intoxicante. Era un olor que insinuaba sensaciones misteriosas y experiencias prohibidas.


Si su intención era intimidarla, lo estaba consiguiendo. Pero Paula no iba a permitírselo. Ni a el ni a ningún otro hombre. 


Por eso en lugar de retroceder, concentró su atención en el par de ramas de parra entrelazadas que le rodeaban el poderoso bíceps, con un letrero en el centro: Imperium.


-Un tatuaje interesante. Mi latín está un poco oxidado. ¿Qué significa? -preguntó, y alzó la mirada hacia él.


-Poder absoluto -respondió él, que estaba mirándola fijamente.


Tanto sus palabras como su abrumadora presencia la paralizaron, a pesar de que supo lo que él estaba a punto de hacer. Si no se iba, él la besaría.


Obligándose a volver a la realidad, Paula cruzó los brazos para protegerse y dio un paso atrás.


-Yo no creo que el poder sea absoluto, señor Alfonso -dijo y, reuniendo la poca fuerza que le quedaba, le dio la espalda y se dirigió a su dormitorio.


Pero sólo había recorrido unos pasos cuando él dijo:
-Hay poderes absolutos, Paula. Y lo sabe. 


Paula no se atrevió a mirarlo ni a responder.


Se metió en su habitación y cerró las puertas, pero no pudo apartarlo de sus pensamientos, ni tampoco librarse del persistente calor que continuó haciéndola arder por dentro y que nada tenía que ver con la época del año.


Paula se metió en la cama y trató de dormir. Trató de pensar en algo que no fuera él, pero la imagen de Pedro Alfonso fue lo último que vio antes de que el sueño la venciera por fin.


En cuanto Paula salió del cuarto de baño del pasillo a la mañana siguiente, supo que él había estado allí. Enseguida aspiró el olor de su colonia, pero sobre todo sintió su
presencia. Una sensación intangible que la consumía.


Miró a la derecha para ver si las puertas del dormitorio del hombre estaban abiertas, pero lo primero que vio fue la diabólica estatua al fondo del pasillo del sátiro con la mujer.


«Sátiro Giles, te voy a cambiar de sitio en cuanto pueda», se dijo. Tenía que llevarlo a otro lugar, donde fuera, pero lejos de ella. De hecho, si la estatua no fuera tan pesada y ella tuviera fuerzas para arrastrarla la arrojaría a la ciénaga más cercana.


Volvió a su dormitorio, se quitó la bata y se puso unos pantalones blancos de lino y una camiseta de punto sin mangas y bajó a desayunar. Al cruzar la rotonda camino de la cocina, se detuvo delante de un cuadro colgado en la pared: era un retrato de una joven de ojos verdes con larga melena negra que, a juzgar por la postura, sentada y con las
manos recatadamente unidas sobre el regazo, y la ropa, un vestido de encaje blanco con falda ancha y larga hasta los pies, Paula imaginó que había vivido allí hacía muchos
años. Pero al Leer la inscripción en la base del marco sintió un escalofrío.


Laura. Ahora duermes con los ángeles.


Quizá fuera una de las tragedias de las que le habló Eloisa el día anterior. A pesar de lo desconcertante que era, Paula tenía especial interés en conocer mejor el pasado de la
plantación, aunque soló fuera para satisfacer su propia curiosidad. ¿Y qué mejor fuente de información que la mujer que era la mano derecha del propietario?


Paula entró en la cocina y encontró a Eloisa junto a la vieja cocina blanca preparando unos huevos revueltos y tarareando una alegre canción.


-Buenos días -dijo Paula, sentándose en una silla.


-Buenos días -respondió Eloisa, volviéndose a mirarla un momento sin dejar de cocinar.


-¿Ha dormido bien?


-Bastante bien. Tardaré un poco en acostumbrarme al lugar.


Principalmente en acostumbrarse a la idea de que Pedro Alfonso dormía en la habitación de al lado. Durante toda la noche había estado escuchando el sonido de sus pasos dando vueltas por su dormitorio de manera intermitente, como si no pudiera dormir. Igual que ella.


Eloisa le puso el plato de huevos revueltos con bacon delante, pero Paula no tenía hambre. Sólo necesitaba un café. O varios.


-Tiene una pinta deliciosa, pero por las mañanas no suelo tener hambre. Y además quiero empezar pronto.


Eloisa volvió a la mesa con una taza de café y se sentó frente a ella.


-Si se queda un rato, podrá conocer al señor Alfonso cuando baje a desayunar.


-Lo conocí anoche -dijo Paula, y esperó unos segundos a que pasara la aparente sorpresa reflejada en el rostro de la mujer-. Anoche, en la terraza de nuestras habitaciones.


-¿Qué tal fue?


Como ella jamás hubiera pensado.


-No demasiado mal. Me preguntó sobre mi experiencia profesional y me dio la impresión de que no quiere que le molesten con los detalles de la rehabilitación.


Eloisa suspiró.


-Quiere que lo dejen en paz.


Paula tuvo la misma impresión la noche anterior.


-¿A qué se dedica exactamente?


-A sanear empresas en quiebra y venderlas. Así ha sido como convirtió su herencia en una pequeña fortuna. Es muy bueno en lo que hace, o lo era hasta... -Eloisa se interrumpió.


-¿Hasta que qué?


- Hasta que decidió dejarlo todo durante una temporada -terminó la mujer en un tono que daba por zanjada la conversación.


Paula quería saber más, pero tuvo la sensación de que Eloisa no iba a revelar nada más, y prefirió cambiar de conversación.


-Si puedo utilizar un teléfono, me pondré en contacto con varios contratistas locales y concertaré algunas reuniones.


Eloisa bebió un sorbo de café.


-Tendrá que encontrar a alguien en Baton Rouge, porque aquí no habrá nadie dispuesto a venir a la plantación. La gente es muy supersticiosa y creen que el lugar está maldito.


Sin saberlo, Eloisa acababa de darle a Paula una buena oportunidad para preguntar sobre el retrato de la rotonda.


-Ese retrato que hay cerca de la escalinata, ¿tiene algo que ver con alguna de las tragedias de las que me habló?


-No estoy muy segura -respondió Eloisa-. Segumente sí, pero no conozco más detalles sobre ella.


Paula terminó el café y se levantó.


-Voy a la ciudad a ver a algunos contratistas. Quizá encuentre alguien que no sea supersticioso.


-Buena suerte -dijo la mujer.


Paula tenía prisa por irse. Presentía la inminente llegada de Pedro y no quería volver a verlo, esta vez a plena luz del día y dejando ver toda la fascinación y obsesión que tenía
con su nuevo jefe. Porque tenía que reconocer que estaba totalmente fascinada e intrigada por el. El hombre tenía muchos secretos, de eso estaba segura, secretos que
probablemente nunca llegaría a conocer.


También sabía que esos secretos eran la causa de su dolor, y la realidad le había enseñado que muchas veces las personas que estaban perdidas no deseaban ser salvadas.


Tenía el presentimiento de que Pedro Alfonso no tenía ningún deseo de que le salvaran de su dolor y su soledad.







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