martes, 20 de octubre de 2015

EL DESAFIO: CAPITULO 7







Invítame a pasar, Paula –repitió al ver la indecisión en su expresión.


Ella se lo quedó mirando unos segundos sin decir nada antes de asentir bruscamente y girarse para entrar en el piso y encender la luz.


Pedro pasó tras ella, cerró la puerta y, sin dejar de mirarla, la rodeó con los brazos y la llevó hacia sí. Paula levantó las manos instintivamente hacia sus hombros y lo miró a lo ojos, totalmente consciente de su erección haciendo presión contra la suavidad de su abdomen; la misma excitación que había brillado por su ausencia la noche anterior con Jennifer Nichols.


–Es imposible que un hombre pueda ocultar su reacción ante una mujer preciosa, ¿verdad? –murmuró.


La sedosa garganta de Paula se movió cuando tragó saliva antes de decir:
–Eh… sí, supongo que sí.


Pedro tenía la mirada clavada en sus carnosos labios, los mismos que lo habían estado volviendo loco toda la noche y que había sido incapaz de dejar de mirar mientras ella había bebido, comido y se había relamido después de probar la mousse de limón del postre.


Tal vez después de todo sí que se había merecido la advertencia de Damian. No había duda de que el hombre se había fijado en todas las ocasiones en las que los había contemplado imaginándose las múltiples formas en las que podrían darle placer a un hombre.


Ahora Paula se los estaba humedeciendo con la punta de la lengua.


–¿Quieres café?


–No.


–Ah.


Pedro podía sentir el nerviosismo de Paula, al igual que podía sentir el temblor de su cuerpo apoyado tan íntimamente contra el suyo. Sentía la calidez de sus manos a través de la tela de la chaqueta y de la camisa. Unas manos largas y elegantes que había deseado ver posadas sobre su piel desnuda.


Sí, tal vez después de todo, sí que se había merecido la advertencia de Damian.


Fue imposible que a Paula se le escapara el deseo que iluminó los ojos de Pedro antes de que este bajara la mirada hacia sus pechos.


–Quiero besarte, Paula.


–Sí –respondió ella apoyándose contra él mientras le temblaban las piernas y sus manos se aferraban a sus musculosos hombros.


–Y después me gustaría desnudar y acariciar estos preciosos pechos –los cubrió con sus manos y con el pulgar acarició su inflamado pezón–. Con mi lengua y mis dientes además de…


–¿Puedes dejar de hablar, Pedro, y hacerlo? –protestó ella suavemente y casi jadeando de la excitación.


Apretó los dientes al sentir su cuerpo excitado y una intensa humedad cubriendo los pliegues ya inflamados entre sus muslos.


–Resulta que, después de todo, no te da miedo pedir lo que quieres –dijo él con una sonrisa al hundir una mano en su melena y quedarse mirándola fijamente unos segundos antes de echarle la cabeza atrás y robarle un beso.


La besó con unos labios firmes, pero suaves, que saborearon los suyos a la vez que su lengua los acariciaba y se colaba en el calor de su boca para después entrelazarse con la suya.


Paula llevó las manos hasta sus hombros para enredar sus dedos en su sedosa melena color ébano, y él siguió besándola intensamente, con deseo, moviendo las manos por su espalda antes de posarlas en sus nalgas y llevarla contra la dureza de su erección.


Ese continuado y sensual ataque de los labios y la lengua de Pedro la excitó hasta el punto de incendiar su cuerpo de deseo. Le faltaba la respiración cuando Pedro dejó de besarla para hundirse en su cuello y bajarle los tirantes del vestido. 


La cremallera resultaba muy fría contra su encendida piel a medida que él la bajaba para dejar expuestos sus pechos desnudos.


El calor de sus labios ahora recorrió la curva de sus pechos desnudos y su lengua los saboreó y atormentó. Le temblaban las rodillas y lo único que la mantenía en pie era la fuerza del brazo de Pedro rodeándola por la cintura mientras tomaba uno de sus pezones en su boca.


¡Cielos!


Sí, se sentía como si estuviera en el Cielo cuando Pedro acarició y succionó sus pechos y sus pezones, cuando sus dedos y su lengua atormentaron su sensible piel y le provocaron un placer que hizo que se le humedeciera la ropa interior.


Paula dejó escapar un gemido. Estaba excitadísima… 


Necesitaba… necesitaba…


Mostró su decepción cuando Pedro apartó la boca y alzó la cabeza para mirar las rosadas e inflamadas cúspides de sus pechos.


–Qué preciosidad –murmuró al tocarle los pezones con la suavidad de sus dedos.


Paula apenas podía respirar mientras esperaba a ver qué tenía pensado hacer Pedro a continuación … ¡Ojalá fuera lo que ella quería!


Pedro seguía contemplando sus preciosos pechos coronados por unos pezones que se habían enrojecido y aumentado por la atención que le habían concedido sus manos y su boca. Unos pezones que aún suplicaban más atenciones.


Y él estaba más que dispuesto a dárselas, al igual que deseaba explorar los sedosos pliegues ocultos entre sus muslos. Ahora podía oler la excitación de Paula, cremosa y con un toque picante, y quería lamer esa cremosidad, beber su esencia mientras sus labios y su lengua exploraban esos pliegues inflamados, y después quería saborearla, poder notarla en su boca durante horas.


Cuando ella lo miró, no tuvo duda de que Paula también quería todo eso… Sin embargo, no podía hacerlo.


Sabía lo que los periódicos publicaban sobre él: que montones de mujeres desfilaban por su dormitorio, mujeres que cambiaba tan a menudo como cambiaba de sábanas. Y hasta cierto punto era cierto. Pero aun así Pedro tenía sus propias reglas en lo que respectaba a las mujeres que entraban en su vida por poco tiempo. Nunca les ofrecía falsas promesas. Nunca engañaba a la mujer con la que se estaba acostando en ese momento. Y cuando dejaba de ser divertido para cualquiera de los dos, él, con mucha delicadeza, le ponía fin a la relación.


Pero Paula no se parecía a ninguna mujer que hubiera conocido. Ella era más. Mucho más. Y suponía la clase de complicaciones emocionales que él siempre había querido evitar en el pasado.


Era mucho más joven que esas otras mujeres, se había pasado sus veinticuatro años bajo el cobijo de su protector padre, y le faltaban la sofisticación y el cinismo que a las otras mujeres les habían permitido aceptar las pocas semanas de relación que Pedro les había ofrecido.


También había que tener en cuenta el hecho, por ridículo que pudiera parecer, de que estaba allí esa noche tras haber sido invitado por el padre de Paula, un hombre tan peligroso como poderoso y con quien la galería de Pedro estaba haciendo negocios. Y él nunca había mezclado el trabajo con el placer.


Y por último, aunque resultara más ridículo aún, Paula y él no habían tenido ninguna cita.


–¿Pedro? –preguntó Paula con inseguridad mientras él permanecía quieto e inmóvil frente a ella, mirándola. Se sentía totalmente expuesta con el vestido bajado hasta la cintura, y los pechos aún desnudos e inflamados por las caricias de sus labios y sus manos.


Tenía la barbilla apretada y sus oscuras pestañas ocultaban la expresión de su mirada cuando se agachó para subirle los tirantes del vestido. Paula estaba demasiado impactada por lo sucedido como para ofrecer la más mínima resistencia cuando Pedro la giró para poder subirle la cremallera… diciéndole así que su encuentro había terminado.


–¿Cenas conmigo mañana, Paula?


–¿Por qué?


–¿Cuando un hombre te invita a cenar con él sueles preguntarle el porqué?


Paula alzó la barbilla a la defensiva.


–Solo cuando ese mismo hombre salió a cenar con otra mujer la noche antes.


Él apretó los labios.


–No tengo ninguna intención de volver a ver a Jennifer Nichols.


–¿Y ella lo sabe?


–Ah, sí –respondió con desdén.


–Yo… Que hayamos hecho el amor ha sido… una aberración, Pedro –aunque no estaba segura de poder llamarlo «hacer el amor» cuando había sido ella la única a medio vestir, y Pedro había permanecido tan inmaculadamente vestido como cuando había llegado a casa de su padre esa noche.


Bueno, tal vez no tanto. Ahora tenía el pelo más alborotado y las comisuras de los labios manchadas de su lápiz de labios melocotón.


–No te veas obligado a invitarme a cenar porque las cosas se nos hayan ido un poco de las manos –añadió con firmeza.


–¿Una aberración? –repitió Pedro conteniendo las ganas de reírse.


–Sí, una aberración. Quiero que sepas que no tengo la costumbre de permitir que hombres al azar me hagan el amor.


–¿Hombres al azar? –en esa ocasión sí que no pudo contener la risa–. ¿Eso me consideras? ¿Un hombre al azar con el que has terminado haciendo el amor por casualidad?


–Está claro que esta noche he bebido demasiado vino –dijo irritada por su tono de broma.


–Y yo creo que ahora estás siendo deliberadamente insultante, Paula.


Sí, así era, y Paula tuvo que admitirlo, porque le resultaba imposible encontrarle explicación a ese comportamiento libertino que acababa de demostrar con Pedro. Hacerlo sería admitir que él le había calado muy hondo, que le había hecho desear cosas, ansiar la libertad de poder ceder por completo ante esa atracción.


–Tal vez, pero me gustaría que te marcharas ahora


–¿Y siempre consigues lo que quieres?


«Rara vez», pensó Paula con pesar.


Sí, materialmente podía tener todo lo que quisiera ya que la riqueza de su padre siempre se lo había asegurado. Sin embargo, al volver de Stanford tres años antes con su licenciatura en la mano, había tenido sueños, planes de futuro, la ilusión de crear su propio negocio, de convertirlo en un éxito, de conocer a un hombre al que pudiera amar y que la amara, de casarse y tener su propia familia, pero en lugar de conseguir todo ello, se había vuelto a ver sumida en el estilo de vida recluido y extremadamente protector de su padre.


No, eso no era justo para él; era ella la que se había permitido dejarse arrastrar por todo ello, la que no había luchado lo suficiente por las cosas que había querido.


Porque entonces a su padre lo había encontrado mucho más frágil que cuando se había marchado a estudiar tres años antes. Porque estaba claro que él había necesitado tenerla cerca de nuevo y saber que estaba a salvo. Por eso Nina había aparcado sus sueños y esperanzas, tanto que los había olvidado hasta ahora.


Hasta que Pedro Alfonso y esa atracción que sentía por él le habían obligado a recordarlas.


–¿Paula? –preguntó Pedro ante su continuado silencio.


Ella respiró hondo.


–Gracias por tu invitación a cenar, Pedro, pero preferiría que no.


–¿Por qué no?


–¿Sueles preguntarle eso a una mujer cuando te dice que no?


Los cincelados labios de Pedro esbozaron una sonrisa.


–Cuesta un poco decirlo cuando no puedo recordar que me haya pasado nunca.


–Bueno, pues ahora te está pasando.


–Pero por motivos equivocados.


–No hagas como si me conocieras, Pedro.


Él se encogió de hombros.


–Si puedes, niega que te resulta más fácil negarte a salir conmigo.


Sí que era más fácil. Y no solo eso, sino que Paula sabía que era lo correcto… Si no fuera porque de verdad quería aceptar la invitación. Esa atracción que sentía por Pedro le hacía querer rebelarse contra las limitaciones que su padre le imponía en la vida.


–¿Y tú qué motivos tienes, Pedro? ¿Estás pidiéndome que salga a cenar contigo porque te gusto y quieres pasar algo de tiempo conmigo? ¿O me lo estás pidiendo porque estás enfadado con mi padre por la advertencia de antes y solo quieres enfadarlo?


–Eso no es muy halagador, Paula. Ni para ti ni para mí.


–No, si lo último es verdad.


Pedro la miró fijamente no muy seguro de si se sentía más molesto por las sospechas con respecto a su invitación a cenar o por la realidad de la vida que ella debía de haber llevado hasta el momento para llegar a sacar esas conclusiones. Pero fuera como fuera, no tenía ninguna intención de echarse atrás.


–No es por eso. Así que, dime, ¿tu respuesta es sí o no, Paula?


La indecisión en esos preciosos ojos verde musgo hizo que Pedro quisiera insistir más, presionarla o seducirla, lo que fuera que funcionara para que terminara aceptando su invitación. Pero se contuvo de hacerlo. Tenía que ser decisión de Paula; había hablado en serio al decir que consideraba que una mujer tenía más que suficiente con un solo hombre dominante en su vida diciéndole lo que tenía que hacer.


Y por eso se mantuvo en silencio, deseando por dentro que aceptara, al mismo tiempo que se preguntaba cuándo se había vuelto tan importante para él que lo hiciera.


¿Tal vez cuando su belleza lo había dejado sin aliento al llegar a la casa esa noche? ¿O mientras la había observado y escuchado durante la cena? ¿O tal vez cuando le había hecho el amor? ¿O tal vez incluso antes de todo eso? ¿Posiblemente cuando la había visto en la galería el día antes y después había hablado con ella en la intimidad de su despacho?


Fuera la razón que fuera, su invitación a cenar no tenía nada que ver con la irritación que sentía por la advertencia de Damian Chaves. En todo caso, que el padre de una mujer le hubiera lanzado una advertencia, a pesar de no recordar haber conocido nunca al padre de ninguna de sus conquistas, habría tenido que bastar para que se alejara todo lo posible. Pero no porque esa amenaza lo hubiera inquietado, sino porque no se complicaba la vida en lo que respectaba a las mujeres, y que el padre de una te lanzara ese tipo de advertencia sin duda era una complicación.


Tenía la sensación de que esa inesperada atracción por Paula Chaves iba a complicarle la vida






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