lunes, 5 de octubre de 2015
DIMELO: CAPITULO 27
Dejo pasar unos minutos y llego a la mesa; me siento a su lado y sé que aún está temblando. Me encanta esa sensación que le provoco. No sé si alcanza a advertirlo, pero es la misma sensación que ella provoca en mí. Quiero sacarla de esta discoteca, quiero llevármela y enterrarme en ella, llenar su sexo con el mío, incrustarme en su cuerpo y demostrarle cuánto la deseo. Ya no aguanto más.
Me paso la mano por el pelo mientras miro mi reloj; lo hago inconscientemente varias veces, pero el tiempo parece haberse detenido. Creo que Estela y André también están bastante apurados, porque me han preguntado varias veces la hora. Cuando no nos ven, Paula y yo nos miramos, cómplices. Ella está recostada contra el respaldo del sofá y se muerde un dedo, me mira con picardía y su provocación me hace gracia; no sabe lo que está haciendo, porque verdaderamente voy a olvidarme de lo que me ha dicho en la puerta del baño y la voy a besar sin control aquí mismo.
«Esta mujer es una Kill Bill.»
Quiero autoconvencerme de que puedo seguir esperando, pero ¿hace cuánto que espero? Veinte días...«¡¡Veinte días sin tener sexo!! Esta mujer me ha enfermado; definitivamente creo que no estoy bien.»
Entramos en el hotel y todos nos separamos. Paula y yo nos montamos en un buggy para trasladarnos hasta la villa donde se ubican nuestras habitaciones. Estela y André van en otro. Cuando nos alejamos lo suficiente de la recepción, ellos nos desafían a una carrera; sabemos que lo que hacemos está mal, pero la tentación en muy grande, así que ninguno refrena la ocurrencia. Sin duda todos hemos bebido un poco más de la cuenta, porque estamos bastante achispados y reímos como si fuéramos adolescentes alocados.
—¡Hemos ganado! —gritan André y Estela, al tiempo que dejan aparcado el buggy frente a la villa, se bajan y dan saltos festejando su triunfo a la vez que se burlan de nosotros.
—Mi meta es otra. Estoy a punto de entrar en la recta final y te aseguro que seré el vencedor —le digo a Paula con un feroz susurro de modo que solamente ella pueda oírme.
Percibo cómo su piel interpreta claramente lo que le he dicho, porque se estremece.
Intentamos mostrarnos apenados, ya que nos han ganado, pero lo cierto es que no vemos la hora de subir y librarnos de ellos. Finalmente entramos en la villa y André y Estela se van juntos a dormir a la habitación de ella; ya no se ocultan.
De no ser por lo que mi mente ha elucubrado en el camino,
esto sería como enseñar los dientes al que no puede morder.
Nos despedimos ante las miradas de nuestros vecinos y cada uno entra en su dormitorio. Dejo pasar unos minutos.
Puesto que los balcones de nuestras habitaciones están a la par, trepo al muro que los divide para colarme en su terraza.
«Me siento como Romeo yendo a visitar a Julieta.»
Llamo a la puerta del balcón y, tras unos instantes,
Paula corre las cortinas; se muere de risa mientras quita el cierre y me da paso.
No la dejo pensar, mucho menos hablar; estoy sumamente ansioso y ya no quiero postergar más este momento.
Atrapo su boca con la mía. Cuando la abandono, la miro deseoso: quiero que entienda que recibirá mucho placer.
Recojo su cabello en mi mano y la giro de espaldas a mí.
Tentado por la visión de su extenso cuello, le doy besos en la nuca y eso la hace estremecer; le gusta mucho, lo sé.
Vuelvo a girarla, suelto su pelo y me aferro a sus nalgas, aplastándola contra mi cuerpo mientras clavo mis dedos en su trasero. Estoy ardiendo. La beso con lujuria, hundo mi lengua en su boca y, mientras lo hago, abro los ojos para estudiar el recinto. Ella ocupa la suite de lujo de la villa; alcanzo a divisar que estamos en la zona del salón y veo una puerta de dos hojas que, intuyo, nos dará paso al
dormitorio, pero mi prisa es tan grande que la cargo de las nalgas y ella, con rapidez, enrosca sus manos tras mi nuca y sus piernas en mi cadera. Aún no se ha quitado el vestido, tampoco los zapatos.
La deposito sobre un sillón con forma circular que está mucho más cerca que la cama. Me arrodillo frente a ella, hundo mis manos bajo el vestido para remangárselo y ascendiendo con las palmas por los muslos, las caderas; su piel es sedosa al tacto, pero eso ya lo sabía de cuando hemos hecho fotografías, sólo que ahora todo cobra vigor.
Ella, en este instante, es aún más perfecta.
Sube una pierna y la deja apoyada sobre el borde del sofá y se ve tan sexi que no me puedo contener: le arranco las bragas, las destrozo con mis manos porque están entorpeciendo la visión que deseo tener. Su sexo rosado y depilado me invita a muchas cosas; su clítoris se ve hinchado y asoma por entre los pliegues, pero creo que dejaré los preámbulos para luego: veinte días para poder tenerla ha sido mucho, ha sido demasiado.
Me bajo los pantalones y libero mi perfecta erección. Sé que tengo un pene bonito y grande.
Paula se apoya en los codos para verme; creo que le gusta lo que tiene delante. Estira la mano y se relame mientras me acaricia con movimientos ascendentes y descendentes.
Vuelvo a apoderarme de su boca mientras me hace gemir y temblar con su tacto.
«Si no se detiene, voy a correrme.»
Le cojo la mano y la detengo; arqueo mi cuerpo hacia atrás para que entienda que estoy al borde de eyacular, retomo el control y la vuelvo a recostar.
—Te he deseado mucho, no me hagas esto —le explico, y muerdo sus labios. Luego bajo por su cuello con húmedos lametazos, meto mi mano en el escote de su vestido y le aprieto uno de sus senos.
«Quiero poseerla ya, no aguanto más.»
Ella abre las piernas para darme paso; me desea. Toco su vagina y está empapada; sus fluidos demuestran que no me he equivocado, la he excitado mucho y está lista, preparada para mí y muy dispuesta a recibirme. Aunque estoy muy caliente, hay dos preguntas que jamás olvido..., dos preguntas que planteo siempre y cuando sé con quién estoy acostándome; si no, no formulo ninguna,
simplemente hago lo que debe hacerse.
Como por arte de magia, saco un condón y se lo enseño; no es que haya hecho un truco, sino que, mientras le acariciaba el clítoris con una mano, con la otra he rebuscado en el bolsillo de mi pantalón.
—¿Tomas anticonceptivos? —pregunto mientras rasgo el envoltorio del condón con los dientes sin dejar de acariciarla.
—Sí, no es necesario que te pongas el preservativo.
—No me molesta usarlo.
—No es preciso; quiero sentirte y que me sientas. Sé que ambos somos personas sanas.
Sus palabras desatan mis instintos animales y me hacen sentir que soy el macho dominante de la manada de gorilas, capaz de enfrentarme incluso al líder de espalda plateada con tal de aparearme en este instante. No tengo tiempo ni de realizar la segunda pregunta.
Cojo mi pene y rozo su entrada con él mientras la miro a los ojos; estoy a punto de enterrarme en ella, estoy listo para probarla por fin.
Sin más retraso, me introduzco lentamente y ella se aferra a mis brazos; me clava las uñas mientras siento cómo me abro paso en su estrechez. Su vulva se percibe caliente, resbaladiza, apretada, perfecta creo que es la palabra justa.
La miro fijamente y me entierro un poco más, y más..., hasta que siento que ya no puedo introducirme más adentro.
Separo mi cuerpo y admiro la unión de nuestros sexos; es maravilloso ver cómo la poseo. Con mis manos, me aferro al interior de sus muslos y los abro para encajar mejor mis caderas. Me muevo dentro y fuera de ella sin apartar la vista de mi intromisión. Roto las caderas y cambio el ritmo, suelto sus piernas y me inclino sobre su cuerpo, porque su boca entreabierta es una tentación. Ella se acaricia los senos por encima de la ropa, creo que estoy enloqueciéndola. La beso, allano su boca con mi lengua, juego con ella mientras la giro recorriéndola y ambos comenzamos a gemir sin control. Me muevo más fuerte, sin cuidado, salgo rápido y entro profundo, noto cómo mis acometidas la deslizan sobre el sofá, pero no puedo parar, quiero hacerle sentir lo desesperado que me tenía, quiero hacerle sentir cuánto placer estoy dispuesto a darle.
—Es perfecto, no pares, no te detengas.
—¿Te gusta?
—Me fascina.
Sigo moviéndome, sigo devastando el camino con mi pene, continúo con el ritmo que me pide porque estoy dispuesto a complacerla, quiero saciarla.
Arquea su espalda, tensa sus brazos y me oprime los omoplatos; sé que está a punto de correrse, y entonces intensifico mis movimientos mientras combino con la rotación de mis caderas. Jadeamos con más fuerza, nos falta el aliento; ella grita y sé que ha conseguido el orgasmo; en ese momento, mientras la veo gozar, me entrego a la sensación de sublimidad que me provoca la visión de su rostro
sonrojado de placer, y me dejo ir también... Gruño, grito, es casi una queja involuntaria lo que sale de mi boca, pero el placer es enorme e intenso.
Caigo sin fuerza sobre sus pechos, mientras me muevo más despacio acompañando mi eyaculación. La siento tensarse cuando se da cuenta de que estoy corriéndome dentro de ella, y sé que ha conseguido otro orgasmo porque no deja de acompañar mis meneos. Una exhalación espontánea se escapa de pronto de su boca y la deja sin aliento.
Nos quedamos quietos, nuestros cuerpos permanecen inertes, exánimes, casi demolidos. Levanto la cabeza y me quedo mirándola; es hermosa. Rozo con mi nariz la suya y ella me acaricia el rostro con una mano. Se la ve feliz, satisfecha, y eso me hincha de orgullo porque sé que soy el que ha propiciado ese rubor en su rostro. Le doy un tierno y ligero beso en los labios y la cojo por la cintura sin salir de ella, me pongo en pie y la llevo hasta la cama, donde la deposito con cuidado. Me separo porque debo hacerlo y entonces, sin quitarle los ojos de encima, comienzo a desvestirme. Le he dado placer, ahora la honraré con mi cuerpo. Voy a cuidarla.
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