miércoles, 30 de septiembre de 2015

DIMELO: CAPITULO 12



Mis pensamientos se convierten en un cataclismo incesante mientras subimos la escalera hasta el saloncito del altillo.


«Creo que le gusto. Me lo pone difícil, pero sé que no le soy indiferente.»


La verdad es que, aunque me moleste reconocerlo, mi bóxer ya habría volado si me hubiera dado la oportunidad. Lo peor de todo es que sé que esta mujer es una complicación. Es histérica y egocéntrica, pero también muy hermosa, y lo sabe.


«Pedro, controla tu adrenalina.»


No debo ponérselo fácil; en definitiva, son todas iguales: siempre anhelan lo que no pueden tener, así que mejor no insistir con la cena, no se lo pediré más. Debo dar a entender que no me interesa, eso sin duda dará buenos resultados. Siempre los da.


«Embrague y freno, es lo que necesitas colocar en este momento, porque creo que estás olvidando un pequeño detalle: ella tiene pareja, y esto es sólo un flirteo.»


Mi conciencia a veces no es mi mejor aliada, ya que suele pensar demasiado las cosas.


Lo cierto es que, a pesar de muchas horas de terapia, no consigo dejar esa costumbre de lado. Mi analista siempre me dice «Pedro, no es bueno pensar tanto las cosas. Deja que pasen y luego busca soluciones».


Creo que éste es un momento de esos en los que debo dejar de pensar y esperar lo que venga.


Estoy analizado la misma situación desde muchos ángulos antes de actuar, y sencillamente se puede convertir en una conducta contraproducente.


André interrumpe mis pensamientos:
—Bien, tengo preparado un PowerPoint con las localizaciones, ¿lo vemos? —nos consulta mientras coge el mando a distancia.


—Sí, por favor —dice Paula, entusiasmada, mientras se cruza de piernas en el sofá y coge su plato para apoyarlo sobre su regazo.


Se encuentra sentada a mi lado y, aunque quiero desviar mi vista, es imposible dejar de admirar su perfecto perfil; he quedado sentado en diagonal al televisor y ella está en mitad de mi campo visual... Una causalidad... ¿o una casualidad?


Aún me siento molesto por cuando me metió la tempura en la boca; de haber sabido reaccionar más deprisa, le habría chupado los dedos.


«Aaah, sí, eso la hubiera descolocado; maldita cola de gamba, que se me atravesó en el camino.»


Me descalifico por la falta de agilidad.


La presentación de imágenes comienza, y son sitios paradisíacos. Mientras las diapositivas avanzan, todos estamos concentrados en las explicaciones que André nos ofrece y las ideas que le surgen para cada lugar. Mi amigo, sin duda, es un gran fotógrafo, porque, incluso sin haber tomado la imagen, con su explicación ya podemos imaginarla.


—¿Qué te parece, Paula?


—Me encanta. ¿Te gusta, Estela?


—Creo que tú y Pedro os veréis increíbles en esos escenarios.


—Y a ti, ¿te gusta, Pedro? Dinos, ¿qué opinas?


—Los lugares son bellísimos y, si todo queda como lo ha explicado André, creo que visualmente apareceremos en un paraíso, donde el vértice de todo será la sensualidad de nuestros cuerpos enmarcados por esos paisajes.


—Por eso la campaña se llama Sensualité —interviene Estela—. La colección de la nueva temporada es muy sensual, tanto la de hombre como la de mujer. Como sabes, la ropa de otoño e invierno no suele resaltar tanto las formas como la de verano, pero en esta colección hemos hecho
hincapié en eso y es lo que queremos demostrar con la campaña, que uno puede verse sensual con mucha o con poca ropa; por eso, aunque haremos exteriores con poca ropa, también los haremos con mucha, para demostrar que no hay diferencia en la sensualidad.


—Estela es nuestra diseñadora creativa principal, en sus diseños se basa siempre el resto de la colección. Es mi hada madrina: hace dos o tres diseños y sobre ellos trabaja el resto de los diseñadores. Ella siempre es el distintivo en nuestra marca —me informa Paula, mostrando
claramente el orgullo que siente por su amiga. Ambas se estiran para cogerse de las manos.


—Brindemos —sugiere André, y ella y yo nos carcajeamos sin que los demás entiendan nuestra comicidad.


—¿Podríais contarnos el chiste para que nos riamos todos? Desde que habéis llegado, no habéis parado de reíros —bromea Estela.


—También lo he notado —interviene André—. Bien dicen que el que solo se ríe, de sus picardías se acuerda.


No contestamos; ella se muerde el labio y yo descorcho el Dom Pérignon para servir cuatro copas. Le entrego la primera a ella, mirándola a través de mis espesas pestañas, y reparto el resto; brindamos por mi contrato, por las localizaciones, por la campaña y por Saint Clair. Al final, con
tanto brindis, se nos acaba el contenido de las copas, así que recargo la bebida. Terminamos de cenar entre bromas y risas; lo estamos pasando realmente muy bien. André y Estela juntan los platos, ya que nosotros los hemos traído, y se disponen a servir el postre.


—¿Tu novio sigue de viaje? —Noto un leve titubeo antes de que me conteste.


—Sí.


En ese momento percibo la vibración de mi teléfono en el bolsillo, así que dejo apoyada sobre la mesa la copa que sostengo en una mano y saco el iPhone para ver quién me llama. Miro la pantalla, suspiro profundamente y me pongo en pie para contestar; tras rodear la mesa, bajo la escalera para salir al jardín y hablar con libertad.






DIMELO: CAPITULO 11





Hace fresco. Por la tarde se ha desatado una lluvia de verano que ya ha pasado, pero que ha sido suficiente para que la temperatura haya descendido de manera brusca; el ambiente huele a hierba y a tierra mojada, tal vez por la proximidad con los jardines de Luxemburgo. Cruzo la callejuela a toda prisa esquivando los charcos. No he podido conseguir estacionar en la calle dʼAssas; me encuentro
en el corazón mismo del distrito seis, en el barrio de Saint-Germain. Cuando me acerco para tocar el timbre del apartamento de André, advierto que un coche que estaba aparcado sale y, en su lugar, estaciona otro; al momento reconozco el automóvil de Pedro, y decido esperarlo para llamar.


—Hola, Pedro.


—Hola. —Nos saludamos con un beso en la mejilla y ambos reparamos en el paquete que el otro carga.— Lo prometido —digo de manera bromista mientras saco una de las botellas de la bolsa—: Dom Pérignon rosado cosecha 2002, la joya de la bodega, para brindar por tu contrato.


—Creí que mi champán era para brindar por mi contrato, y el tuyo, para hacer un brindis por la campaña —dice mientras extrae un Pommery Brut Royal de la bolsa.


—Te concederé el honor de brindar con Dom Pérignon, y te demostraré que Saint Clair no escatima en gastos para dar la bienvenida a sus empleados.


—O sea, que estás realizando un uso indebido de los fondos de la compañía. ¿Acaso... piensas pasarlo como gastos de empresa?


—Eso sería como robarme a mí misma, ¿no crees? Ésta es una atención personalizada.


—Vaya, me siento un empleado agasajado. Gracias por la cortesía.


Me mira por un momento y luego nos reímos. Paul toca el timbre y André no tarda en venir a abrirnos.


Entramos en el acogedor apartamento de Bettencourt; me fascinan los retratos que cuelgan de las paredes: hay muchas fotografías a contraluz, algunas de desnudos, pero ninguno resulta ofensivo ni mucho menos vulgar. André es muy bueno en lo que hace, por eso no quiero dejarlo escapar.


Siempre consigue que mis campañas destaquen, que se distingan claramente de las de la competencia; muchos ya han empezado a copiarnos.


—Toma, André, ponlas en la nevera.


Le entrego las botellas y luego Pedro le entrega las que ha traído él. En cuanto André se da la vuelta para dirigirse a la cocina, volvemos a sonreír con complicidad. Mi amiga aparece de pronto y creo que nos pesca en pleno coqueteo.


—Estela, ¿ya estás aquí? No he visto tu coche.


—Lo que pasa es que lo he dejado en el garaje —me informa mientras baja la escalera y nos saluda a ambos.


A pesar de que ha contestado a mi pregunta, entiendo claramente la mirada de Estela: no cabe ninguna duda de que ella ha advertido las nuestras y ese magnetismo que nos cuesta cada vez más disimular.


Después de que esta tarde Pedro se fuera de mi despacho, me he quedado pensando largo rato en él y me he dado cuenta de que hay algo en este hombre que me atrae. Pero de la misma forma que lo entiendo, también me he percatado de que es un imposible; es bien cierto que es atractivo, carismático, quizá hasta me atraiga lo grosero que puede resultar, y asumo que tiene un no sé qué que me cautiva... Me encanta cuando me lleva la contraria pero, aun así, es lógico considerar que yo estoy atravesando un momento en mi vida en el que necesito estar sola, y sobre todo sin complicarme la vida con ningún hombre, mucho menos con un empleado mío. Además, mi ruptura con Marcos me hace ver que, para lograr mis objetivos, lo mejor es continuar sin tener que preocuparme por nada que no
sea mi crecimiento profesional. Miro a Pedro, que no para de carcajearse por lo bajo y hacerme caídas de ojos sin importarle que Estela esté con nosotros; la verdad es que yo también estoy algo tentada y, por más que lo intentamos, parece que no podemos parar. Por suerte suena el timbre y eso nos devuelve a la realidad.


—Debe de ser el servicio de comida a domicilio —dice André a la vez que cierra el congelador para salir a atender la llamada.


Pedro se quita la chaqueta; lleva puesta una camiseta gris oscuro, y no puedo apartar mi vista de él, pero me obligo a hacerlo. Se dirige hacia el equipo de música y selecciona una canción de One Republic, Couting Stars, que de inmediato inunda la atmósfera.


—¿Qué son esas miraditas? Exijo saberlo todo. —Estela me habla al oído aprovechando que Alfonso está de espaldas a nosotras; luego me arrastra hacia el jardín de invierno con vistas a la terraza, donde está situado el comedor del apartamento. Como conozco a mi amiga, sé que tiene toda
la intención de que podamos farfullar con más libertad.


—Nada, simplemente una broma por el champán.


—Pedro te tiene ganas, sé lo que digo.


—No lo creo; él está seduciendo continuamente, es sólo eso... Y si fuera algo más, no tiene ninguna oportunidad.


—Si yo fuera tú, se la daría. Marcos ya es historia.


—Marcos ha sido mi pareja durante dos años; quizá sea historia, como tú dices, pero es precisamente por eso mismo por lo que no estoy dispuesta a entablar nada tan pronto, por más insignificante que sea.


—¿Insignificante? Paula Chaves, ¿llamas insignificante a ese pedazo de ejemplar?


—Me refiero a lo que pudiera pasar.


—Ah, o sea, que él no te parece insignificante.


—Basta, deja de tergiversar mis palabras.


—No las estoy tergiversando, simplemente trato de entenderte, porque si él no te parece insignificante, es obvio que lo que pudiera pasar tampoco lo sería.


—Estela, acabo de salir de una relación, ¡por Dios!, ¿de qué hablas?


—Intento darle sentido a tus palabras. Ahora, contéstame: si Marcos fuese tu pasado lejano, ¿Alfonso tendría alguna oportunidad?


—No, Pedro no es mi tipo.


—No es cierto que no sea tu tipo; está para comérselo y ya he visto cómo lo miras.


—Tú ves lo que deseas ver. Además, es un empleado de Saint Clair.


—Un contratado externo.


—Es lo mismo.


—No lo es y lo sabes perfectamente; cuando acabe la campaña, su contrato con Saint Clair terminará y...


André pasa en ese preciso momento con los paquetes hacia la cocina.


—Te ayudo, André —digo a propósito para librarme de mi amiga. Estela puede ser un perro de caza cuando se lo propone, y sabe exactamente cómo hacerlo para cambiarle el sentido a mis palabras, pero no voy a permitírselo. Tengo muy claro que no quiero ninguna relación con nadie y ella no me hará cambiar de parecer.


Pedro se acerca también para colaborar; introduce los postres en el congelador, a la vez que saca hielo para preparar el cubo para el champán. Intento concentrarme en lo que hago y desempaqueto la comida para preparar los platos que André me alcanza del aparador.


—¿Por qué no comemos en la salita de la televisión? Así podremos ver las localizaciones mientras tanto —sugiere Estela, que también se une a los preparativos de la cena.


—Me parece perfecto —nos hace saber André mientras se acerca y le planta un beso en los labios; la actitud toma a Estela por sorpresa. Es la primera vez que él se muestra cariñoso con ella delante de nosotros.


Nos quedamos solos unos minutos; tengo a Pedro de pie a mi lado y puedo embeberme de su aroma, tan particular, mezclado con el perfume y el detergente de la ropa; me encanta el olor que desprende, es adictivo. Cuando me saludó en la calle, incluso aspiré con fuerza para guardar esas reminiscencias; huele a lavanda y a madera seca exótica, mezclado con notas ozónicas de Calone que evocan el agua. Sacudo la cabeza para desprenderme de mis pensamientos; no es lógico ni cuerdo sentir así, teniendo en cuenta lo que le he dicho a mi amiga. Pero, aunque lo intento, no lo consigo.


Estela y André se ocupan de trasladar las cosas al altillo. 


Sigo con mi tarea y, tentada, pillo por la cola una tempura de gamba y la muerdo; son mi debilidad, me encantan. En ese instante se me ocurre molestar a Pedro, así que el pequeño bocado que ha quedado en mi mano se lo meto en la boca,
cogiéndolo por sorpresa. Me mira mientras lo mastica, pero no hace ningún comentario.


—Creí que la comida japonesa no te gustaba.


—El arte de esta fritura es europeo. —Sonríe mientras traga y después continúa explicándome —: La tempura es una fritura europea, introducida por misioneros portugueses en Japón a mitad del siglo XVI, si la memoria no me falla. Es un plato originario de Europa, y no es así como se come. La
verdadera tempura se ingiere recién salida del aceite, por eso es aconsejable comerla en la barra de un restaurante, o en casa, recién preparada; es primordial que llegue al comensal bien caliente, sin rastro de aceite y dorada; la pasta tiene que transparentar los colores de lo que hay debajo.


«Maldito engreído, me encanta ese aire de sabelotodo que asume al hablar. Pero, por mi bien, no es bueno que me guste tanto.»


—Pareces saber mucho de cocina.


—Me gusta saber lo que consumo, y la historia de las comidas forma parte, claramente, de la tradición de cada país. Si te decides a aceptar mi invitación, puedo llevarte a comer tempura a un lugar donde apreciarás la diferencia.


—Recuerda que sólo tomo Dom Pérignon.


—En ese caso, tú pagarás el champán, y yo, la tempura. Ya te lo he dicho: no me quita el sueño, y mucho menos la hombría, que me pagues una botella de Dom Pérignon. Por el contrario, me relajaré para disfrutarlo, y me alegraré de que puedas pagarla y compartirla conmigo.


«¿Qué se supone que una debe contestar en una situación así? Lo cierto es que jamás daré mi brazo a torcer ni reconoceré que tiene razón.»


—¿Siempre eres tan inmodesto?


—Mmm..., la verdad, no siempre soy así. —Agita la cabeza sin quitarme la vista de encima; me mira sin disimulo los labios—. Te aseguro que puedo serlo más.


—Vamos, dejad la charla y traed los platos —dice de pronto André asomado desde el balcón del altillo.







DIMELO: CAPITULO 10





Llego a las oficinas de Saint Clair puntualmente. Me siento esperanzado, al parecer comienzo a creer que mi suerte está cambiando. Entro en el recibidor y me acerco hasta el mostrador, donde se encuentra el portero del edificio, a quien le indico con mucha sencillez adónde me dirijo. Tras
revisar que tengo cita, el hombre me deja pasar y me señala el piso al que debo ir.


Bajo del ascensor en la planta cuarenta de la Torre GAN, donde se ubica Saint Clair, y camino con seguridad hasta entrar en la recepción. Ya estuve aquí cuando me presenté a la selección de modelos; claro que ahora estoy mucho más tranquilo que ese día.


La empleada de cabello castaño que me atiende con mucha cordialidad parece una modelo extraída de alguna revista de moda, lo que me lleva a pensar que aquí hacen castings para que todos los empleados luzcan de esa forma. Intento hacer memoria, pero no la recuerdo de la otra vez que
estuve, quizá sea nueva. Le facilito mi nombre y a continuación revisa un papel mientras persigue con su índice la lista; cuando parece encontrar el mío, levanta la vista y me doy cuenta de que le gusta mi aspecto, porque se sonroja; luego intenta recomponerse y me dice:
—Monsieur Alfonso, lo están esperando en Recursos Humanos; debe subir una planta más y preguntar por el señor Borin. Puede utilizar el ascensor que se encuentra en el pasillo y que es de uso interno. Le anuncio de inmediato.


—Perfecto, muchas gracias. —Le guiño un ojo haciendo alarde de mis encantos, y ella sonríe abiertamente.


Cuando salgo del ascensor en la planta cuarenta y uno, me acerco hasta el escritorio más próximo y le explico mi situación a la mujer que se encuentra allí; la joven, de inmediato, me indica el camino. Doy con la puerta de la persona que debe atenderme; mientras llamo con los nudillos, leo el cartel: «Remi Borin, director de Recursos Humanos». Rápidamente, una voz desde dentro me invita
a pasar.


—Buenos tardes. El señor Alfonso, ¿verdad?


—Así es. Encantado, señor Borin.


Nos saludamos con un apretón de manos y luego el hombre me invita a sentarme. Sin más rodeos, nos referimos a lo que me ha traído hasta este lugar: me tiende una copia del contrato para que pueda leerla y lo hago sin demora; todo está estipulado claramente y no es un contrato muy
extenso, por lo que no tardo demasiado; además, estoy familiarizado con estos papeleos, así que sé
exactamente a qué debo prestar atención. En él se detalla en qué consiste mi trabajo, cuáles son los eventos de promoción a los que deberé asistir, se estipula también todo lo referente a la exclusividad de mi imagen y, además, la remuneración que percibiré por el trabajo; obviamente eso es lo que en realidad me importa. Releo el resto de las cláusulas y todas me parecen razonables, así que le expreso
mi conformidad al señor Borin y entonces ambos firmamos al pie del contrato.


—Esto es todo, señor Alfonso, esta copia es suya. Le doy la bienvenida al staff de Saint Clair. — Nos damos un nuevo apretón de mano—. Me han dicho que le indique que, tras cumplimentar su firma, debe dirigirse a la planta cuarenta, lo están esperando en el despacho de dirección general.


—Perfecto, muchas gracias, ha sido un verdadero placer.


Bajo por el ascensor interno y la recepcionista me indica dónde se encuentra la oficina de la directora general de Saint Clair. Al llegar me atiende su secretaria, otra belleza despampanante.


«Definitivamente hacen castings de empleados, porque la que estaba en la planta de arriba tampoco estaba para despreciar», confirmo para mis adentros al observarla.


La empleada me anuncia con prontitud, Paula, sin tardanza, le indica que puedo pasar y ella me lo hace saber.


—Gracias, Juliette —Leo su nombre en la placa que está sobre su mesa y me dirijo hacia la puerta que me ha indicado.


El despacho de Paula se encuentra en un ala separada del resto de la planta; todo es muy moderno y estético en ese sector. Llamo a la puerta y una voz armoniosa, pero cargada de energía, me da la entrada.


—Buenas tardes, señor Alfonso..., Paul, bienvenido a Saint Clair, ya me han informado de que su contrato con nuestra firma es un hecho.


—Así es, señorita Chaves. —Agito el pliego de papeles que traigo en una mano, demostrándole que lo que dice es totalmente cierto.


Ella me ha saludado con solemnidad, así que de la misma forma la saludo yo. En el despacho hay otras dos personas que la están peinando y maquillando, creo que los tengo vistos del casting; no obstante, en el momento en que entro, la liberan por unos segundos para que Paula pueda
tenderme la mano. Con total corrección, y no me esperaba otra cosa tras oír su saludo indiferente, me presenta a esas personas sin ninguna pompa y luego me indica:
—Tome asiento, Pedro.


—Gracias.


El despacho es enorme y está decorado de forma minimalista: las paredes de cristal y acero le otorgan un aspecto de laboratorio, y el escritorio es una verdadera pieza arquitectónica hecha de cristal; detrás de Paula, a través de los ventanales que van del techo al suelo, se puede ver París sin ninguna interrupción, magnífica y asombrosa; no obstante, los muebles oscuros concuerdan con la frialdad del lugar. Pienso que no parece el despacho de una dama, pero Paula es una caja de sorpresas y no me extraña del todo que su despacho sea así. Empiezo a darme cuenta de que no es la típica mujer romántica que dibuja corazoncitos en el margen de la hoja mientras habla por teléfono.


Sigo escudriñando la estancia sin disimulo.


—Vasili Kandinski.


—¿Cómo dice?


—El pintor de ese cuadro, el padre del expresionismo abstracto. Uno de mis pintores favoritos.


—Creo que se sorprende de que lo reconozca y yo entiendo entonces que la frialdad de la oficina es, sin duda, para destacar esa maravillosa obra de arte cargada de colores.


—Exacto, me gusta mucho su obra; en mi casa tengo otros cuadros suyos. 



—Me satisface saber que tenemos un punto de coincidencia.


—Una sinfonía de líneas y colores de cálida geometría cromática.


—Increíble descripción. —El golpeteo en la puerta interrumpe nuestra conversación de arte—. Adelante.


No me extraña que André entre acompañado de Estela; ya he advertido las luces y el trípode con la cámara fotográfica que hay aquí. Mi amigo me abraza efusivamente al verme; de igual modo, Estela se muestra muy cordial.


—Hola, Pedro, ya eres formalmente la cara de la próxima temporada de Saint Clair.


—Así es, vengo de firmar el contrato.


—Estupendo, te doy la bienvenida.


—Muchas gracias, Estela.


—Haremos algunas fotografías con Paula —me informa inmediatamente André, y al instante ladeo la cabeza hacia ella para mirarla. Contengo la risa porque la pillo estudiando mi vestimenta: llevo un pantalón azul de lino italiano ajustado y una camisa beige con cuello clásico; los puños tienen una solapa interna de color azul marino, que al estar doblados combinan con el pantalón, y completa mi atuendo una chaqueta azulina.


—Estela lo acompañará para que pueda cambiarse —me dice de pronto, justificando su inspección.


Me sonrío y asiento con la cabeza; luego, sin decir palabra, sigo a Estela, que me lleva hasta un recinto donde nos está esperando una joven a quien me presenta como la encargada de vestuario.


—Cécilie te ayudará a encontrar el estilo para las fotos que haremos.


—Estupendo. Me pongo en tus manos, Cécilie.


—Gracias por la confianza.


Me asombra el despliegue: todo parece estar muy cuidado y es obvio que yo no entiendo nada de este mundo tan nuevo para mí.


Elegimos juntos las prendas y luego la joven me deja solo para que pueda cambiarme. No tardo demasiado en vestirme, y por fin regreso al despacho de la directora general. Ahora visto un pantalón de sarga elástico de algodón de color negro, una camiseta con escote en pico de color blanco, la cual por consejo de Cécilie me he introducido en el pantalón a la altura de la hebilla del cinturón; también llevo una chaqueta de lino en gris claro, que al parecer es el complemento perfecto, y, como accesorio de mi vestimenta, llevo un fular en gris marengo, que combina con un
pañuelo que asoma del bolsillo. En los pies me he puesto unas botas negras de vestir acabadas en punta, todo de la línea Saint Clair.


Llamo a la puerta y nuevamente esa voz cautivante que llevo grabada en el cerebro me da paso.


—Guau, ahora sí que tienes la pinta de todo un chico Saint Clair —aprecia Estela en cuanto hago mi entrada. Ella siempre es muy efusiva y amistosa.


Miro de reojo a Paula, y alcanzo a vislumbrar una sutil sonrisa que evidencia deleite; sonrisa que, por supuesto, intenta disimular, pero que sus ojos no logran ocultar por completo. A continuación, André y Estela hacen que me siente para que me maquillen; me muestro reticente, pero
ellos insisten en que mi piel tendrá un mejor acabado en la fotografía con un poco de maquillaje.


Sumida en una postura apática, la directora permanece callada y esperándome, mientras revisa unas carpetas. Con mi renuencia consigo arrancarle una promesa al maquillador, que me asegura que será poco el maquillaje que me aplicará; resignado, finalmente decido confiar en sus manos. 


Observo a Paula disimuladamente y advierto que de vez en cuando levanta la vista y me mira desde el sillón donde se ha sentado; creo que está divirtiéndose conmigo. Para completar mi transformación, también me peinan: me colocan unas pinzas para dominar mi alborotado y voluminoso cabello, que retiran tras aplicarme laca fijadora. 


La intención es que tenga un aspecto desordenado, pero no tanto.


Me siento extraño, no estoy acostumbrado a esto, y mi actitud algo machista me hace sentir un poco incómodo.


—Deberás acostumbrarte —señala de pronto Paula, mientras sonríe y me mira; interpreto en su rostro un deje de piedad hacia mí—. Habrá veces que te maquillarán mucho más —asegura incluso más risueña mientras muerde un lápiz.


—¡Dios! ¿En qué me he metido? —Elevo la vista hacia el techo—. Siempre he sido muy machito para andar usando maquillaje.


Todos se carcajean. Paula aparta los papeles y se pone de pie mientras acomoda su falda.


No puedo dejar de considerar que está de infarto; en realidad, no más que siempre, ¿o sí? Lo cierto es que ese vestido de cóctel en encaje azul cielo con algunas trasparencias la hace parecer una divinidad; me doy cuenta de que, con todo el despliegue anterior, no había tenido tiempo de admirarla tan detenidamente, así que la recorro con la vista de punta a punta. Me embrujan las sandalias altísimas de color blanco que lleva puestas; sus piernas, que ya son largas, se ven interminables. Creo que me embobo un poco viéndola y presumo que la mandíbula se me cae; cuando me doy cuenta de mi expresión, ruego que ninguno de los allí presentes lo haya notado.


—Eso son mitos, mi vida —apostilla quien me peina, y me saca de mi ensoñación—. Yo no uso maquillaje, soy un macho, y también soy gay.


Las risas truenan más fuertes.


Cuando terminan de prepararme, me pongo en pie y vuelvo a colocarme la chaqueta, que me había quitado para estar más cómodo. Solícitamente, Estela me acomoda las solapas y el fular. En ese instante, Paula se acerca a mí para que nos saquemos algunas fotos juntos. Nos colocamos contra una de las paredes, donde se encuentra colgado un vinilo con logos de la marca, y entonces André comienza a disparar su cámara incansablemente mientras posamos para él.


—Listo, creo que son más que suficientes —nos indica mi amigo tras algunos minutos.


En ese momento se oye la voz de la secretaria de Paula a través del interfono.


—Han llegado los periodistas.


—¿Periodistas? —No estoy preparado para eso. Por lo visto se han olvidado de avisarme, ¿o tal vez debería haberlo imaginado? Lo cierto es que no tengo ni idea de cómo enfrenta la prensa un modelo, pero intento relajarme.


—Son tan sólo tres periodistas, pertenecen a los medios escritos más importante de la moda. Y no debes preocuparte, todos son personas muy agradables, los conozco. Tú déjame hablar a mí, luego te harán unas pocas preguntas... Seguramente querrán saber cómo fue tu elección. Sé amable, sonríe, muestra tu encanto, sólo eso —me explica Paula dándome seguridad.


—Estupendo, creo que podré hacerlo.


—Desde luego, Pedro, no espero otra cosa de ti.


—Gracias por la confianza, no te defraudaré. ¿Cuento lo del choque?


—Obviemos esa parte, mejor.


Se sonríe y entrecierra los ojos articulando una mueca divertida.


—Lo supuse; descuida, un caballero no tiene memoria.


Me sonríe seductoramente mientras agita la cabeza y habla por el interfono.


—Haz que pasen, Juliette.


Paula no deja de sorprenderme; esa mujer es una ida y vuelta constante de actitudes. Lo que ocurre, al parecer, es que no se decide respecto a cómo tratarme: a ratos es formal e impersonal, y otros es cálida y considerada. La entrevista no se alarga mucho; los periodistas se van y volvemos a quedar nuevamente los cuatro solos. Con celeridad, André comienza a desmontar sus equipos y lo
ayudo.—Reina, ya tengo elegidas todas las localizaciones para la campaña.


—Cuéntame, André. —Paula se muestra muy interesada.


—Ahora no tengo tiempo —dice él mientras vuelve a mirar la hora—. Debo llegar a mi estudio... exactamente en veinte minutos. Es obvio que, si no espabilo, no lo conseguiré. Por eso... ¿qué os parece si esta noche cenamos en casa? De paso festejaremos el contrato de Pedro, y también te
mostraré todos los lugares que he encontrado.


Paula y yo nos miramos casualmente.


—Me parece una excelente idea.


Estela es la primera en estar de acuerdo y no se preocupa de ocultar su entusiasmo.


—Por mí, no hay problema —intervengo utilizando un tono neutro.


—Vale —dice Paula finalmente—. Deseo comer comida japonesa.


—No me gusta la comida japonesa. Lo único que me chifla de esa gastronomía son las tempuras.


—Me preocupo de dejar bien claro eso; ella no me va a condicionar, a mí, a comer algo que me desagrada.


—¡No puedo creer que no te guste!


—¡No puedo creer que a ti sí! —le retruco, utilizando el mismo tono que ha empleado ella.


—Bueno, dejad de discutir por estupideces. Tú, Paula, tendrás tu comida japonesa, y tú, amigo, ¿qué deseas comer?


—Cualquier cosa menos comida japonesa.


—Tú, Estela, ¿algo en especial?


—Por mí no hay problema.


—Suerte que existen el servicio de comida a domicilio, porque, con amigos tan complicados como vosotros tendría que tomar clases en un curso de chef.


—Llevaré champán —presumo porque sé que se estila que el hombre lleve la bebida.


—Sólo tomo Dom Pérignon —acota Paula.


—Pues en ese caso tendrás que comprarlo tú, no estoy en condiciones de pagar una botella de Dom Pérignon. —Mujer pedante... Otra vez se muestra como una ricachona caprichosa y me enerva que no se ubique.


—Yo me voy, resolved vosotros lo del champán. Nos vemos esta noche, os espero en mi casa a las nueve.


Estela se va tras André; utiliza como excusa ayudarlo con los bártulos para seguirlo, pero estoy seguro de que es para despedirse de él; esos dos últimamente no paran de hacerse arrumacos.


—También me voy, debo ir a cambiarme —anuncio apenas nos quedamos solos con el fin de olvidar lo del champán.


—Esta ropa es tuya —me dice agitando la mano, mientras emplea un gesto desdeñoso—, regalo de la casa. Seguramente Juliette tendrá la que traías puesta, ella te la entregará. Pasa cuando quieras por la casa matriz, en la avenida Montaigne, así podrás elegir ropa; lo que te guste y sin límite. Necesitamos que vistas con nuestra marca.


—Perfecto, recuerdo haberlo leído en el contrato.


—Pareces tener buena memoria.


—La suficiente cuando es necesario tenerla. Soy un caballero y sé que en algunos momentos es preciso perderla.


Es obvio que la he puesto a pensar, porque no se contiene y me pregunta:
—¿Y la pierdes a menudo?


Sonrío sin mostrar los dientes y frunzo un poco los labios mientras me acaricio la nuca.


—En este momento... la he perdido. —Noto cómo mira mi boca y se sonríe.


—Yo llevaré el Dom Pérignon —dice ella de pronto—, la campaña de Saint Clair lo merece.


Me siento triunfante; le tiendo la mano para despedirme y ella extiende la suya. Sorprendiéndola, se la cojo entre la mía y me inclino para besársela.


—Soy un caballero, pero no me quitará el sueño que una dama me pague un Dom Pérignon.
Después de todo, también pagarás mi sustento diario, ya que eres quien paga mi sueldo, ¿no?


—Y aún debo pagarte el arañazo del coche.


Retira su mano y coge una pluma muy lujosa. Quiere demostrarme que el dinero no tiene importancia para ella, está intentando indicar que estoy por debajo de su estatus. 


Pero yo sé que, en realidad, lo hace porque se siente insegura ante mi flirteo.


—No te vayas aún, déjame extenderte un cheque para cubrir eso.


—No es necesario.


—Sí lo es.


—Te digo que no.


—Pero quiero pagarte.


—Me has pagado dándome el trabajo.


—El trabajo te lo he dado porque eres el adecuado para hacerlo. No tiene nada que ver.


—¿Quieres pagarme? Acepta salir a cenar conmigo —lanzo la invitación, pero sé que no aceptará; sólo quiero descubrir cuánta inventiva tiene para poner una excusa.


—Estos días tengo mucho trabajo.


—Sin embargo, hoy irás a casa de André.


—Es por trabajo, me enseñará las localizaciones a las que viajaremos para hacer las fotos de la campaña.


—En ese caso, seguirás en deuda conmigo, porque no pienso aceptar un cheque. Adiós, Paula. Nos veremos esta noche.


Doy media vuelta y me voy sin darle la oportunidad de contestar.