domingo, 26 de julio de 2015

EL ESPIA: CAPITULO 10




La conversación de Paula con George Corbin no empezó bien.


—No puedo hacerlo. Está de baja —dijo el jefe.


—Ha vuelto, está aburrido y yo lo necesito para una misión —insistió ella.


—¿De consultas?


—Trabajo de campo, algo que le interesa.


Paula sabía bien que enviar a Pedro a otra misión no sería fácil. Por no decir que el trabajo estaba relacionado con Antonov.


—No, imposible.


—¿Va a dejarle ir o no? Alfonso no quiere el puesto que le hemos ofrecido, por cierto.


—¿Tú esperabas que aceptase?


—No, yo solo intento que vea un futuro en el que Antonov no sea lo único importante, que salga de esta situación con su carrera intacta. Tal vez no me gusta ver cómo uno de nuestros mejores agentes se destruye a sí mismo.


—No se destruirá. Hará lo que le pidamos.


—¿Quién dice eso, él o usted? No está en forma, no está preparado mentalmente para algo que no le importe de verdad. ¿Qué le hace pensar que volverá si lo envía ahora a otra misión? ¿Qué le hace pensar que no acabará hecho pedazos?


—Volverá y no lo hará en un ataúd —respondió Corbin, con voz cortante.


—¿Necesito empezar a pedir favores? ¿O recordar los que se me deben a mí?


—Yo no te debo nada —dijo Corbin.


—En este caso, yo estaría en deuda con usted.


Prácticamente podía oír al hombre calculando qué podría pedir a cambio. Nada bueno.


—Muy bien, de acuerdo, pero dejaré mis objeciones por escrito.


—Gracias, George. Eso era exactamente lo que quería escuchar.


Corbin cortó la comunicación y Paula soltó el teléfono, cerró los ojos y apoyó la cabeza en el respaldo del sillón.


Eso no era lo que quería escuchar.


Si Pedro no volvía con el nombre del topo de Antonov tendría serios problemas.


Varias horas después, había conseguido terminar casi todo el trabajo del día. Sam estaba recogiendo y el único informe sobre el escritorio era el del viaje de Pedro.


Iría vía Varsovia en un vuelo que salía a las cuatro y media de la madrugada. Debía volver cuatro días más tarde, seis días en total. No tendría tiempo suficiente para presentar sus respetos a las familias de los hombres que murieron en la explosión del barco, comprobar la situación de su hijo en Holanda y buscar al topo de Antonov. El arreglo tenía fallos desde el principio.


No empezaba bien.


—El agente Alfonso quería saber a qué hora sueles salir de la oficina —le dijo Sam mientras apagaba el ordenador y cerraba los cajones del escritorio con llave.


—¿Qué le has dicho?


—Me ha dicho que podría pillarte más o menos a esta hora.


La puerta del despacho estaba abierta. Que Pedro hubiera sido capaz de entrar sin que ni Sam ni ella lo hubieran oído dejaba claro que podía moverse de manera muy silenciosa.


Paula asintió con la cabeza, mirando la bolsa blanca que llevaba en la mano. De la bolsa llegaba un olor a chile, albahaca, limón y curry.


—Le has dicho que volverías con comida, ¿verdad?


—Estaba a punto de decirlo —Sam miró a Paula—. Pero no dije que ella fuese a aceptar.


—¿Es una variación del «quieres cenar conmigo»? —preguntó ella.


—O yo puedo comer y tú puedes mirar —dijo Pedro, con una sonrisa de pecado—. Tengo hambre.


—Aparentemente también eres muy frágil, o eso es lo que he estado oyendo todo el día. Espero que esta no sea tu versión de la última cena.


—Si lo fuera habría elegido langosta y no pato.


Pedro miró su boca y ella la suya durante más de tres segundos.


Maldición. Paula apartó la mirada, haciéndole un gesto para que entrase en el despacho.


—Hasta mañana, Sam.


Su secretaria asintió con la cabeza y salió sin decir una palabra.


Pedro se dirigió a una estantería que era en realidad la puerta que llevaba al apartamento privado. Sabía cómo abrirla y no esperó a que lo invitase.


A regañadientes, Paula lo siguió.


No solía usar el apartamento. Había algo de ropa en el armario y una bolsa de aseo en el baño. A veces comía allí, pero no lo hacía a menudo.


—Conoces mi oficina y sabes cuál es mi comida favorita. ¿Qué más sabes sobre mí? —le preguntó, apoyando un hombro en el quicio de la puerta.


—¿Has comido algo desde esta mañana?


—No.


—Ya me lo imaginaba.


Pedro encontró platos y cubiertos en el armario y sacó servilletas de la bolsa mientras ella lo miraba sin decir nada.


—Hoy he comprado un barco.


—¿Qué clase de barco?


—Un velero.


—¿Echas de menos el yate de Antonov?


—Era una fortaleza flotante, no un yate. Y no lo echo de menos, pero sí echo de menos estar en el mar.


—Trabajas en Canberra. ¿Cuándo vas a usar el barco?


—No tan a menudo como me gustaría, pero no seré el único que lo use. Lo he comprado a medias con Elena.


—Ah, qué bien tener hermanos con los que compartir cosas. ¿Tienes algún hermano favorito?


—Elena y yo tenemos casi la misma edad. Es la más cercana a mí en todo.


Y acababa de casarse con su mejor amigo.


—Lena se alistó en el Servicio después de que lo hicierais Damian Sinclair y tú. Formasteis un equipo sólido y fuerte los tres. Tú eras el jefe y, en general, ellos recibían órdenes. Pero entonces Elena recibió un disparo mientras vigilabais un laboratorio de armas biológicas en Timor.


Pedro apretó los labios.


—Así es.


—Damian se quedó cuidando de ella. Tú, por otro lado, desapareciste para buscar a la persona que había disparado a tu hermana.


—Tenía un director de operaciones, así que no desaparecí. Serrin sabía lo que estaba haciendo.


—He leído las notas de Serrin —dijo Paula—. Y, francamente, empiezo a preguntarme quién dirigía la operación.


—De todas formas, no desaparecí. Trabajé bajo las órdenes de mi jefe.


Pedro le ofreció un plato con pato, curry, arroz y verduras.


—¿Dónde está el vino? —preguntó Paula.


—Tú no bebes.


Ella hizo una mueca.


—Tu hermano debería dejar de usar la base de datos del Servicio como si fuera su propia biblioteca.


Sonriendo, se sentó a la mesa y Pedro hizo lo propio.


—¿Qué hay en Bielorrusia?


—Iglesias, ciudades, un gran miedo a la madre patria y un hombre al que Antonov quería impresionar.


—¿Un hombre al que Antonov quería impresionar? —repitió Paula. Las únicas personas que se le ocurrían serían líderes rebeldes o gente en puestos de poder—. ¿Ese hombre tiene un nombre?


—Pau, ni siquiera has probado el pato. Está muy bueno.


—¿Sabes cómo encontrarlo?


—Sí.


—¿Y luego qué?


—Creo que él sabe quién era el topo de Antonov.


—Suponiendo que sea verdad, tendrías que sacarle esa información. ¿Vas a traerlo aquí?


—No pensaba hacerlo.


—Es una opción.


—Es un pez gordo, de modo que no es una opción.


Paula asintió con la cabeza.


—¿Tu hermana sabe que vuelves a Bielorrusia? ¿Y Sinclair?


—No —Pedro siguió comiendo y Paula rozó su pie con el suyo.


—¿Vas a contárselo antes de irte?


—No quiero preocuparlos.


—No contarles dónde vas no hará que se preocupen menos. Pensé que habrías aprendido esa lección.


Pedro frunció el ceño.


—Los llamaré desde el aeropuerto. ¿Satisfecha?


—Es mejor eso que tener a Sinclair y a tu hermana llamándome para preguntar dónde estás. Por cierto, este viaje está documentado, comprueba tu correo. Vas a reunirte con un informador en mi nombre.


Él asintió, con el ceño fruncido, y Paula estudió su rostro; la refinada masculinidad de sus rasgos, los cortes y hematomas que aún no habían desaparecido del todo. Iba a arriesgar su cuello por aquel hombre y aún no sabía por qué.
Un agente que acababa de regresar de una misión, empujado por una vendetta personal, con una profunda sensación de fracaso, un hombre alienado que se reía de la autoridad… ¿y esperaba que se atuviera a las reglas?


No. No lo haría


Lo único que podía hacer era darle el espacio que necesitaba para hacer el trabajo y esperar que volviese de una pieza.


Pedro, ¿de verdad crees que puedes hacerlo?


—Sí.


Paula quería creerlo.


—¿Estás seguro?


—Sí —repitió Pedro—. Sé que probablemente habrás tenido que convencer, manipular y enterrar mi informe psicológico para conseguir que me enviasen de vuelta a Bielorrusia tan rápido, pero no voy a defraudarte. Confía en mí.


Ella asintió con la cabeza porque era una respuesta más positiva que rogarle que volviese con vida.


Luego probó el curry.


—Está bueno.


—Sí.


Terminaron de cenar en silencio. No era un silencio cómodo sino más bien pesado, cargado de preocupación. Mientras Pedro tiraba los platos de plástico a la basura y limpiaba un poco sus hombros se tocaron. El roce de la camisa de pana en la piel desnuda de su hombro hizo que su pezones se levantaran bajo el sujetador.


Tenía una chaqueta en algún sitio… no le iría mal ponérsela y marcharse de allí antes de que la atracción que había entre ellos se convirtiera en un incendio.


—¿Si yo tuviese diez años más te tomarías en serio la atracción que hay entre nosotros? —le preguntó Pedro entonces.


Y ella intentando ignorar el elefante en la habitación…


—No es la diferencia de edad —respondió Paula. Y era verdad—. Dada tu experiencia y tu trabajo, serías una buena elección. Y que estés tan en forma sería un extra.


—¿Hay alguien más en tu vida?


—No.


No lo había habido en muchos años.


—¿Con quién intimas?


—¿Desde el sillón de mi despacho? Con nadie.


—Eso no puede ser sano. ¿Cuánto tiempo piensas estar en ese sillón?


—No lo sé, pero este era mi objetivo. He llegado aquí un poco antes de lo que esperaba y ahora tengo que hacer nuevos planes.


Si no tenía cuidado acabaría revelando que a veces se cuestionaba qué la había empujado a buscar ese puesto y si el poder que tenía merecía todos los sacrificios, las horas de trabajo, la responsabilidad, tener que vigilar los manejos de los que estaban arriba. Podía contar con los dedos de una mano las personas en las que confiaba de verdad.


Incluso Pedro confiaba en más gente que ella.


—Podrías buscar el puesto de directora general o llevar la división completa.


—Podría, pero eso depende de los errores que cometa en mi trabajo y de la política del Servicio Secreto. ¿Vas a ser un error en mi currículo?


—No —Pedro sostuvo su mirada—. Ese no es el plan.


—¿Cuál es el plan? Vienes aquí con comida…


—La gente come aquí todos los días.


—Sí, en la cafetería.


—Nunca he visto a un directivo en la cafetería. Además, podrías haberme dicho que me fuera.


—Y lo haré, cuando me des el nombre de tu informador.


—¿Y qué me darás tú a cambio?


—Permiso para salir de mi despacho y del país.


—Quiero un beso —dijo Pedro.


—¿Porque eso no va a socavar mi autoridad? —se burló Paula.


—Estás un poco colgada con eso de la autoridad, Pau.


—Deformación profesional.


—La última oportunidad —dijo él—. Tú quieres un nombre, yo quiero un beso. Te estoy pidiendo confianza.


—Es un chantaje.


—O un intercambio voluntario —dijo él.


—Si no vuelves, si decides que necesitan tu atención en otro sitio me cortarán la cabeza. Quiero el nombre de tu informador y quiero que vuelvas en seis días, sin la carga de Antonov, con las ideas claras y dispuesto a trabajar.


—¿Entonces me darás un beso?


—Entonces conseguirás mi confianza y, si te sirve de algo, mi respeto. Termina el trabajo, Pedro. Y luego hablaremos de relaciones y de sexo.







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