domingo, 14 de junio de 2015

LA PRINCESA: CAPITULO 21




El segundo viaje a las favelas puso a prueba la paciencia de Pedro.


–Habíamos acordado que era demasiado peligroso –le espetó, entrando en el cuarto de baño mientras ella estaba inclinada sobre la bañera.


Sin corbata y en mangas de camisa tenía un aspecto tan vital, tan sexy que a Paula se le encogió el estómago.


–Le he hecho caso a Ernesto y hemos ido con más seguridad –en privado pensaba que tantas medidas de seguridad eran una exageración, pero no iba a discutir.


–No debería haberte llevado.


–No te metas con él, solo está haciendo su trabajo. Si hubiese intentando detenerme habría ido sin él –no habría sido la primera vez que se evadía de sus guardaespaldas. De hecho, era una experta–. Además, me han recibido estupendamente. He ayudado con las clases e baile y he hablado con el coordinador para revivir el proyecto de fotografía.


No estaba cualificada para impartir clases, pero sabía un poco de fotografía, lo suficiente como para ayudar a los jóvenes que querían tomar parte en el proyecto.


–Pero eso significa ir allí de manera regular.


Paula no se molestó en responder. Sabía que Pedro se enfadaría, pero estaba decidida a hacerlo. Por ella misma, para ayudar a los demás, para hacer algo útil.


Por Pedro también; por el niño huérfano que había sido, luchando para sobrevivir en aquel ambiente hostil. ¿Quién lo había ayudado a él?


Desde que le abrió la puerta de su pasado se había encontrado imaginándolo en esas calles. ¿Era la soledad, la pobreza, lo que lo había convertido en el hombre que era, despiadado, implacable, guardando celosamente su corazón?


–¿Me quieres explicar qué haces con eso? –Pedro señaló al perro al que Paula estaba lavando.


–El pobre necesita un hogar.


–No este hogar –replicó Pedro.


–Entonces buscaré otro para él –Paula hizo una pausa, más nerviosa de lo que esperaba. Había pensado que podría convencerlo–. No tendré ningún problema en encontrar un sitio donde reciban bien a un pobre perro abandonado.


–¿Qué es lo que quieres, Paula?


–Nadie podría acusarme de ser sutil –intentó bromear ella–. El pobre necesita un hogar y yo… en fin, tiene una carita preciosa.


No era solo su necesidad de cuidar de alguien después de haber estado tan sola. Había mirado esos ojitos marrones y había sentido una hermandad con él. Otro ser abandonado, alguien que no tenía sitio en ninguna parte y no esperaba que nadie lo quisiera.


Pedro se acercó y el perro se echó a temblar.


–No lo asustes –le advirtió.


Si podía cuidar de un perro tal vez podría cuidar de su hijo.


 Además, el animal confiaba en ella y no podía defraudarlo.


–No puedes decirlo en serio. Míralo, es un chucho. Si quieres un perro, al menos compra uno de raza.


–No quiero un perro de raza.


–¿Por qué no? Te pegaría más.


–¿Porque soy una princesa?


–Es lo que eres, Paula. No tiene sentido pretender otra cosa.


–¿Eso es lo que crees que hago? ¿Pretender ser alguien que no soy? –exclamó ella, dolida. ¿Eso era lo que creías que hacía al ir a las favelas?


–No, claro que no. Pero míralo –Pedro señaló al animal–. Da igual que lo laves, siempre será un chucho, un perro de la calle.


Estaba tenso, rígido. Solo lo había visto así cuando insistió en que se fuera del barrio de favelas.


¿Porque le avergonzaba que viese dónde había crecido?


No parecía posible. Nunca había conocido a un hombre más seguro de sí mismo que Pedro Alfonso.


Sin embargo, hablaba tan a menudo de su linaje real, como si temiese las comparaciones…


–Seguramente tendrá alguna enfermedad.


Paula negó con la cabeza mientras lo enjuagaba.


–He llevado a Max al veterinario y me ha dicho que está perfectamente.


–¿Max?


–Me recuerda a mi tío abuelo, el príncipe Maximilian –a pesar de la tensión, Paula sonrió–. La misma nariz larga, los mismos ojos marrones.


Su tío abuelo Max había sido un erudito, más feliz entre sus libros que dedicándose a la política, pero siempre había tenido tiempo para ella. Incluso escondiéndola cuando se saltaba las clases de historia de su aburrido tutor. Claro que la historia era mucho más interesante cuando la contaba el tío Max.


Paula parpadeó, sorprendida al sentir que sus ojos se empañaban al recordar esos momentos de felicidad.


Pedro la observaba en silencio.


–¿De verdad te gusta ese animal?


El pobre Max mojado no era gran cosa, pero tenía carácter y personalidad. Incluso ella estaba sorprendida del lazo que había entre ellos dos. Había sido una decisión impulsiva, pero sabía por instinto que hacía bien.


–Me gusta mucho.


–Muy bien, puede quedarse, pero no quiero que entre en el dormitorio.


Pedro salió del baño antes de que Paula pudiese darle las gracias.


–¿Has oído eso, Max? Puedes quedarte.


Los dos habían encontrado santuario con Pedro. Sus razones no eran puramente altruistas ya que quería convencerla para que se casase con él, pero Paula tenía experiencia suficiente como para saber que los actos contaban más que las palabras.


Y se preguntaba si Pedro sabría lo que significaba ese acto de generosidad.







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