lunes, 22 de junio de 2015

EN SU CAMA: CAPITULO 20





Paula se pasó el resto de la jornada trabajando sin parar. No tenía problema porque no estuviera Eva, tan sólo porque tenía el doble de trabajo. Claro que eso a ella no le importaba, ya que le encantaba estar ocupada, le encantaba sentirse necesitada.


En su vida no había tantas personas que dependían de ella o la necesitaban; sus amistades eran más casuales que cercanas. Después, estaban sus hermanos, que siempre habían adoptado el papel de la figura autoritaria. Se reirían si Paula intentara que ellos la necesitaran de algún modo. Por muy frustrante que le resultara, estaba segura de que seguían viéndola como una niña. No como una mujer hecha y derecha. Pero lo era. Era una mujer a la que le encantaban la responsabilidad y las ataduras en el corazón. Sin embargo, no parecía capaz de encontrarlas.


Ese trabajo era estupendo. La hacía sentirse importante. 


Estaba allí sentada, rodeada de cifras y de balances, tan enfrascada en todo ello que estuvo a punto de caerse de la silla cuando una bolsa de Taco Bell apareció de pronto delante de su cara.


—Sólo soy yo —Pedro dejó caer la bolsa sobre el informe con el que estaba trabajando—. Estás mejorando. Esta vez no has pegado un brinco como la última.


No tenía ni idea de por qué le gustaba tanto que él se diera cuenta de que aún estaba un poco sensible. O de por qué su manera de mirarla la hacía sentirse suave por dentro. 


Femenina.


—Ni siquiera te oí marchar.


—Lo sé. Te metes mucho en el trabajo.


—Cuando me centro en algo, no me fijo en lo demás —concedió—. A mi familia no le parece una virtud.


—Pues a mí me parece que está muy bien cuando uno se dedica a la contabilidad. Si fueras controlador aéreo, tal vez fuera distinto…


Ella se echó a reír, aunque cuando vio que él sonreía sintió una emoción en la garganta. Santo Dios, ojalá Pedro hiciera eso más a menudo.


—Bueno… —dijo él mientras se pasaba la mano por el pelo, que se le quedó todavía más de punta—. Me suenan las tripas; es hora de comer.


Paula miró al reloj y vio que era ya la una; no era de extrañar que estuviera algo mareada.


—Entonces, ¿buscaste dinero en la caja de Eva? Porque al jefe no le gusta cuando te gastas dinero en otro empleado —dijo ella.


—Considéralo como pago de los donuts.


—Yo no compré los donuts para que me invitaras a comer —dijo Paula mientras abría la bolsa, de donde salió un delicioso aroma a quesadilla con ternera—. Pero me alegro tanto de que lo hayas hecho… —lo sacó y le dio un buen mordisco—. ¿Dónde está la tuya


Pedro la observó con deleite mientras ella comía, y después le puso sobre la mesa otra bolsa de dónde sacó unos refrescos.


—Se me ocurrió que comiéramos en la sala de personal…


—Ah —avergonzada, Paula se lamió el queso de los labios y se echó a reír—. De acuerdo.


Se puso de pie y se llevó lo que había estado comiendo hasta la pequeña sala que hacía las veces de sala de personal. Había una nevera, una despensa bien surtida de la que sospechaba que Eva se ocupaba y una mesa de madera con cuatro sillas.


Él le retiró una silla para que se sentara. De pronto, ella se sintió un poco nerviosa. Era como si se hubieran citado a comer. Más o menos.


—¿Qué te pasa? —le preguntó él.


—Es nuestra primera cita. Me siento extraña —reconoció ella—. Dado que ya nos hemos acostado juntos.


—Comer en el trabajo no constituye una cita. Y no nos acostamos exactamente.


Dicho eso, Pedro dio un buen mordisco de su taco de pollo.
Intentó no dar nombre a la emoción que experimentó al oír sus palabras, pero le dio la impresión de que se parecía demasiado a la desesperación.


—¿Entonces qué constituiría una cita?


Mientras le añadía salsa picante a un taco hizo una pausa antes de hablar.


—Ni siquiera lo sé. Llevo mucho tiempo sin tener una cita. No desde que…


Desde que lo habían traicionado estando en la CIA. No lo dijo; no tenía que decirlo. Ella detestaba que lo hubieran herido y le asombraban las ideas violentas que se le pasaban por la cabeza al pensar en la mujer que le había hecho eso.


—¿Cómo se llamaba ella?


—¿Su verdadero nombre? ¿O su alias? Yo la conocía como Lorena. Y no salimos en el sentido tradicional. Estábamos siempre fuera del país, en distintas misiones. Tener una cita normal era imposible.


—¿Y antes de ella?


Dio un mordisco y masticó mientras se lo pensaba.


—Detesto reconocerlo, pero no lo recuerdo.


—Qué triste, Pedro.


—¿De verdad? —preguntó él sonriendo antes de dar otro mordisco; masticó un poco más y la miró significativamente—. ¿Y tú? ¿Qué has hecho en el departamento sentimental últimamente?


Ella lo miró a los ojos y sonrió tímidamente.


—De acuerdo, yo también soy igualmente patética cuando se trata del sexo opuesto.


—Ah, no —respondió él en tono suave mientras la miraba a la cara—. Yo nunca he dicho que sea patético con el sexo opuesto.


—Creo que te está sonando el teléfono.


Él ladeó la cabeza.


—¿Te da miedo, Pau? ¿Ahora, después de todo lo que hemos hecho?


—Sólo nos hemos besado —le susurró ella.


—Más que eso.


—Nos hemos… tocado.


—Sí. ¿Y a ti te ha parecido patético?


—No.


—¿Estás segura? —le dijo en tono bajo, hipnótico y tan sexy que todo el cuerpo parecía vibrarle—. Porque a lo mejor necesitas demostrarme que no soy ningún idiota cuando se trata de cuestiones físicas con el sexo opuesto —parecía como si le ardiera la mirada—. Que sé lo que hago.


Oh, Dios…


—Yo…


Paula se calló de pronto cuando el móvil de Pedro empezó a sonar, agradecida por la interrupción, porque de todos modos no habría sabido qué decir.


Pedro sacó el móvil del bolsillo y frunció el ceño al ver la pantalla.


—Es Eduardo.


—A lo mejor va a enviarte de nuevo a Margarita.


Él la miró, sorprendido, como si no hubiera vuelto a pensar en el tema y hubiera sido ella la que se lo hubiera recordado.


—No me digas que te habías olvidado de que no me querías trabajando aquí —le dijo Paula en tono jocoso.


—Sabes, eres la mujer más descarada que he conocido jamás.


—Es una maldición. ¿Vas a contestar el teléfono?


Él suspiró y contestó el teléfono. En cuanto saludó y escuchó lo que le decían se le pasó la irritación. Frunció el ceño y se puso de pie.


—¿Hace una hora? ¿Y me lo dices ahora?


Paula intentó afanarse mientras atendía sin vergüenza alguna a la conversación.


—¿Cómo han entrado? —Pedro cerró los ojos y sacudió la cabeza mientras escuchaba—. Ahora mismo voy para allá… No, no creo que sea necesario.


—¿Está bien él? —preguntó Paula en cuanto Pedro colgó.


—Sí. Aparentemente este hombre tiene siete vidas.


—¿Qué ha pasado?


Se paró a la puerta.


—Alguien lo persiguió hasta al garaje, pero se marcharon cuando Eduardo consiguió que saltara la alarma. Voy para allá a ver cómo está.


Iba a ver cómo estaba el hombre a quien no quería parecerse. El hombre que no le había parecido un buen padre; el hombre que lo fastidiaba a cada rato.


Sintió un calor por dentro porque acababa de darse cuenta de que tal vez Pedro Alfonso fuera de malo por la vida, pero por dentro tenía debilidad por los seres queridos, le gustara o no.


A ella sólo le quedaba enfrentarse a eso, a lo que ella sentía por él.


Le daba la impresión de que ya sabía lo que sentía por él; y le daba muchísimo miedo.





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