miércoles, 3 de junio de 2015

EL HIJO OCULTO: CAPITULO 15





Paula se consideraba afortunada por el hecho de que cinco años antes no hubiera asistido a la cita que tenía para que el doctor Marcus le hiciera un legrado... Pero al salir de la habitación de Benjamin, donde había dejado a su hijo dormido, supo que ella no dormiría en toda la noche, con la amenaza de Pedro rondándole la cabeza.


Cuando regresaron a la casa, Benjamin le dio las gracias a Pedro por el paseo en coche y añadió:
—Es un supercoche, pero me gusta más el color del coche del tío Julian. El suyo es rojo brillante. 


Paula no pudo evitar sonreír al ver la cara de resentimiento de Pedro.


—Entonces, te gusta el coche rojo del tío Julian, ¿no?


—Sí, él es mi amigo. Y el de mi mamá. Igual que tú —contestó Benjamin mientras se acercaban a la puerta.


—Lo recordaré —dijo Pedro mientras se despedía de Benja. 


Paula dejó de sonreír al ver que se inclinaba hacia ella.


— ¡Maldito sea el tío Julian! Volveré más tarde, y será mejor que tengas preparada una respuesta —le dijo en voz baja antes de marcharse.


Pensar en la amenaza de Pedro no le hacía ningún bien. 


Paula entró en el dormitorio y se quitó la ropa que se le había mojado al bañar a Benjamin. Se puso unos vaqueros y una camisa azul y se soltó el cabello.


Bajó por las escaleras en silencio y se dirigió a la cocina. 


Una infusión relajante era lo que necesitaba. No tenía sentido ponerse nerviosa esperando que llamaran a la puerta, así que agarró la tetera y puso agua a hervir. Sacó una taza de uno de los armarios y sonrió. Benjamin se la había regalado por navidad el año anterior, con la ayuda de la tía Irma, y tenía una inscripción que decía: ¡para la mejor mamá del mundo!


Su postura era clara, y si Pedro Alfonso aparecía de nuevo, le diría que ella era una madre estupenda y que se largara...


Paula llevó la taza al salón y se sentó en el sofá. Bebió un sorbo de té y pensó en encender la chimenea, pero decidió que ya no merecía la pena porque era tarde. Agarró el mando a distancia y encendió la televisión, pero no encontró nada que llamara su atención.


Suspirando, miró a su alrededor. Le encantaba su casa. La había comprado hacía cuatro años con la ayuda de un collar de diamantes y otras joyas que no quería. Originalmente era una casa de piedra que consistía en dos estancias adosadas de dos pisos cada una que pertenecía a su tía.


Con el permiso de su tía. Paula las había convertido en una única casa. El recibidor era muy espacioso y tenía una amplia escalera de roble. A un lado estaba el salón y al otro el comedor. Al fondo, una cocina en forma de L y en el piso de arriba, tres habitaciones dobles y dos baños. La habitación de Irma tenía su propio baño. Y después estaba el baño común, el dormitorio de Benjamin y el dormitorio de Paula. Además, en el jardín habían construido un garaje.


En el salón había una butaca junto a la chimenea, detrás una lámpara de pie y un escritorio de caoba. Al otro lado estaba el televisor. En el centro había una mesa de café, y una alfombra persa en tonos turquesa frente al fuego.


Por desgracia, ella tenía la sensación de que la felicidad de su casa cambiaría si Pedro se salía con la suya. Cuando se terminó el té, se puso en pie y regresó a la cocina.


Decidió que se estaba preocupando por nada. Pedro no podría llevarse a su hijo a menos que ella se lo permitiera, y ella no era tan tonta. Enjuagó la taza y la guardó de nuevo en el armario. Tras echar un último vistazo a la cocina, decidió ponerse a corregir los trabajos de sus alumnas.



Una hora más tarde, llamaron a la puerta. Pensó en no ir a abrir, pero no quería que Benjamin se despertara y se puso en pie. Se dirigió a la puerta y se secó el sudor de las manos en los pantalones.


Respiró hondo y abrió.





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