miércoles, 6 de mayo de 2015

SIN COMPLICACIONES: CAPITULO 11






En cuanto desperté supe que era muy tarde. El sol entraba por la ventana, reflejándose en el río y creando un millón de diminutos diamantes.


Me puse de lado y vi que la cama estaba vacía, pero entonces me llegó un delicioso olor a beicon.


Sintiéndome como una ladrona, entré en el vestidor y tomé una de sus perfectas camisas blancas, que me tapaba el trasero y las manos. La remangué un poco y, pasándome los dedos por el pelo, seguí el olor del beicon.


Pedro estaba de espaldas, pero se dio la vuelta en cuanto entré en la cocina. Solo llevaba unos vaqueros y cuando miré su torso me pregunté cómo podía querer llevarlo a la cama otra vez después de las horas que habíamos pasado en ella. Tal vez porque no se había afeitado y la sombra de barba le daba un aspecto de pirata irresistible.


No se me daba bien la conversación matinal e hice un gesto hacia la puerta, consciente de que estaba desnuda bajo la camisa.


–Seguramente debería marcharme.


–¿Por qué?


–Imagino que tendrás cosas que hacer.


–Sí, tengo cosas que hacer –Pedro le dio la vuelta al beicon–. Y pienso hacerlas contigo.


–Ah –murmuré yo, con el estómago encogido. Una noche con él no me había curado de nada y me encontré admirando sus hombros y su atlético cuerpo. Era el hombre más sexy que había conocido nunca.


–A menos que Raquel te necesite para algo.


–Raquel trabaja hoy. El día de Navidad es el único día del año que no entrena, pero al menos debería enviarle un mensaje.


Apartando los ojos de tanto músculo, volví al salón. La luz que entraba por las ventanas reflejaba las pulidas superficies de madera y cristal. Fuera, el cielo era de un perfecto azul invernal y un tímido sol brillaba sobre las aguas del río.


Envié un mensaje a mi hermana dándole las gracias por el “regalo” de Navidad, que no tenía intención de devolver, y luego me quedé un momento mirando por la ventana, pensando en la noche anterior.


–¿Café?


Cuando me di la vuelta, Pedro había dejado dos platos sobre la mesa y estaba ofreciéndome una taza.


–Gracias. Me encanta mirar el río.


–A mí también, por eso elegí este apartamento. ¿Tienes hambre?


–Sí, mucha –respondí. No había comido nada más que el pavo y desde entonces había hecho mucho ejercicio–. Así que además sabes cocinar.


–He estado años cocinando para mi hermana y sigue viva –Pedro me ofreció un plato de huevos revueltos y beicon que llevé hasta una mesa de cristal frente a la ventana.


–Si yo tuviera esta vista desde mi casa no iría a trabajar.


–¿No trabajas esta semana?


–Oficialmente, mi departamento cierra hasta el dos de enero, pero eso no evita que reciba cientos de correos a diario.


–¿Te sigue gustando tu trabajo? –Pedro se sentó frente a mí y, de repente, el paisaje tenía una seria competencia. Tomé el tenedor, pensando cautamente la respuesta. Gracias a Mauro, estaba programada para no hablar de mi trabajo.


–Sí, me sigue gustando.


–Recuerdo lo emocionada que estabas cuando conseguiste el ascenso.


Y yo recordaba que él había sido el único que me había hecho preguntas al respecto.


–Sigo emocionada y la gente con la que trabajo es… –no terminé la frase, pensando que seguramente solo estaba siendo amable. Pero entonces me di cuenta de que estaba mirándome, no mirando el reloj o por encima de mi hombro como solía hacer Mauro. Me encontré contándole lo que hacía y cuanto más hablaba, más entusiasmo sentía. Hasta que me di cuenta de que había terminado los huevos revueltos y Pedro debía estar muriéndose de aburrimiento–. Ay, perdona.


–¿Por qué? Es la primera vez que te veo mostrar entusiasmo desde la noche que te conocí.


No parecía aburrido sino interesado y me hizo un par de preguntas que demostraban que era tan listo como guapo.


–Me alegro de que todo te vaya bien. ¿Entonces aún no te ha secuestrado los de la NASA?


Yo me puse colorada al pensar en la aburrida cena en la que todo el mundo hablaba de sus sueños y yo confesé que quería trabajar para la NASA. Mauro se había reído de mí (creo que sus palabras exactas fueron: “Apollo Paula, que Dios nos ayude”). Para algunos hombres, los más torpes, no era muy femenino estar interesada en satélites o cohetes espaciales (aunque, francamente, desde mi ardiente encuentro con Pedro en la boda yo no he pensado en nada más que en cohetes y explosiones… y no de las que te enseña el profesor de física).


–Bueno, cuéntame la historia del tatuaje.


Pedro tomó un sorbo de café, pensativo.


–Nos mudamos de Sicilia a Londres cuando yo tenía diez años. Entonces hablaba mal el idioma y… en fin, digamos que el colegio era una pesadilla para mí, así que decidí saltármelo.


–¿En serio? Pensé que habrías sido el primero de la clase.


–Eso llegó después. Entonces estaba descontrolado.


Yo miré el tatuaje en el bíceps.


–¿Por eso te lo hiciste?


–Hice eso y otras cosas. Tenía dieciséis años cuando mi padre murió y Chiara tuvo que ir a una casa de acogida. Yo intenté convencer a los Servicios Sociales de que era su única familia y teníamos que estar juntos. Pero, por supuesto, nadie me hizo caso.


Yo había sentido lo mismo cuando mis padres intentaron separarme de mi hermana.


–¿Y qué hiciste?


–Me hice mayor. Trabajé en todo lo que pude para recuperar a Chiara. Me hice abogado para ganar dinero y aprender a litigar –Pedro sonreía, como riéndose de sí mismo–. Estudié sin descanso y conseguí una beca para la universidad. Era una especie de experimento social: un chico con cerebro, pero sin dinero y decidieron probar suerte.


–No debió ser fácil.


–Lo que no fue fácil fue ver a mi hermana en una casa de acogida, pero eran buena gente y nos ayudaron mucho.


–Y lo conseguiste. Lograste hacerte cargo de tu hermana –dije yo, comparándolo mentalmente con mi padre, que nos había dejado–. Lo hiciste muy bien, Pedro. Chiara es una chica segura de sí misma, alegre y simpática. Y te adora.


Además, todo eso explicaba el lazo de cariño y respeto que había visto entre ellos.


–No fue fácil dejar que se fuera a vivir con unos amigos.


–La independencia es buena para todo el mundo. Y me alegro de que la dejases ir o ahora no estaríamos solos.


Nuestros ojos se encontraron y, de repente, Pedro se levantó para tirar de mí.


–Pues vamos a aprovecharlo.





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