viernes, 8 de mayo de 2015

EXOTICA COMPAÑIA: CAPITULO 3




Pablo Alfonso se sirvió tres hamburguesas con salsa de champiñones en el plato y luego miró por encima del hombro al oír los pasos que anunciaban la llegada de su hermano.


—Ya era hora. Decidí no esperar más. Esta noche tengo una cita y no pienso retrasarme porque tú seas incapaz de trasladar tu lamentable trasero a tu casa a tiempo.


—¿Cita? ¿En mitad de la semana? —preguntó mientras recogía un plato e iba a servirse unas hamburguesas.


—¿Sí, y qué? —desafió Pablo—. ¿Qué problema hay? ¿Sabes?, la gente sale los días entre semana.


—Solo si van en serio —se acercó a la bandeja con patatas fritas—. ¿La dueña de la nueva cafetería y tú vais en serio?


—Tal vez —murmuró con indiferencia, luego se dirigió hacia la mesa oblonga de roble que había en el centro del amplio comedor. Utilizó la mano libre para apartar unas cartas y se sentó—. ¿Cómo ha ido tu encuentro con la vecina?


Quizá Pedro no fuera una lumbrera, pero reconocía una táctica de distracción. Su hermano no quería hablar de lo que sentía por Cathy Dixon, la vivaz morena de cuya cafetería no dejaba de hablarse en la ciudad. El hecho de que quisiera mantenerle en secreto su relación, cuando era el único pariente vivo que tenía, sugería que estaba loco por ella.Pedro no culpaba a su hermano. Cathy Dixon tenía clase, estilo y personalidad… a diferencia de la loca a la que había ido a ver ese día.


—¿Y bien? —instó Pablo.


—¿Y bien qué? —Pedro alzó la vista de su plato lleno.


—¿Convenciste a nuestra vecina para que trasladara el zoo y no molestara a nuestro ganado?


—No, me cerró la puerta en las narices después de llenarme de insultos —gruñó mientras alzaba el tenedor—. Tiene un cerebro más duro que la roca. Es imposible llegar a ella, no sin emplear un martillo neumático o dinamita.


Pablo puso los ojos en blanco y miró a su hermano.


—En otras palabras, empleaste tu enfoque habitual de carga frontal. Si no recuerdo mal, te dije que emplearas la diplomacia.


—No habría servido para nada.


—No entiendo por qué no recurriste a tu sonrisa y encanto devastadores —movió la cabeza y suspiró—. No hay una sola mujer soltera en el condado de Buzzard que pueda resistir tu encanto cuando decides usarlo. No tendrías que haber ido a verla estando aún furioso. Intenté convencerte de que esperaras y te calmaras. Pero, no, tuviste que montar en el caballo y partir al galope. Sé cómo funcionas, Pepe.
Cuando dudas, empiezas a gritar, como si eso solucionara alguna vez un problema. Prácticamente jamás triunfa con las mujeres. La próxima vez, intenta mostrar tacto.


Lo último que necesitaba era un discurso de su hermano, que por lo general dejaba las situaciones difíciles para que él las solucionara. ¿Diplomacia? ¡Y un cuerno!


—No habrá una próxima vez —musitó—. Si crees que el enfoque encantador y caballeroso funcionará, entonces ve a tratar de razonar tú con ella. Después de todo, tienes la misma sonrisa que yo, y más encanto.


—¿Yo? —Pablo alzó las manos como un policía de tráfico—. No. El hecho de que seamos gemelos no significa que vaya a verla después de que tú la hayas fastidiado. Me mirará y pensará que soy tú. No conseguiré nada.


Miró furioso a su hermano. Pensó que el inconveniente de ser gemelos era que jamás sentía que tenía su propia individualidad, menos todavía cuando cenaba con su reflejo cada noche y por el día trabajaban hombro con hombro. Y lo peor era que a Pedro le encantaba dar consejos por el hecho de haber nacido tres minutos antes y considerarse el doble de listo.


—Te juro, Pepe, que te avinagraste después de volverte loco por aquella pelirroja hace unos años.


—No me lo recuerdes —gruñó—. Mientras a mí me pisoteaban el corazón tú ibas feliz de una mujer a otra… hasta que apareció Cathy Dixon en la ciudad y te licuó el cerebro.


Pablo frunció el ceño.


—De acuerdo, a mí no me rompieron el corazón a la tierna edad de veinticinco años.


—Exacto. Tú no estás quemado ni eres cínico. Estás mejor preparado que yo para tratar con Paula Chaves y su zoo. Es una mujer atractiva, algo que sé que apreciarás. Debes ir a verla y hacer que recupere la cordura antes de que sus animales enloquezcan a nuestras reses.


—¿Nuestra vecina es atractiva?


—Un bombón —confirmó Pedro, llevándose unas patatas a la boca—. Lo más probable es que tú no abras los labios para soltar lo menos apropiado. Podrás convencerla de que se muestre razonable, aunque te tome por mí. De hecho, puede que os gustéis…


—Oh, no —objetó Pablo—. Es lo último que necesito ahora mismo. Tengo algo estupendo con Cathy y no pienso estropearlo. No voy a acercarme ni a un kilómetro de la casa de nuestra vecina, para que Cathy no saque la conclusión equivocada.


—Dile a Cathy que era yo —sugirió—. No sabrá reconocer la diferencia.


—Absoluta y decididamente no —se negó Pablo—. Fuiste tú quien estropeó las negociaciones con Chaves, y serás tú quien las arregle —tragó el último bocado de hamburguesa y se puso de pie—. Mientras tú lavas los platos, iré a ducharme. He quedado con Cathy para ver una película en su casa. Puedes dedicar la noche a practicar tu encanto, cortesía y diplomacia. Mañana por la noche podrás bailar en torno a la vecina, llevarle regalos y flores y hacer las paces.


—¿Quieres que coquetee con el peligro? —gruñó—. ¡Ni lo sueñes!


—Es tu pelea, hermano. Tú la empezaste y eres tú quien puede ponerle fin. Yo pienso quedarme al margen —lo observó con el ceño fruncido—. Arregla el problema, ¿me oyes?


Pedro lanzó puñales por los ojos a la espalda de su hermano. El único modo de solucionar la situación era encerrar a Paula Chaves en una jaula con sus animales, para luego fletarla a un hábitat protegido que estuviera muy lejos del Rancho Rocking C.


Una hora más tarde, se relajaba en la hamaca del porche leyendo la edición del periódico local. De pronto oyó un chillido sobrenatural que le puso los pelos de la nuca de punta. «Un puma», pensó, y apretó los dientes cuando un gato salvaje gruñó en la distancia.


Más o menos a la misma hora todas las noches, la orquesta del zoo de Chaves iniciaba un alboroto que acababa con la quietud de la noche. Por la mañana supo lo que Pablo y él harían… ir a agrupar a su ganado asustado.


—¿Conquistar a la tigresa? —se preguntó en voz alta—. ¿Fingir que me gusta? Jamás.


Un inquietante rugido estalló en el crepúsculo. Pedro tiró el diario y entró en la casa. Se dijo que tenía que haber una ley en contra de perturbar la tranquilidad. Se juró que llevaría a rastras al sheriff Osborn para que escuchara esa alharaca. 


Quizá entonces consiguiera algunos resultados.






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