domingo, 10 de mayo de 2015

EXOTICA COMPAÑIA: CAPITULO 11




Nada fue más satisfactorio para Pedro después del fiasco de la noche anterior que ver a Paula empapada y embarrada, afanándose en vano por cambiar la rueda. Formaba parte de su naturaleza prestar ayuda instantánea a un vecino en momentos de apuro, pero esa no era una vecina corriente. 


Era la mujer irritante que se había negado a negociar los términos de una tregua durante una cena.


El hecho era que Pedro no estaba acostumbrado a que lo rechazaran y su orgullo masculino aún se sentía magullado. Si Chaves quería su ayuda, entonces que se la pidiera.


—Llevo tiempo esperando el fin de la sequía. ¿Está mojado ahí afuera, Rubita? —comentó con ganas de conversar.


—Brillante, Einstein —soltó por encima del hombro, mientras reanudaba los esfuerzos para aflojar la rueda.


Él podría haberle ofrecido su ayuda, pero permaneció sentado en la furgoneta, observándola acometer una tarea física para la que no tenía la fuerza adecuada. Con los dientes apretados, Paula se subió las mangas y volvió a intentarlo, con cuidado de no apoyarse mucho en el tobillo torcido.


Mientras ella se esforzaba, Pedro tuvo que admirar su determinación. Pocas mujeres que conociera lo habrían hecho. Pero Paula era independiente y capaz de enseñarle algún truco de obstinación a una mula. Rio entre dientes cuando ella, agotada la paciencia, tiró la herramienta al suelo y frustrada le dio una patada a la rueda.


—Eso ayudará —comentó él por encima del ruido de la lluvia.


Paula se sentía tan furiosa que no se le ocurrió ningún epíteto que soltarle. Aunque tampoco la habría oído por encima de los truenos.


Vencida, giró en redondo, decidida a ir a pie hasta su casa y volver más tarde a ocuparse de la rueda. Se marchó con más velocidad que dignidad, y al instante lamentó el arranque. El tobillo dolorido cedió cuando el tacón del zapato embarrado resbaló sobre un trozo grande de grava.


Cayó sobre el camino, golpeándose las rodillas, las caderas y los codos, y en el acto soltó un grito al sentir una punzada de dolor procedente del tobillo. Yació boca abajo mientras la lluvia le martilleaba la espalda. Próxima a las lágrimas, apretó los dientes para contener el dolor palpitante que le recorría la pierna.


A pesar de todos los obstáculos y tribulaciones que había encontrado y superado, del triunfo de elevarse por encima de su nacimiento humilde, se vio reducida a sollozos. «Esta es mi recompensa», pensó abatida. Para empeorar su humillación, el hombre cuya opinión no debería de haberle importado lo más mínimo, había contemplado su derrota. 


Tenía todo el derecho a burlarse y a ridiculizarla, porque ella se había afanado en irritarlo a la mínima oportunidad.


De modo que cuando detuvo la furgoneta a su lado, esperó que se mofara con crueldad y luego prosiguiera su camino. 


Para su sorpresa, lo que hizo fue salir a la lluvia torrencial.







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