jueves, 30 de abril de 2015

REGRESA A MI: CAPITULO 10





El periódico local daba cuenta de la noticia a grandes titulares. Tres jóvenes habían matado la tarde anterior a un joyero para llevarse un botín. Les habían pescado al caer la noche, en un control, cuando estaban a punto de cruzar la frontera a Portugal.


Pedro había llevado el interrogatorio, por lo que había pasado la noche en Comisaría, viéndoles derrumbarse y acusarse los unos a los otros.


Al salir por la mañana, después de cumplir todas las diligencias, estaba tan cansado que ni le apetecía ir a su solitaria casa. Sus vagabundeos le llevaron a la Estación de Ría. Estuvo un rato acodado en la valla para ver zarpar el barco hacia Cangas, el mismo catamarán en el que Javier Barden pasaba “los lunes al sol”. Pensó en los tres chicos que habían apresado, en el vuelco de sus respectivas existencias. Y en la suya propia. La suerte le había salvado de un destino semejante. Aún así aún guardaba demasiada oscuridad.


El sol apenas calentaba. Se filtraba a través de la cortina neblinosa. Esperó hasta que el barco se alejó de la dársena, para iniciar su andadura por el paseo nuevo. Al llegar al rehabilitado Tinglado del Puerto, consultó el reloj.


A esas horas Paula estaría ya en el trabajo.


Sacó el móvil y marcó el número.


—Hola, Pedro.


Respiró tranquilo. La voz de ella sonaba alegre.


—¿Puedo verte un momento?


—Te llamo.


Colgó de golpe. Pedro volvió a sentir la absurda idea de que lo estaba apartando de su vida. Ella estaba trabajando, se dijo, con una de esas mujeres maduras que compraban cremas hidratantes carísimas con la esperanza de retrasar la vejez por tiempo indefinido. A él le parecía absurdo. Los años pasaban, se quisiera o no. Y dejaban huella, alguna muy profunda. Claro que él no era mujer y no pensaba echarse ningún potingue extraño. Él solo quería pasar el resto de su existencia con Paula, oler cada mañana su aroma a mujer, ver como iban a pareciendo sus arrugas.


Siguió andando hasta el puerto pesquero. Se sentó en la terraza de Las Almas perdidas. Como la suya. Pidió un desayuno. Ojeó el Faro de Vigo mientras engullía un bocata de jamón acompañado de un café. Pasó por alto la comidilla del día. Tenían carnaza abundante. Uno de los chicos era de familia conocida. Volvió el periódico y empezó a ojearlo por la contraportada. Le interesaban más los deportes. Fútbol y campeonatos de motos.


Apenas dejó que el teléfono diera un par de timbrazos.


—Salgo a las once a tomar un café. ¿Es muy tarde para ti? Ya me he enterado. Aquí no se habla de otra cosa. No habrás dormido y…


—Allí estaré.


Colgó de golpe. Verla le tranquilizaba. Tal vez no pudieran tener una vida juntos, pero él no pensaba desaprovechar cada momento que pudiera estar con ella. Con las dos. A última hora iría a recoger a Camila en el cole y se la llevaría a casa. Mientras, la rusa podía jugar tan tranquila con los cacharros de cocina. Él pensaba disfrutar de la charla locuaz de la niña, de su inquietud y alegría. Tal vez, fuera a buscar antes a Pongo. Camila se pondría muy contenta.









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