jueves, 30 de abril de 2015

REGRESA A MI: CAPITULO 11





Esperó en el Coral frente a otro café. El curto o el quinto del día, ya ni se acordaba.


En cuanto vio a Paula, salió a su encuentro y la acogió entre sus brazos, con fuerza y delicadeza, sin importarle las miradas curiosas del público. Se besaron con recato. No era el momento de introducir su lengua en su boca y hacer un pase erótico en plena cafetería.


Paula se apartó de él confusa.


Pedro la observó con todo el amor reflejado en sus ojos. 


Estaba preciosa, con el pelo recortado en puntas brillantes y el ligero maquillaje rosado que cubría su tez. Le sentaba bien hasta el uniforme.


—¿Mala noche?


—Pssss!!!


Le pareció que ella arrugaba un poco la naricilla respingona.


—Eres un hombre hermético, Pedro, incapaz de decir lo que sientes.


Pedro enrojeció por la riña sutil. Le costaba hablar de sus cosas. Ella no debía conocer la mierda en la que se enfangaba cada día. La muerte, la violencia, la bajeza en la que caían los seres humanos. Ni su lucha interior para no volver a caer en ese submundo del que tanto le había costado salir.


Paula era extrovertida. Enseguida contaba los pormenores de la jornada. Perecía una locutora que radiara un partido de fútbol. A él no le importaba su charla, por intrascendente
que fuera. Disfrutaba oyéndola.


—Sí, mala noche —confesó al fin. Ella descubrió tristeza e impotencia en el fondo de sus pupilas—. Tres demasiado jóvenes, en edad de cárcel.


—El periódico trae la noticia. Así que los llamaron a Ustedes.


—Hubo una muerte. Uno de ellos se descompuso ante el horror de lo que le esperaba. Pero eso no le contuvo antes. A esa edad son incapaces de pensar en las consecuencias de sus actos. Creen que el mundo les pertenece. Después tienen que cargar toda la vida con la culpa.


Paula tuvo la sensación de que no estaba hablando de los jóvenes de esa noche, sino de él mismo. Le pareció detectar en sus palabras, un dolor lacerante. Por primera vez dejaba un resquicio abierto en su dura armadura.


—¿Es esa la barrera que pones antes nosotros? ¿Tu adolescencia?


Ella hablaba casi un susurro, con la mirada puesta en él, llena de amor, de comprensión. No era el momento para las confidencias. Estaban en un lugar público, rodeados de gente que tomaba apresurada el tentempié de la mañana. 


Se prometió a sí mismo que lo haría en cuanto tuviera la menor oportunidad. Desnudaría su alma. Ella tenía derecho a saber. Y a decidir qué quería después. Se estaba comportando de forma cobarde. La duda terminaría por corroer su relación.


El miedo a perderla le atacó de golpe. Un acuchillada en el costado.


Su rostro se endureció. Volvía a ser el hombre hermético de siempre.


—A esa edad todos cometemos estupideces —respondió—. Yo no fui mejor que los demás. Era un gamberro a quien nadie podía controlar.


Rió para quitar hierro a sus palabras. Antes de bajar los ojos, 


Paula pudo detectar la mirada de animal acorralado.


Tomó sus manos entre las suyas. La acarició, intentado transmitirle en ese sencillo gesto todo su amor.


—Pero ya no lo eres, Pedro. Eres un hombre excelente. Tengo que volver —dijo Paula mirando las manecillas de reloj en su carrera veloz hacia la despedida—. Es un cuarto de hora, no toda la mañana..


Sonó el móvil. Ella miró el número. Carlos otra vez. Seguro que quería acompañarla a tomar un café. Lo apagó sin contestar. Un día tendría que llamarle y explicarle que estaba saliendo con una persona. Pero no en ese momento.


Pedro no preguntó. Sus ojos sagaces habían visto el nombre. Sabía por Juan quién era ese individuo y lo poco que le gustaba. Él se fiaba de su amigo. Así que tampoco iba a ser fan de esa especie de figurín de moda que perseguía a Paula a todas horas.


Ella se levantó; también Pedro.


—¿Nos vemos después?


La pregunta fue hecha con temor.


—Termino a las tres. Puedes comer en casa si quieres. Daria habrá preparado comida suficiente. Cree que aún está en los años de escasez.


Los dos se sonrieron comprensivos recordando las peculiaridades de la ucraniana.


—Me parece que ha pasado más hambre que Pongo, que ya es decir. Iré a recoger a Camila a las dos y media al autobús y la llevaré a casa.


Paula asintió. Sabía la ilusión que le haría a la niña.


Pedro volvió a cogerla entre sus brazos. No había dicha mayor que tenerla cobijada entre ellos, apoyada en su pecho, sintiendo latir su corazón contra el suyo. Depositó un suave beso en la comisura de su boca. El pintalabios de Paula le supo al mismo tono de color que llevaba. A las cerezas carnosas del verano.


Ella se apartó de él y miró a su alrededor. Algún curioso les observaba divertido. A él le encanto ver el sonrojo que se colaba por encima del maquillaje de ella, queriendo salir con fuerza a la superficie.


Volvió a tomarla y la besó con fuerza. Le dolía verla marchar. 


La echaba ya de menos.


Paula se apartó con renuencia.


—¡Ah! Y nada de dulces antes de comer.


Pedro rió con ganas. Se sentía el hombre más feliz del mundo. Tenía una familia.


Su rostro se ensombreció de golpe.


Para conservarla, él debía sacar a la luz secretos inconfesables de su pasado. Temía el momento en que eso ocurriera. Los ojos de Paula se apagarían para él. Dos estrellas sin luz. La angustia le llevaba a la desesperación más profunda. Quería conservar lo que tenía a toda costa.


La dureza se marcó a cincel en su rostro. El camarero que se había acercado a cobrarle dio un paso atrás. Aquel individuo tan cariñoso con su mujer le parecía ahora un hombre oscuro, peligroso.


Le observó con detenimiento mientras contaba las monedas. 


Sus ojos eran un pozo de oscuridad, quizás reflejaran su propia vida.


Ambos se despidieron sin hablar, con un simple gesto de la cabeza.


El camarero soltó el aire. No se había dado cuenta de que lo tenía retenido.






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