Tenía la suficiente experiencia como para saber cuándo alguien coqueteaba con ella, y decididamente Pedro lo estaba haciendo. Lo que no podía descubrir era la razón. ¿Para pasar el tiempo? ¿Por hábito? ¿O porque de verdad se sentía atraído por ella?
—Dudo que alguna vez hayas sido un «pobre hombre indefenso» —observó ella.
Él enarcó las cejas.
—No me conocías en el instituto. Flaco, tímido, aficionado a la ciencia y con el don de ruborizarme y tartamudear si había una chica en un radio de diez kilómetros —logró poner una expresión patética—. Fue muy triste. Hasta tú te hubieras apiadado de mí.
—¿Hasta yo? —exclamó—. ¿Insinúas que debía ser insensible?
—Créeme, te habría tenido un susto de muerte en el instituto. Probablemente eras una de esas chicas que con sólo doblar el dedo índice, provocabas una descarga de hormonas en los estudiantes varones que bastaría para levantar el tejado del edificio.
—¡Qué malo eres! —Pau tuvo que reír—. Si hubieras podido verme con mis rodillas huesudas, el pecho plano…
Pedro la miró.
—¡No me lo creo! —exclamó.
Ella le dio un golpe en el brazo.
—Era tu equivalente femenino. Tímida, apocada, una sombra flaca que vagaba por los pasillos —no se molestó en añadir que un año después había florecido, ganando curvas que le provocaron una súbita popularidad que explotó al máximo—. ¿Qué fue lo que lo cambió para ti? —preguntó.
—Los deportes —repuso—. Descubrí el fútbol casi al mismo tiempo que gané algo de peso. A nadie le importó que fuera un cerebrito mientras pudiera dar un buen pase. ¿Y contigo?
—Los pechos —sonrió—. A nadie le importó que yo no pudiera dar un pase.
Le agradó la carcajada que le provocó.
—Sí —jadeó—. No me cabe ninguna duda. Me habrías asustado.
A mitad de camino de Billings, se detuvieron en una zona de descanso donde había una tienda. Al lado había un destartalado local de antigüedades y otra estructura pequeña con un «Cerrado» pintado en la puerta.
—Hora de un descanso —dijo él, aparcando entre dos furgonetas que llevaban equipo de acampada y que probablemente pertenecían a cazadores—. Estiremos las piernas y bebamos algo.
—Me parece bien.
Al bajar del vehículo, el aire estaba frío y despejado, de modo que Paula se enfundó la parka plateada que había echado en el asiento de atrás. Como de costumbre, Pedro parecía salido de una revista de modelos masculinos con esa chaqueta de ante que encajaba a la perfección en sus hombros anchos.
Al subir los escalones delanteros, un canoso hombre mayor le mantuvo la puerta abierta. Al darle las gracias, él se llevó dos dedos al extremo de la visera de su gorra anaranjada.
—De nada.
De inmediato, Pau sintió el contacto de la mano de Pedro en su hombro.
—¿Café? —preguntó, yendo directamente al mostrador de autoservicio.
—Creo que tomaré un refresco bajo en calorías —repuso ella, deteniéndose ante la nevera.
Al reunirse frente a la caja, él insistió en pagar.
—¿Algo más? —preguntó Pedro, sacando la cartera del bolsillo trasero—. La cena no será hasta las siete.
—No, gracias —prescindió del impulso de fingir que se habían embarcado en un viaje distinto, con rumbo a un fin de semana romántico—. Estaré fuera —necesitaba un poco de aire antes de volver al habitáculo de la furgoneta.
—¿Estás bien? —preguntó él un momento más tarde, después de que ambos se hubieran quitado las cazadoras y Pedro hubiera dejado el café en el hueco especial para ello en el reposabrazos—. Hay aseos detrás del edificio si los necesitas.
Ella se concentró en abrir la lata del refresco.
—No, estoy bien.
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