María le enseñó el ático, con un enorme salón, un cuarto de estar, un estudio, tres suites con dormitorio y cuarto de baño completo, un dormitorio principal con jacuzzi y sauna… Los suelos eran de madera brillante, la decoración tradicional más que contemporánea y la vista de Manhattan tan hermosa como para robarle el aliento.
La cena fue más tensa que de costumbre, pero Pedro le dijo que al día siguiente le enseñaría la ciudad.
—No hace falta, seguro que a Máximo no le importaría acompañarme — replicó Paula.
—Mañana por la mañana saldremos juntos a dar un paseo —insistió él—. A partir de mañana puedes salir sola cuando quieras.
—¿Salir para qué? Ahora mismo tendría que estar en Londres, trabajando.
—Yo paso mucho tiempo en Nueva York y, como eres mi esposa, tú también. En este momento estoy negociando una adquisición importante.
Tengo mucha fe en mis empleados, pero cualquier error podría costarme una fortuna, de modo que mi presencia es necesaria.
—Ya, claro. Mucho más importante que mi investigación, que no genera ingresos millonarios —replicó Paula, irónica.
—Tu carrera, aunque interesante, no es lo más importante de tu vida. Sé que has hecho algunas expediciones por el Mediterráneo, pero pasas la mayoría del tiempo en un museo entre viejos papeles…
—Eso es lo que hacen los investigadores. ¿Y cómo lo sabes tú, además?
—He hecho que te investigasen.
—Ah, claro, por supuesto… ¿qué otra cosa puede hacer un marido normal? ——casi le daban ganas de reír. La situación era completamente absurda.
—Ignorar la realidad es peligroso. Ahora estás en Nueva York, te guste o no. Un sitio que no te es familiar y en el que necesitas protección…
—Pero yo no quiero vivir aquí —le interrumpió ella—. Hay demasiada gente, demasiado tráfico, demasiado… todo.
—No tendremos que vivir aquí todo el tiempo. Mis oficinas centrales están en Londres y la que considero mi verdadera casa, en Perú. Creo que te gustará.
Y tuvo la indecencia de sonreír. Paula se levantó abruptamente.
—Si tú estás allí, lo dudo. Me voy a la cama… sola —dijo, antes de darse la vuelta.
Casi había llegado a la escalera cuando una fuerte mano la tomó por la cintura.
—Estás enfadada porque te he traído a Nueva York y lo entiendo. Pero mi paciencia tiene un límite —le advirtió Pedro, inclinando la cabeza para buscar sus labios—. Recuérdalo.
Paula miró esos ojos negros como la noche con el corazón acelerado y tuvo que agarrarse a la barandilla de la escalera.
Por Dios bendito, aquel hombre la había secuestrado, la había engañado… ¿qué clase de idiota sin voluntad era?, pensó, apartándose de su abrazo.
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