El almuerzo fue servido en la terraza, pero no había ni rastro de su marido. Aunque no tenía apetito, Paula estaba intentando comer algo cuando la criada apareció con un mensaje de Pedro. Por lo visto, estaba demasiado ocupado para comer con ella y había pedido que llevasen una bandeja a su estudio. También le decía, en el tono habitual, que debía estar lista en una hora.
Paula bajó las escaleras exactamente una hora después, vestida con el traje azul marino. Pedro, en el vestíbulo, con el ordenador portátil en una mano y el móvil en la otra, se volvió al oír el repiqueteo de los tacones, sus ojos oscureciéndose un poco más al recordarla bajando la escalera de Deveral Hall el día de su boda. Entonces llevaba el mismo traje azul, sus ojos azules brillando de felicidad, con una sonrisa que podría iluminar todo el salón.
De repente, reconoció la diferencia que había estado dando vueltas en su cabeza desde que llegaron los invitados en Montecarlo. El sexo entre ellos era genial, pero no había vuelto a ver un brillo de felicidad en sus ojos, ni la había oído susurrar palabras de amor como en su noche de boda.
Paula se había vuelto una amante entusiasta, pero silenciosa.
Aunque eso daba igual. Era su mujer y había conseguido lo que quería.
Entonces, ¿por qué no se sentía satisfecho?
—Ah, veo que ya estás lista —cuando se acercaba al pie de la escalera se le ocurrió una idea que le pareció brillante—. Vamos, el helicóptero está esperando.
En Atenas tomaron el jet privado de Pedro, pero en cuanto estuvieron en el aire se apartó de ella y, sentándose al otro lado del pasillo, abrió su ordenador y se puso a trabajar.
Después de servir el café y ofrecerle unas revistas, Juan, el auxiliar de vuelo, le preguntó si necesitaba algo más. Era un joven agradable y, charlando con él, Paula descubrió que su ambición era viajar por todo el mundo y su trabajo una manera de conseguirlo.
En cuanto a Pedro, apenas la miró.
Paula cerró los ojos, pensativa. ¿Hacia bien volviendo a Inglaterra?
Tomas y Marina enseguida se darían cuenta de que le pasaba algo. Aunque podría alojarse en el ático de Pedro… podía buscar excusas para no verlos y, además, estar sola era justo lo que necesitaba en ese momento.
Cuando volvió a abrir los ojos, mucho tiempo después, Juan se acercó para preguntarle si quería comer algo y ella miró su reloj.
—Pero ya debemos estar a punto de llegar, ¿no?
—No, aún estamos a medio camino.
—¿A medio camino?
—Hay seis horas de vuelo hasta Nueva York…
—Cállate, Juan —intervino Pedro—. Déjanos solos un momento.
Cuando el auxiliar de vuelo desapareció, Paula le dirigió una mirada asesina a su marido.
—Eres un mentiroso…
—No pensarías que iba a dejar que me dieras órdenes, ¿no? Ninguna mujer me dirá nunca lo que tengo que hacer.
Muda de rabia, Paula miró alrededor. Estaba atrapada a diez mil metros sobre el Atlántico.
—No puedes hacerme esto. Es un secuestro…
—Ya lo he hecho, acéptalo.
—¡No voy a aceptarlo! —exclamó ella, furiosa. Quería gritar de rabia y de frustración pero, ¿de qué serviría?
—Haz lo que quieras —sonrió Pedro—. Pero si cambias de opinión, estos asientos se convierten en una cama estupenda. Los vuelos largos son muy aburridos.
«Nunca», pensó Paula, indignada.
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