Paula estaba furiosa y se lo hizo saber de camino a la fisioterapeuta.
—No soy un taxi.
—Podrías haberme dicho que no.
—¿Y permitir que mi cliente pensase que soy una desalmada? No, gracias.
—Lo siento. ¿Cuál era su historia?
Ella lo miró con el ceño fruncido.
—¿Por qué me lo preguntas?
—Yo vendo mi casa y él quiere comprar una. Me pregunto si puede ser un serio candidato. Eso es todo.
—Es consultor de la industria petrolífera. Viaja por Oriente Medio, México, Texas, Alberta, por todas partes. Quiere instalarse en Fremont porque su familia vive por la zona.
—¿Cómo se llama?
Paula dudó antes de responder:
—Patricio Thurgood.
Pedro se golpeó la rodilla durante media manzana.
—Me ha parecido que estaba más interesado en ti que en la casa —dijo por fin.
Ella no se molestó en contarle que el nuevo cliente había ido directamente a la oficina y, después de verla a ella, le había preguntado a la recepcionista si era agente inmobiliaria y su nombre. Después, había preguntado si podía ser su cliente.
El método había sido poco ortodoxo, pero al fin y al cabo era un cliente nuevo que quería comprar una casa grande en un buen barrio. Se había dado cuenta de que la miraba con interés y eso la había halagado, pero ella era ante todo una mujer de negocios y él, el cliente ideal.
No como el que tenía en esos momentos a su lado.
Se giró a fulminarlo con la mirada.
—Creo que es una posibilidad —le dijo—. No lo estropees.
—No voy a…
—Siempre que ha habido una posibilidad, lo has estropeado todo.
—No es cierto.
—Sí que lo es.
—No quiero que compre la casa alguien que no vaya a ser feliz en ella.
—Y nadie te parece bien.
Pedro frunció el ceño.
—Solo quiero encontrar a las personas adecuadas, eso es todo.
Ella lo miró. Parecía cansado y casi no la miraba. Se imaginó el motivo.
No tenían que haberse acostado.
Suspiró.
—¿Te acuerdas de cuando me amenazaste con despedirme?
—No iba a hacerlo —respondió él, mirándola a los ojos.
—A lo mejor soy yo la que abandono.
—Mira —le dijo Pedro—, es que tengo un mal día. Lo siento. No tenía que haberte pedido que me trajeras. No sé… cómo hacer esto. Contigo.
Paula suspiró.
—No. La que lo siente soy yo. Tendría que haberme ofrecido a traerte. De verdad que no me importa. Es solo… estoy…
Se giró a mirarlo y sus ojos dijeron lo que no podía decir con palabras.
Detuvo el coche delante de la clínica de fisioterapia. Pedro no se bajó.
Ella lo miró. Ambos parecían estar igual de perdidos. Tuvo que hacer un esfuerzo enorme para no tomar su rostro y decirle que seguiría allí cuando terminase con la fisioterapeuta, que lo llevaría a su apartamento, o que iría con él a su casa. Su insensato corazón ya estaba intentando encariñarse con un hombre que no quería compromisos.
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