Pedro estaba agachado sobre el cuerpo del canguro cuando ella regresó y le entregó la sudadera. Cuando se quedó con las manos libres, Paula regresó junto a las huellas de los neumáticos y tomó una fotografía de las marcas con el móvil, decidida a descubrir quién había estado allí antes que ellos. Alguien con neumáticos caros había estado en el parque esa noche.
Alguien a toda velocidad, a juzgar por la distancia entre el impacto y donde yacía el canguro.
Gente desconsiderada.
—¿Paula, puedes ayudarme?
Paula se guardó el teléfono y se volvió hacia él sin saber bien lo que estaba pidiéndole. Lo que vio le resultó abrumador. Pedro había sacado un pequeño cachorro de la bolsa del canguro muerto. Lo colocó inmediatamente al calor de la sudadera y utilizó las mangas para atarla alrededor del cuello de Paula como un cabestrillo.
—Entra en el coche —le dijo Pedro—. Hay una cuidadora a una hora de camino. La llevaremos allí.
—¿La?
—Mírale los ojos. Son enormes como los tuyos.
Mientras Pedro arrastraba al canguro muerto a un lado de la carretera, ella se subió al coche y aseguró al cachorro cómodamente contra su cuerpo.
No le preocupaba que no pudiera respirar. En una sudadera de lana tenía que ser más fácil que en la bolsa húmeda y gruesa de la madre.
Palpó el teléfono móvil en su bolsillo para asegurarse de que seguía allí y se volvió hacia Pedro.
—Arranca.
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