Paula apretó los dientes. Por lo visto, Pedro había tenido una adolescencia normal, algo de lo que ella había carecido. No lamentaba el motivo por el que no la había tenido, pues le había encantado poder cuidar de sus abuelos, pero ya había llegado el momento de disfrutar de la libertad y la diversión de las que había carecido a los dieciocho años. Más valía tarde que nunca.
–Pues yo ya soy lo suficientemente mayor como para vivir por mi cuenta y para beber lo que quiera.
Hubo un momento de silencio y Pedro volvió a mirar la nevera.
–¿Y comes algo?
Paula sabía que se había fijado en que no había horno. Pero tenía microondas y una cocinilla portátil de un solo fogón. Era casi como si estuviera viviendo de cámping, pero solo iba a estar así una temporada y el esfuerzo merecía la pena.
–Normalmente tomo ensaladas, o cosas parecidas.
–De tu huerto, supongo –Pedro asintió lentamente–. Pues, dado que te has tomado las pastillas, trata de comer lo suficiente esta noche y de no beber más champán –añadió mientras se encaminaba hacia la puerta.
Paula lo siguió y se apoyó contra el quicio de la puerta, consciente de que, al alzar la mano, también se alzaba la camiseta. Al notar que Pedro dirigía de inmediato la mirada a sus pechos, sintió que los muslos le ardían… y no precisamente por la picadura. Envalentonada, contestó con un tono especialmente suave y femenino.
–Creía que ya habíamos dejado claro que no soy ninguna niña.
La mandíbula de Pedro se tensó visiblemente.
–Puede que no seas una niña, pero eres demasiado nena como para sentirme cómodo cerca de ti –tras mirarla una vez más de arriba abajo, añadió–: Así que creo que será mejor que nos mantengamos alejados el uno del otro.
Paula vio cómo bajaba las escaleras de tres en tres, como si estuviera escapando de alguna peligrosa amenaza. Volvió a entrar en su estudio y sonrió. Pedro Alfonso suponía un reto en muchos aspectos, y ella nunca se había echado atrás ante un reto.
Ni siquiera ante el más imposible.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario