Se registraron en el hotel y los llevaron a su suite. La suite era muy lujosa. Margaret no pudo dejar de mostrar su asombro por los muebles y la decoración. Pedro la observaba de un modo que le hacía sentirse ingenua y poco experimentada, pero, si lo pensaba bien, sería una pena que, algún día, tales delicias fueran habituales para ella. Por supuesto, eso no ocurriría nunca, se recordó mientras se miraba en el espejo del opulento cuarto de baño. No. Tenía que aprovechar al máximo todos los segundos que pasara en aquel lugar. Todos los segundos que pasara con él.
Después de refrescarse un poco, Pedro y ella volvieron a bajar en el ascensor. En la calle había personas por todas partes. Trabajadores al final de su jornada laboral y turistas que contemplaban la ciudad con el mismo asombro que Paula sabía que tenía dibujado en el rostro.
–¿Te dan miedo las alturas? –le preguntó Pedro mientras le agarraba por el codo y la llevaba hacia la Quinta Avenida.
–No. ¿Por qué?
–Pensé que podríamos empezar con tu presentación de la ciudad de Nueva York con una vista general desde el Empire State Building.
–¿De verdad? ¿Es como en las películas?
–Supongo que depende de la película, pero sí. Vamos. Te lo mostraré. ¿Qué prefieres, andar o ir en taxi?
–Andar, por favor.
–Entonces, andaremos.
Paula se sorprendió de que tardaran menos de media hora en llegar a su destino. A lo largo de la Quinta Avenida, su atención se había visto atrapada por los maravillosos escaparates y los increíbles edificios. Tras pasar el control de seguridad, Pedro compró las entradas y siguieron a un grupo de personas hasta los ascensores que los llevarían a la planta 80. Paula tuvo que sujetarse el estómago cuando el ascensor empezó a subir.
–¡Vaya! –exclamó, riendo, aunque algo nerviosa–. Esto hace que los ascensores del trabajo sean más lentos que una tortuga.
–Pues hay que tomar otro más, hasta la planta 86, a menos que prefieras tomar las escaleras.
–No. Estaré bien.
Pedro sonrió y le agarró la mano mientras se unían a la fila que esperaba para tomar los ascensores que los llevarían a lo más alto del rascacielos.
–Dios mío… –susurró cuando se bajaron del ascensor y se dirigieron hacia el mirador–. Sabía que sería algo especial, pero esto… esto es realmente algo de otro mundo.
La ciudad se extendía hasta donde alcanzaba la vista como si fuera una manta de color, textura y luz intercalada por agua y puentes.
–Es enorme…
–A mí nunca deja de sorprenderme –comentó Pedro mientras se colocaba detrás de ella para rodearle la cintura con los brazos.
La calidez del cuerpo de Pedro contra su espalda era más que bienvenida. Sólo sentirlo a sus espaldas le daba sensación de seguridad. Aunque estaban rodeados por otros turistas, ella se sentía como si hubieran estado solos. Se apoyó contra la sólida fuerza de Pedro y gozó con aquel instante, que atesoraría para siempre. Aquella experiencia era algo que no olvidaría mientras viviera.
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