Un cuarto de hora más tarde, bajó y la encontró en la cocina, preparándose una tostada.
—Pensaba llevarte el desayuno a la cama —dijo desde la puerta.
—Lo siento, pero no puedo quedarme —dijo ella encogiéndose de hombros—. Tengo que trabajar.
—¿Hoy? —preguntó él, que sólo entonces vio que estaba vestida formalmente.
—Ha llamado Virginia. Tengo que ir al despacho.
Pedro fue a protestar, pero la amargura lo dejó sin palabras. Era evidente que la noche anterior no había significado nada para ella.
Paula y él tenían distintas metas en la vida. Para ella, su profesión siempre sería lo primero. Había sido un estúpido interpretando sus caricias y su dulzura como una prueba de que compartían algo especial, de que quizá con ella las cosas serían diferentes.
Pero aunque Dana y ella fueran distintas, compartían la obsesión por alcanzar el éxito en su carrera profesional a costa de todo.
Pedro había sido víctima de ese tipo de comportamiento y había logrado sobrevivir, pero no estaba dispuesto a arriesgarse a sufrirlo por segunda vez, y menos cuando era Dante quien estaba en juego. No consentiría que Paula no cumpliera con su responsabilidad hacia él.
Hacia su hijo.
Pero esa conversación tendría que esperar. Hasta entonces le había ocultado que era el padre de Dante para no aumentar su temor a que le quitara la custodia. Pero en cuanto recuperara la calma, le diría lo que pensaba de su actitud hacia Dante y de las medidas que pensaba adoptar.
Había llegado la hora de que supiera quién llevaba las riendas.
—Como quieras —dijo. Y dio media vuelta.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó ella con evidente inquietud.
—Lo que había planeado: ir a la playa. Pasar un día familiar —dijo él, airado.
Al ver que el rostro de Paula se ensombrecía, sintió una agridulce sensación de triunfo. Cada cual debía asumir las decisiones que tomaba
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