domingo, 29 de agosto de 2021

QUIERO TU CORAZÓN: CAPÍTULO 57

 

Al aparcar, Pedro salió por las puertas dobles de la entrada vestido con unos vaqueros y una camisa a cuadros. Su sonrisa de bienvenida la llenó de calor a pesar del frío aire. Bajó del jeep y él le dio un beso rápido.


—¿Has tenido algún problema? —le preguntó.


—Ninguno —Pau le entregó la ensaladera antes de recoger el bolso y el aliño.


—¿Y el resto? —preguntó él después de que Pau cerrara el vehículo—. ¿No has traído una bolsa?


No había esperado que se lo planteara en la entrada.


—Mi casa no está lejos —repuso, aunque los dos sabían que eso no era precisamente cierto—. Tengo muchas ganas de ver tu casa —añadió entusiasmada—. ¿La mandaste construir para ti?


Para su alivio, él aceptó la insinuación y la condujo escalones arriba.


—Se la compré a alguien a quien trasladaron al este justo después de que la terminaran —explicó, manteniendo abierta una de las puertas de madera tallada—. Mi padre trabaja en la construcción, de modo que él la inspeccionó.


Se detuvieron en la entrada de dos niveles, donde él dejó la ensaladera en una mesa lateral mientras la ayudaba a quitarse el abrigo y lo colgaba.


—Es preciosa —exclamó, girando en un círculo lento.


Las paredes y el techo abovedado se hallaban cubiertos de madera que relucía suavemente a la luz del candelabro. Éste, compuesto de formas de cristal irregulares, colgaba de una pesada cadena. Una escalera con una barandilla tallada ascendía por una pared lateral hasta un rellano abierto en la primera planta.


Más allá de la entrada se encontraba el salón, donde dos sofás de piel de un rojo oscuro estaban frente a frente delante de una chimenea de piedra. Unas alfombras de tonalidades brillantes adornaban diversos puntos del suelo de parqué barnizado.


—Posterguemos el recorrido hasta después de la cena —dijo Pedro.


La condujo al comedor, donde dos manteles individuales adornaban un extremo de la larga mesa. Dejó la ensaladera y Pau depósito el aliño al lado.


—Ven —instó él—. Te mostraré la cocina.


Al entrar en la lujosa habitación, el olor a lasaña ayudó a que se le hiciera la boca agua.


—Tu madre debe de ser una cocinera magnífica —comentó, respirando hondo.


—Para ella es una obra de amor —repuso mientras se ponía un guante de cocina y abría el horno—. Le haré llegar tu comentario.


Extrajo la fuente y una barra de pan envuelta en papel de plata. Mientras los llevaba a la mesa, Pau llevó un cuenco con cuscurros de pan y otro con queso parmesano rallado.


—Creo que ya estamos listos —comentó él después de regresar de la cocina con una botella de vino.


Después de apartarle la silla, la imitó y se sentó. Durante la cena, Pau pudo relajarse y hacer a un lado sus reservas. Al terminar, recogerlo todo en esa cocina moderna sólo requirió unos minutos.


—Ahora comprendo por qué consideraste que a mi cabaña le faltaban algunas comodidades —bromeó mientras pasaba las yemas de los dedos por el granito pulido de la encimera—. Esta cocina es un sueño.


—Me hace feliz que te guste —cerró la puerta del lavavajillas y apretó unas teclas del panel de control.


Pau ladeó la cabeza.


—¿Está funcionando? —preguntó—. No oigo nada.


—Es muy silencioso —explicó, pasándole el brazo por el hombro—. Y ahora, ¿prefieres quedarte aquí hablando de electrodomésticos o quieres ver el resto de la casa?


Ella le pasó el brazo por la cintura y le sonrió.


—¿Tú qué crees?


Se inclinó y le plantó un breve beso en los labios.


—Lo que creo es que para mí es muy importante que te guste esta casa.


La implicación de esas palabras, junto con el calor de la expresión que mostraba, hizo que el espíritu de Pau surcara los cielos.


Cuando volvió a besarla, fue a su encuentro. La pegó a él, dejando que probara el vino de sus labios. Y cuando la soltó, apenas pudo recobrar el aliento.


—Sé que no llevamos mucho tiempo —dijo él con las manos en sus hombros—, pero no puedo evitarlo —apoyó la frente en la suya—. Te amo, Pau —susurró—. Lo único que quiero es hacerte feliz.


—Oh, Pedro —murmuró, pegando la mejilla contra su camisa—. Yo también te amo.


Durante unos instantes, se abrazaron con fuerza sin decir una palabra. Comprendía que ese hombre era todo lo que alguna vez había querido. Él había mirado más allá de la superficie y visto lo que nadie había logrado ver. Y la amaba, la amaba de verdad.


—Soy la mujer más afortunada del mundo —exclamó cuando al final se separaron un poco para sonreírse.


—No —corrigió él con firmeza—. Yo soy el afortunado. Vamos —dijo—. Ahora es aún más importante que te muestre la casa.


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