Al día siguiente en el trabajo, Pau almorzaba en su escritorio cuando Pedro escoltó hasta la salida a un representante de ventas de la compañía de teléfonos con el que llevaba hablando media mañana. Antes le había comentado que quizá ya había llegado el momento de actualizar todos los aparatos y quería saber qué ofrecían.
Cuando regresó, ella le sonrió.
—¿Qué estás haciendo? —le preguntó él ceñudo—. ¿No vas a comer conmigo?
El comentario la sorprendió. Aunque por lo general lo hacían, ella no había querido dar por hecho que comerían todos los días juntos.
—Puedo hacerlo —cerró la tapa de la tartera con ensalada—. No sabía cuánto iba a durar tu reunión y empezaba a tener hambre.
—Vamos —instó Pedro dirigiendo una mirada al reloj—. He de estar de vuelta a la una.
Ella contuvo la réplica, diciéndose que tendrían que aprender las costumbres del otro, excusándolo porque debía tener muchas cosas en la cabeza. Durante la comida en un local de comida rápida, le describió las diversas ideas que se le habían ocurrido para la sesión de fotos.
—¿Qué te parece? —le preguntó, ansiosa de recibir su opinión.
—Me suena bien —respondió.
Tragándose su decepción, Pau asintió.
—De acuerdo —probablemente era mejor que no intentara dirigir cada uno de sus pasos, que tuviera confianza en que haría un buen trabajo.
Antes de darse cuenta, fue hora de regresar a la oficina. Ninguno habló durante el breve trayecto de vuelta.
—¿Te apetece venir a cenar esta noche? —preguntó él de sopetón antes de bajar de la camioneta—. No cocino mucho, pero tengo una lasaña de mi madre en el congelador —le apretó levemente la mano—. Además, aún no has visto mi casa y tengo ganas de mostrártela.
Pau se sintió embargada por un sentimiento de expectación.
—A mí también me gustaría —tuvo ganas de inclinarse y darle un beso, pero sabía que alguien podía aparecer por la esquina del edificio en cualquier momento, de modo que se conformó con devolverle el apretón de mano antes de soltársela—. ¿Puedo llevar algo? ¿Una ensalada o vino? —inquirió.
—Vino tengo, pero una ensalada sería estupendo si no representa muchas molestias —esperó que fuera por delante de él a la oficina—. ¿A las siete?
—Allí estaré —quizá esa noche volvieran a hacer el amor, se dijo Pau. La perspectiva hizo que se sintiera levemente mareada.
Justo antes de que abriera la puerta y bajara, él dijo:
—Y no olvides llevar ropa para mañana. Seguro que no querrás ponerte lo mismo dos veces seguidas.
A pesar de su propia sensación de expectación, que diera por hecho como algo normal que pasaría la noche con él la dejó aturdida. Tragó saliva y logró asentir sin mirarlo.
—Gracias por la comida —murmuró—. He de hacer unas llamadas.
Sin decir otra palabra, él se fue a su despacho mientras ella se dejaba caer en el sillón y guardaba el bolso en el cajón de la mesa. Marcó la extensión de Nina para comunicarle a la mujer mayor que ya había vuelto, luego se volvió hacia el ordenador y contempló la pantalla sin ver nada.
La normalidad e indiferencia con que había dejado entrever que eran pareja la había entusiasmado al principio, pero a nadie le gustaba que dieran las cosas por sentadas.
Con sentimientos encontrados, esperó que la tarde pasara con inusual lentitud. Decidida a mantener una mente abierta, se marchó a las cinco y pasó por una tienda para comprar lechuga y pepinos.
Momentos más tarde, entraba en la cabaña. Después de haberse dado una ducha, haberse puesto loción corporal y haberse secado el pelo, se puso unos vaqueros y un jersey de cuello vuelto. Esperaba que a Pedro le gustara el azul oscuro, porque su escueto sujetador y sus braguitas eran de la misma tonalidad que el jersey.
Sintiéndose atractiva y deseable, se dejó el cabello suelto, añadiendo unos pendientes de plata y maquillaje a su rostro. Entrando en la diminuta cocina, lavó los tomates, bajó una ensaladera grande de madera del anaquel superior y se puso a trabajar en la ensalada.
Unos minutos antes de las siete, fue hacia la casa de Pedro siguiendo las directrices que él le había proporcionado anteriormente. Mientras conducía por el camino oscuro, las nubes que habían llenado el cielo durante casi todo el día, finalmente cumplieron con su amenaza.
Se negó a dejar que la lluvia que chorreaba por el parabrisas de su coche le estropeara el estado de ánimo. A los pocos minutos vio el letrero de la calle donde se suponía que debía realizar su primer giro. La condujo a una parte de Thunder Canyon que no había explorado con anterioridad.
No la sorprendió que Pedro viviera en una urbanización lujosa en las colinas. Las casas allí estaban más separadas entre sí, distanciadas del camino principal por columnas, puertas de hierro forjado u otras entradas elaboradas.
Justo cuando paraba la lluvia, vio la pieza de granito que Pedro le había descrito con su dirección cincelada en la fachada. Iluminada por un pequeño foco, marcaba la entrada a su propiedad.
Apretó el volante y respiró hondo. No podía ver mucho del terreno en la oscuridad, pero su primer vistazo de la casa le encantó. Con el tejado en pendiente y los ventanales altos y luminosos, le recordó un poco a un alojamiento para esquiadores.
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