Paula Chaves no había imaginado nunca que un bebé pudiera exigir tanta atención. Miró a Dante, que en ese momento dormía con aspecto angelical, pero que en todo el fin de semana no le había dado ni un minuto de respiro.
Su secretaria, Mariana, no iba a creerla cuando le resumiera lo que había sucedido en aquellos dos días. Dos días que se le habían hecho eternos durante los que Dante había vuelto del revés su vida, normalmente rutinaria y sistemática. Nunca más volvería a creer que los niños dormían todo el tiempo. Y de haberlo sabido, habría prestado más atención a las explicaciones que Sonia le había intentado dar mientras su marido, Miguel, tiraba de ella para llevársela a pasar un romántico fin de semana de celebración de su segundo aniversario de boda.
Apoyó los codos en las rodillas y deslizó la mirada por los juguetes, los pañales y el resto de parafernalia que había invadido su salón, y que tendría que recoger antes de que los padres de Dante llegaran.
Con un poco de suerte, incluso le quedaría algo de tiempo para preparar la reunión semanal de socios. Echó una ojeada al reloj. Todavía era pronto. Faltaban al menos un par de horas para que Miguel y Sonia fueran a por Dante. Con un poco de suerte, si aprovechaba el tiempo antes de que se despertara, podría trabajar un poco.
Eso no significaba que no lo hubiera pasado en grande cuidando de su ahijado, riendo, llevándolo a la playa, dándole un helado… Era un niño adorable y Paula estaba dispuesta a ofrecerse a cuidar de él siempre que sus padres la necesitaran.
El ruido de un motor deteniéndose delante de su casa hizo que mirara de nuevo la hora. Era demasiado temprano para que se tratara de Miguel y Sonia. Sonó el timbre y Paula miró a Dante para ver si el ruido le había despertado. El timbre sonó de nuevo más prolongadamente y fue a abrir la puerta sin molestarse en mirar por la mirilla.
—¡Pedro!
Al otro lado estaba Pedro Alfonso, el mejor amigo de Miguel, tan guapo y atractivo como siempre.
—Debería haber llamado —dijo él con su profunda y severa voz.
Paula, que había adquirido el hábito de no mirarlo para evitar que se le acelerara el pulso, cometió el error de fijarse en sus labios. Aunque habían transcurrido dos años desde que la había besado, en la boda de Sonia y Miguel, recordó las sensaciones que sus labios le habían trasmitido como si hubiera sido hacía apenas unos minutos. Tragó saliva.
—Pedro… —dijo con voz quebradiza.
¿Qué haría allí? Nunca se veían. De hecho, habían desarrollado un sexto sentido por el que evitaban coincidir en casa de sus mutuos amigos para ocultarles la animadversión que sentían el uno por el otro.
—Pedro, ¿qué haces aquí? —consiguió articular, al tiempo que alzaba la mirada y le desconcertaba comprobar que no tenía su habitual gesto de arrogancia, sino más bien… Su palidez y la sombra que velaba sus ojos la desconcertó—: ¿Te encuentras bien?
—Paula… —empezó él, pero en lugar de continuar, metió las manos en los bolsillos con gesto abatido.
No era propio de Pedro estar falto de palabras. Solía caracterizarse por su sarcasmo e ironía.
—¿Qué sucede? —preguntó ella, frunciendo el ceño.
—¿Puedo pasar?
—Claro —dijo ella, aunque no le agradaba particularmente tenerlo en su casa, y menos en el estado de desorden en que se encontraba—. Disculpa el caos.
Pedro no parecía ver nada de lo que lo rodeaba.
—Paulaa… —su mirada perdida estaba clavada en la de ella con una inquietante intensidad.
—¿Quieres un café? —preguntó ella para llenar el incómodo silencio que se produjo.
—No.
—¿Un té?
Pedro negó con la cabeza.
Paula fue a la cocina y abrió el frigorífico.
—¿Quieres un refresco?
Al oír que Pedro la seguía, se volvió. Él se frotó la nuca, cerró los ojos y, al abrirlos, Paula vio en ellos un brillo de… ¿tristeza?
—¿Qué quieres, Pedro? —preguntó con más aspereza de la que pretendía.
—Todo menos compasión.
Paula lo miró desconcertada.
—¿Por qué iba a ofrecerte compasión?
No hay comentarios.:
Publicar un comentario