Paula se apoyó en la puerta, suspirando. Había sido tan increíble que aún temblaba, pero el deseo que sentía por Pedro no había sido saciado del todo.
Iba a ser una noche fantástica, sin barreras.
Maite estaba moviéndose en la cuna. Era hora de cambiarle el pañal y darle el biberón.
–Estoy aquí, cariño.
La niña arrugó la carita. Estaba mojada y hambrienta y dejó escapar un grito de frustración.
–No, no, cariño…
Paula se inclinó para sacarla del parque y cuando Maite apoyó la cabecita en su hombro experimentó una increíble sensación de felicidad. Con Pedro en la otra habitación y Maite en brazos, lo tenía todo… pero no, no era cierto. No lo tenía todo, era una ilusión.
Red ridge no era su hogar.
Pedro no era ya su marido o no lo sería durante mucho tiempo.
Y mientras recordase eso, todo iría bien.
Después de cambiarle el pañal, fue con Maite a la cocina para calentar el biberón mientras le cantaba una nana.
Le pareció escuchar un ruido y cuando levantó la cabeza vio a Pedro apoyado en el quicio de la puerta.
Se había vuelto a poner los vaqueros y estaba mirándolas con los ojos brillantes.
Solo era un momento, un breve interludio donde todo era posible.
Pero tenía que dejar de pensar así. No había ido a Red Ridge para recuperar a Pedro sino para todo lo contrario. No había nada resuelto entre ellos.
Paula no quería arruinar aquel momento volviendo a la dura realidad, pero tenía que hacerlo porque en cuanto se fuera del rancho Pedro seguiría adelante con su vida.
Al día siguiente llamaría a la inmobiliaria para decirles que quería la casa. Aquello solo podía ser un breve interludio antes de empezar su nueva vida, sola con Maite.
Cuando sonó el pitido del microondas, Pedro sacó el biberón y se lo ofreció.
–Gracias.
–De nada.
–Llévala a la cuna cuando termine –murmuró él, acariciando el pelito de Maite.
La niña lo miró, pero cuando Paula puso la tetina en su boca, agarró el biberón con las dos manos, concentrándose en comer.
Paula la había dejado en el parque para poder tener un par de horas a solas con Pedro en el dormitorio y, aunque sabía que la niña había dormido perfectamente, se sentía un poco culpable. Y él, perceptivo como siempre, se había dado cuenta.
Cuando se quedó dormida, Paula la llevó al dormitorio y Pedro la observó, en silencio, mientras la metía en la cuna. Luego sopló las velas, que estaban casi derretidas, y tomó las copas para llevarlas a la cocina.
Paula lo encontró allí, esperándola.
–Se ha quedado dormida.
–Buena chica –dijo él, ofreciéndole una copa.
Estaba despeinado y la sombra de la barba le daba un aspecto aún más sexy, si eso era posible.
Paula tomó un sorbo de vino. Desde que Maite apareció en su vida no había podido probar el alcohol porque la niña dependía de ella y debía tener la cabeza despejada en todo momento. Además, no necesitaba alcohol para desear a Pedro, ellos siempre se habían emborrachado el uno del otro.
Aquel recuerdo permanecería siempre con ella porque cuando volviese a Nashville su vida tomaría un rumbo completamente diferente, centrada en Maite y en su trabajo. No tendría tiempo para romances.
Y no se imaginaba a sí misma abriéndole el corazón a otro hombre.
Mientras lavaba el biberón bajo el grifo empezó a sentir algo que no debería sentir. Pero las circunstancias empezaban a confundirla.
–¿Qué haces? –le preguntó él, tomándola por los hombros.
No iba a pensar esa noche, decidió. Se dejaría llevar por el deseo, un deseo que no podía ni quería negar.
Paula se desabrochó el cinturón del albornoz y Pedro tragó saliva.
–Nada –respondió, echándole los brazos al cuello. –Quiero hacerlo otra vez.
Él rio, una risa ronca y masculina.
–¿Tienes en mente algún sitio en particular?
–Esta vez, te toca elegir a ti –respondió Paula –Pero después elegiré yo.
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