Paula contuvo el aliento y el temperamento de Pedro se disparó. De no haber estado sosteniendo a Matías, probablemente le hubiera dado un puñetazo. Pero por el bien de su hijo, se controló. Se plantó delante de Paula y habló con tono muy sereno y ecuánime:
–Estás hablando de la mujer que amo. Y es la última vez que le hablarás de esa manera. ¿Entendido?
Quizá el otro comprendió que se había excedido, porque retrocedió.
–Tienes toda la razón, ha sido algo injustificado. Lo siento, no era mi intención.
–Voy a vestir a Matias –dijo Paula con voz baja, quitándoselo a Pedro, dejándolo a solas con su padre.
Pedro sabía que eso era algo que Paula probablemente nunca olvidaría y tuvo la sensación de que su padre lo sabía. Aunque creía que estaba recibiendo exactamente lo que se merecía, una parte de él sintió simpatía por el otro. Sabía lo que era perder los nervios y decir o hacer algo que luego se llegaba a lamentar. La diferencia era que había sido lo bastante hombre como para controlarlo. Quizá representara el toque de alerta que el padre de Paula necesitaba. Quizá los ayudara a sanar la relación fracturada.
Después de un silencio incómodo, el padre de ella dijo:
–Traigo regalos para Matías. ¿Los entro?
¿Es que le pedía permiso a Pedro? Quizá suponía que tendría mejores posibilidades con él antes que con Paula. Y a menos que hubiera algún peligro, Pedro no consideró su lugar interponerse entre abuelo y nieto.
–Claro, tráelos.
Abrió la puerta y le hizo una señal al hombre que había de pie en la acera. Había estado esperando en el frío con los brazos llenos de paquetes. Hicieron falta tres viajes para entrarlo todo. Decididamente, esa no era la manera en que Pedro había soñado con pasar la Navidad. Las familias tenían un modo peculiar de fastidiar los planes.
–Y bien –comentó el padre de Paula cuando terminó–, ¿tienes planes para casarte con mi hija?
Debería haber esperado algo así, pero la pregunta lo sorprendió un poco.
–La idea me ha pasado por la cabeza.
–Supongo que es demasiado esperar que pidas mi permiso.
En ese punto tendría suerte de recibir una invitación para la boda.
–No veo que eso vaya a suceder.
–Supongo que esperarás un trabajo en mi empresa, con un despacho que haga esquina.
¿Es que ese sujeto podía ser más arrogante?
–Ya tengo un trabajo –respondió.
El otro frunció el ceño.
–No estoy seguro de que me guste la idea de que mi yerno trabaje para la competencia.
A Pedro le importaba un bledo lo que le gustara o no. Sin contar con que tendría serios problemas trabajando para alguien como el padre de Paula, en particular si terminaba resultando ser el responsable del sabotaje.
Paula apareció en el vestíbulo con Matías en brazos. Lo había vestido con un disfraz navideño.
–¿Has comido ya? –le preguntó a su padre.
–No.
–¿Querrías quedarte a cenar con nosotros?
El otro miró a Pedro.
–Si no es una imposición.
¿De repente veía a Pedro como el hombre de la casa o solo temía realizar el movimiento equivocado?
–¿Por qué no te llevas a Matias mientras yo termino la cena y Pedro se ducha? –dijo Paula.
Se quitó el abrigo y tomó al pequeño en brazos, llevándoselo al salón. Paula le hizo un gesto a Pedro para que fueran pasillo abajo y este la siguió al dormitorio. Cerró la puerta y se apoyó en él, le rodeó la cintura con los brazos y enterró la cara en su pecho.
–¿Estás bien? –le preguntó él, frotándole la espalda.
–Después de lo que me dijo, ¿estoy loca por invitarlo a quedarse?
–Si iba en serio, quizá; pero no creo que lo pensara. Creo que se sentía amenazado y atacó sin pensar. Los hombres como él están acostumbrados a tener el control. Quítaselo, y dicen y hacen cosas estúpidas.
–Supongo que eso tiene sentido –alzó la cara y lo miró–. Gracias por defenderme.
–Tú me defendiste primero. ¿Hablabas en serio?
–¿A qué parte te refieres?
–Al decir que soy el hombre al que amas –le acarició la mejilla.
–Sí –se puso de puntillas y le dio un beso, susurrándole a los labios–: Te amo, Pedro.
–Te amo, Paula.
Ella sonrió.
–Será mejor que vuelva a la cocina antes de que se queme la cena.
–En un minuto estaré allí para ayudarte.
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