El lunes por la mañana se hallaba en su despacho conectado a Internet en busca de ideas cuando llamó su madre.
–Un amigo me ha invitado a un crucero, así que no podré pasar la Navidad contigo y con tu hermano –le dijo sin mostrarse en absoluto arrepentida.
Pedro estaba seguro de que su amigo sería significativamente mayor y muy rico.
–Bueno, pues que te lo pases bien –repuso, preguntándose si había captado el alivio en su voz.
Antes de colgar, ella le deseo una feliz Navidad. Su madre, la reina de hielo. Pero aunque solo sirviera para eso, la llamada lo ayudó para darle una excelente idea para el regalo.
A la primera búsqueda, encontró exactamente lo que buscaba en Internet. ¡Era perfecto!
Concluyó los arreglos, imprimió el correo electrónico de confirmación y borró el historial de su buscador cinco minutos antes de una reunión programada con varios miembros de su equipo en la cafetería del hall de entrada.
La reunión duró todo el almuerzo y cuando estaba a punto de subir a su despacho, su secretaria lo llamó para decirle que lo esperaba su hermano.
–Ya estoy subiendo.
–Le diré que espere.
Subió hasta la última planta sintiéndose orgulloso consigo mismo por lo que consideraba el regalo ideal para Paula. Algo que ella no esperaría ni en un millón de años. Iba por el vestíbulo de su planta cuando se dio cuenta de que había olvidado el correo de confirmación en su mesa. No llevaba impreso los nombres de los pasajeros, solo el itinerario, pero solo eso sería sospechoso. Quizá tuviera suerte y Julian no mirara nada que hubiera sobre su mesa, aunque sabía que la posibilidad era remota.
Al pasar saludó a su secretaria con un gesto de la cabeza y entró en el despacho. Julian se hallaba de pie junto a la ventana. Se volvió al oír a su hermano.
–¿Cómo estás? –saludó Pedro, yendo hacia su mesa.
El correo seguía donde lo había dejado, junto a su ordenador portátil. Depositó la carpeta que llevaba encima de él y se sentó.
–Supongo que te llamó –dijo Julián.
–Supongo que hay un Papá Noel y este año me ha regalado exactamente lo que quería.
–¿Te dijo quién era su nuevo «amigo»?
–No, y yo no se lo pregunté.
–Es un barón que conoció en su último viaje a Europa. Veinte años mayor que ella. Rico desde tiempos inmemoriales.
–Vaya sorpresa.
–Supongo que no has hablado con papá.
Miró a su hermano. Desde luego que no, y por su vida que aún no sabía por qué Julián lo hacía.
–Vuelve a casarse.
–¿Cuántas veces lleva con esta?
–Cinco. Es una auxiliar de vuelo de veintiocho años. La conoció en un viaje de negocios a Nueva York. Piensa venirse aquí desde Seattle para vivir con él.
–Les doy seis meses.
–Sé que no lo quieres creer, pero se ha suavizado mucho desde que éramos críos. Cada vez que hablo con él pregunta por ti. Sé que le gustaría tener noticias tuyas.
–Eso no va a suceder.
–Cielos, Pedro, a veces creo que eres más obstinado que él –comenzó a dirigirse hacia la salida, pero se detuvo y se volvió–. A propósito, tengo que preguntártelo, ¿qué hace un hombre soltero comprando un crucero a Disneylandia para tres?
Pedro maldijo para sus adentros, aunque por fuera permaneció impasible.
–No es que sea asunto tuyo, pero no he reservado el viaje para mí. Lo hice para un amigo. Le preocupaba que su mujer lo descubriera y quería que fuera una sorpresa para Navidad.
Fue la mejor excusa que se le ocurrió.
Julian se encogió de hombros.
–Será mejor que vuelva al trabajo.
Pedro esperó haber evitado la tragedia.
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