domingo, 20 de septiembre de 2020

EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 25

 


Un gemido interrumpió su sueño. Era agradable estar soñando con que era acariciada y abrazada por un hombre atractivo... tan agradable que no pudo resistirse a estrecharse nuevamente contra él.


—Paula.


No podía determinar si aquel ronco susurro era parte del sueño o no. Decidiendo ignorarlo, enredó su pierna con la de él, una pierna musculosa y cubierta de pelo... Humm. El contacto era increíblemente placentero.


Volvió a escuchar un gemido, pero en aquella ocasión parecía mucho más tortuoso. Los brazos se tensaron a su alrededor y alguien le susurró al oído:


—Paula, cariño, me estás matando.


¿Matando? Aquello no encajaba en absoluto con su sueño.


Abrió ligeramente los ojos. Y no le sorprendió particularmente encontrar un brazo sobre su cabeza ni descubrir su mejilla sobre un bíceps perfectamente formado. Su mano descansaba sobre el pecho de un hombre, con los dedos enredados en los rizos de vello.


Sí, aquello tenía que formar parte del sueño. ¿O quizá no?


Sintiéndose repentinamente insegura, terminó de abrir los ojos. Y se encontró con un rostro moreno, de ojos penetrantes, a sólo unos centímetros de ella. Lo reconoció inmediatamente, por supuesto. Era el del hombre que la estaba abrazando, del hombre con el que había entrelazado las piernas. Pedro Alfonso.


La había rescatado en el club y la había llevado a su coche. ¿Pero qué había ocurrido después?


Por lo revuelto que tenía el pelo Pedro y la pesadez de sus párpados, parecía que él también acababa de despertarse. En ese momento, la joven se dio cuenta de que sólo llevaba encima un traje de baño. Él también. Estaban tumbados el uno al lado del otro, prácticamente desnudos... y Pedro la miraba con un deseo que encontró un eco inmediato en su interior.


—Antes de que digas una sola palabra —susurró Pedro con voz ronca—, hay algo que tengo que hacer —posó la mano en su nuca y le hizo inclinarse hacia él.


Paula sabía lo que quería. Y ella también lo deseaba. Un beso. Sólo uno.


Pedro rozó sus labios lentamente y buscó con la punta de la lengua el interior de su boca. Un gemido de excitación escapó de la garganta de Paula mientras deslizaba las manos por los hombros de Pedro.


Pedro gimió a su vez y enmarcó su rostro con la mano mientras continuaba deleitándose en su boca.


El deseo aumentaba, corría convertido en ríos de lava por las venas de Paula. Se sentía viva, maravillosamente viva, como hacía mucho tiempo que no lo estaba. Y ansiaba más del calor que Pedro le daba, quería su boca, su cuerpo.


Pero el beso pronto terminó. Pedro se separó de ella y la miró vacilante.


—¿Paula? ¿Estás completamente despierta?


Paula asintió. Lo único que en ese momento quería era volver a hundirse en su beso.


—¿Y sabes que soy yo, Pedro?


—Sí, Pedro —admitió suavemente—. ¿Quién si no ibas a ser?


Y fue en ese momento cuando el engranaje de su cerebro se puso de nuevo en marcha. Por supuesto que era Pedro. ¿Pero qué estaba haciendo con él? No tenía que besarlo, ni descansar semidesnuda entre sus brazos. Abrió los ojos de par en par.


—¿Qué estamos haciendo? ¿Qué diablos estamos haciendo?


Pedro cerró los ojos, como si acabara de recibir una bofetada. Deshizo su abrazo, se tumbó de espaldas y se quedó mirando fijamente hacia el cielo.


Paula se sentó de un salto. El pánico había reemplazado ya por completo el placer que antes la había invadido.


—Por el amor de Dios, ¿dónde estamos?


—En los alrededores del lago Juneberry.


—¡El lago Juneberry! —lo miró confundida—. ¿Pero por qué? Recuerdo que me ayudaste a salir del club, y que me llevaste a tu coche... ¿Y después me has traído a este lugar tan apartado?


—No es un lugar apartado —se defendió Pedro—. Hay mucha gente en esta colina.


—Pues yo no veo a nadie —replicó Paula.


Pedro se incorporó para comprobarlo por sí mismo. El desconcierto puso finalmente fin a su deseo. Alarmado, miró el reloj.


—Es tarde, tenemos que irnos.


—¿Qué hora es? —por la posición del sol, que buscaba ya su camino tras las montaña comprendió que debían de ser por lo menos la seis. Y eso significaba que iba a llegar peligrosamente tarde a su trabajo.


—Casi las siete.


—¡Las siete!


—Debería haberte despertado antes —admitió Pedro con expresión culpable—. Pero yo también me he dormido. Últimamente tampoco a mí me está resultando nada fácil conciliar el sueño —la miró como si fuera ella la culpable. Y el calor de su mirada le recordó a Paula su beso.


Desvió la mirada, asustada por la facilidad con la que aquel hombre conseguía excitarla.


—Toma —le dijo Pedro tendiéndole su camisa—. Ponte esto, está empezando a hacer frío.


Agradeciendo poder ocultar su semidesnudez y aliviar el frío, Paula se puso la camisa. Al hacerlo se sintió rodeada de la excitante fragancia de Pedro. Éste, por su parte, se dispuso a ayudarla, ajustando la camisa, liberando la melena que había dejado atrapada y abrochándole los botones. Mientras lo hacía, su mirada vagaba por el rostro de Paula.


—Ya sigo yo —susurró ella casi sin respiración, estremecida por el roce de sus dedos. Procurando mantener la mirada lejos del rostro de Pedro, Paula terminó de abrocharse la camisa. Lo que tenía que hacer, se dijo, era concentrarse en la crisis que sin duda se avecinaba.


—Hemos estado aquí toda la tarde y ni siquiera le he dicho a Laura que iba a salir.


—La he avisado yo.


—¿Entonces sabe que estoy contigo?


—Después de nuestra espectacular salida de la piscina, no creo que haya alguien que no lo sepa —se levantó y le tendió la mano para ayudarla a incorporarse.


Paula la aceptó.


—Entonces, la única forma que tengo de salvar la cabeza es que esta noche me vea recibiendo una transfusión de sangre en tu clínica.


—Sí, es una idea —contestó Pedro sin desprenderse de su mano—. No te importaría, ¿verdad? Y supongo que ésa sería la única excusa que aceptara. Por supuesto, tendría que brindarte mi propia sangre.


Ambos sonrieron. Pedro le soltó lentamente la mano, recogió la manta y se dirigió hacia el Jaguar.


—Y se suponía que tenía que ir a buscarla a las seis.


Paula cerró los ojos angustiada. ¡El baile! ¿Cómo podía haberse olvidado? Debería estar atendiendo a los niños. Y Pedro tendría que estar ya arreglado, llevando a una elegante Laura a su lado.


No cabía duda, Laura debía de estar subiéndose por las paredes.


—Siento haber echado a perder tu cita —se disculpó, mortificada por los problemas que había causado. Aun así, una parte de su corazón casi se alegraba de lo ocurrido... lo que la mortificaba mucho más todavía.


Sin volverse hacia ella, Pedro musitó algo ininteligible y arrojó la manta al interior del coche. Él no podía saber, por supuesto, lo que el enfado de Laura podía significar para ella. Nadie, salvo Ana, sabía lo desesperadamente que Paula necesitaba ese trabajo... y Ana todavía iba a estar fuera otro par de semanas.




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