Pedro se maldijo a sí mismo repetidas veces. Se había prometido dejar de pensar en ella y estaba llevándola a su coche.
Y no porque necesitara ningún tipo de atención médica.
Había determinado ya que no corría peligro de deshidratación y tampoco iba a desmayarse. Lo único que necesitaba era dormir, disfrutar de un saludable descanso.
Pero en cuanto consiguió aplacar mínimamente su enfado, se permitió una pequeña justificación: no podía dejarla dormir bajo el sol. Además, Paula le había pedido ayuda.
Y jamás se había sentido tan agradecido por una petición de ayuda.
Se había hecho cargo inmediatamente de lo que Paula quería y les había pedido a las dos adolescentes que llevaran a Julián y a Teo con Laura. Las había observado mientras acompañaban a los niños a las pistas de tenis, donde la habían encontrado. Laura no había parecido muy contenta con la interrupción. Y tampoco de verlo marcharse con su empleada.
No eran buenas noticias.
Desde que había oído la frialdad con la que se dirigía a Paula la noche anterior, había empezado a ver a Laura bajo una nueva luz. La elegancia que había admirado en ella desde que estaban en el instituto había comenzado a parecerle una desagradable arrogancia y su supuesta amabilidad una actitud superficial. Deseaba no haberle pedido que lo acompañara a aquel baile benéfico. Lo haría, por supuesto, pero sólo porque ya se había comprometido.
Pero no quería seguir perdiendo el tiempo pensando en Laura, de modo que volvió a prestar atención a Paula. Al parecer no había dormido mucho últimamente y quería saber por qué. Quería averiguar unas cuantas cosas sobre ella.
Una ya la había aprendido: lo que se sentía al tenerla entre sus brazos. Al disfrutar de la cremosidad de su piel contra la suya, de la voluptuosa curva de su seno contra su pecho, de la tentadora suavidad de su pelo.
Había imaginado ya que sería una sensación maravillosa. Pero aquella tarde había podido averiguar cuánto.
Cuando la instaló en el asiento del jaguar, Paula intentó alzar la cabeza.
—Teo y Julián... —comenzó a decir.
—Están con su madre.
—Tengo que hablar con ella. Tengo que decirle...
—Yo la llamaré —la tranquilizó Pedro—. Tú relájate.
Paula apoyó la cabeza en el asiento y susurró una disculpa por no poder controlar su sueño. Pedro le aseguró que no importaba, le apartó con ternura un mechón de pelo que cubría sus ojos y la instó a que siguiera durmiendo.
En cuanto se colocó tras el volante, sacó el teléfono móvil y le dejó un mensaje a Laura en el contestador. Paula descansaba mientras tanto a su lado, apoyando la cabeza en su hombro y sumida en un dulce sopor.
Pedro procuró no mirarla mientras conducía. Paula había doblado sus hermosas piernas contra él y su traje de baño se moldeaba a su cuerpo como una segunda piel, dibujando sus hermosas caderas.
Tenía que obligarse a controlar el ritmo de su respiración. Y a concentrarse en la carretera.
Lo peor del caso era que no sabía a dónde llevarla.
Como no estaba enferma, no podía llevarla a la clínica. En casa de Laura era absurdo, puesto que se pondría a trabajar en cuanto se levantara. Además, si quería ser sincero consigo mismo, tenía que admitir que prefería quedarse con ella. Para asegurarse de que nadie la molestara, se justificó.
Consideró la posibilidad de llevársela a su casa. A su casa, donde podría dormir cómodamente. Al imaginársela allí, se apoderaron de él sensaciones en absoluto inocentes. Pero todavía no había perdido del todo la cabeza. Probablemente, a Paula no le hiciera ninguna gracia despertarse en su cama. Y él no podía arriesgarse a que perdiera la mínima confianza que se había atrevido a poner en él.
De manera que condujo hacia una pradera situada tras un bosquecillo, en una loma de los alrededores del lago Juneberry. Bajo ellos, descansaban una media docena de parejas.
Aquel lugar era el más indicado, se dijo. No iban a estar completamente solos, pero podían contar con cierta privacidad. Nadie los molestaría. El lago Juneberry era un lugar para amantes.
Así que aparcó el coche, extendió sobre la hierba la manta que llevaba en el coche, y colocó a Paula encima, cubriéndola lo mejor que pudo con su camisa, principalmente para conservar la escasa cordura que a aquellas alturas le quedaba. Era imposible mirar a Paula y no desear besarla.
¿Pero sabría ella hasta qué punto lo afectaba? Pedro jamás olvidaría lo que había supuesto para él encontrarla en la piscina, con aquel bañador que dejaba al descubierto sus magníficas piernas. Había tenido que hacer un condenado esfuerzo para mantener los ojos apartados de ella. Cuando la había visto refrescarse había alcanzado un estado que sólo podía ser descrito como lujurioso. Se le había quedado la boca seca. Y al final, cuando sobre la tela húmeda del bañador habían despuntado sus pezones erguidos, había estado a punto de levantarse de la tumbona. Aquella mujer era más sexy que pecar, incendiaba su sangre sin siquiera proponérselo. Porque eso era lo más excitante. Era absolutamente inocente de lo que hacía. Mostraba una dulce ingenuidad que la hacía todavía más deseable.
Pero no era inteligente desearla de aquella manera.
Paula se volvió hacia él, dejando al descubierto sus hombros. El sol los había teñido de un suave dorado y Pedro casi tuvo que sujetarse la mano para no tocarla.
De pronto, la joven se tensó. Sus hermosas cejas estaban fruncidas. Un gemido escapó de su garganta. ¿Tendría una pesadilla?
Respiraba agitadamente. Profundizó su ceño.
—No —gimió, apretando los ojos con fuerza—. Nooo...
Pedro le frotó el brazo, intentando tranquilizarla.
—Chsss. Estás bien, Paula, no pasa nada.
Paula continuó agitada y terminó sollozando. Estremecido de angustia, Pedro la acurrucó firmemente en sus brazos, susurrando palabras de consuelo.
Al parecer, había algo que la asustaba. Algo que posiblemente la había hecho llegar hasta aquel recóndito lugar, alejado de todo el mundo, aceptar un trabajo que estaba muy por debajo de sus posibilidades y mentir incluso a los médicos.
Pedro deseaba que pudiera confiar en él. Porque quería ayudarla. Y protegerla. Y alejarla del miedo que, estaba seguro, era al menos parcialmente responsable de su actitud.
—¡Mauro! —gritó Paula con un angustiado susurro—. ¡Mauro!
Pedro se quedó completamente helado. Su corazón parecía haber dejado de latir. ¿Mauro? Tragó saliva, intentando deshacer el nudo que repentinamente se había formado en su garganta y le acarició lentamente la cabeza. La tensión fue abandonándola lentamente y los temblores cesaron.
Mauro. Aquel nombre había sido como un puñetazo en la boca del estómago. ¿Quién era Mauro y por qué estaría Paula soñando con él? ¿Y qué estaría soñando? No podía asegurar si lo que había percibido en su voz era miedo, tristeza o ansiedad. ¿Sería alguien a quien estaba buscando, o alguien a quien echaba desesperadamente de menos?
Aquellas preguntas se hundieron en lo más profundo de sus entrañas, recordándole las razones por las que había decidido mantenerse alejado de ella.
En cualquier caso, continuó abrazándola. Acarició su pelo, sus hombros y la esbelta línea de su espalda, saboreando la sedosa textura de su piel.
Paula se acurrucaba contra él moldeando su cuerpo con la relajación de una amante. ¿Estaría pensando en otro hombre? Pero ni siquiera cuando se lo preguntaba podía dejar de sentir el excitante calor que irradiaba aquel cuerpo.
Deseaba deslizar las manos por todos sus rincones, despertarla cubriendo su rostro de besos, quitarle el bañador y hacer el amor con ella.
¿Pero quién diablos sería ese Mauro?
Quien quiera que fuera no estaba allí en ese momento. Y nadie, absolutamente nadie, podía impedir que continuara abrazándola.
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