miércoles, 29 de julio de 2020

CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 31




Paula era una mujer muy emotiva, con lo que resultaba muy natural que hubiera reaccionado de aquella manera: con compasión. No debía tomarse su reacción de una manera tan personal.


—No me compadezcas.


—No lo estoy haciendo.


—Sólo quería que entendieras que no estoy condenando ni a los rusos ni a sus orfanatos.


—Lo entiendo. Y entiendo también por qué has estado tan tenso durante todo el día. Tus sospechas sobre lo que le ocurrió a Sebastián han debido de provocarte tus propias pesadillas.


—No se trata de mí.


—¿Cómo puedes decir eso? Por supuesto que se trata de ti. Todo eso explica quién eres. Por eso te muestras tan protector con Sebastian, y por eso crees tanto en la adopción. Seguramente por eso mismo también te hiciste profesor.


Desnudar su cuerpo era una cosa, pero aquello era mucho más de lo que había pretendido. Se sentía… vulnerable.


—Paula, ¿podrías devolverme la camisa?


Pero ella no hizo ningún intento por recogerla del suelo.


—Tu profesor, el hombre que te rescató…


—¿Qué pasa con él?


—Se llama Alfonso, ¿verdad?


—Sí.


Oyó que se le cortaba el aliento, como si estuviera reprimiendo un sollozo.


—Maldito seas, Pedro —dijo mientras se apresuraba a recogerle la camisa.


—¿Por qué?


—Porque te escondes detrás de esa fría fachada de profesor y te esfuerzas por mostrarte desagradable conmigo cuando al mismo tiempo me dices cosas que hacen que me olvide de… —sacudió la cabeza.


—¿De qué?


—Quizá no sea una buena idea que ahora te comprenda tan bien.


—¿Por qué no?


Con la camisa en la mano, se volvió para mirarlo y alzó la mirada. Le brillaban los ojos por las lágrimas. Pedro ya la había visto llorar antes por Sebastián, pero esa vez sabía que aquellas lágrimas no eran por su sobrino. Lo estaba mirando como lo había mirado el día anterior en el centro médico del barco, justo antes de besarlo.


Ningún hombre habría sido capaz de resistir esa mirada. En esa ocasión no esperó a que ella tomara la iniciativa. Apoyando todo su peso sobre su pierna sana, soltó una muleta y la tomó de la nuca para besarla.


Paula recibió el beso con un suspiro. Pedro procuró acallar la voz de alarma que resonaba en su cabeza. Sabía qué era lo que lo estaba haciendo olvidar, porque a él le ocurría lo mismo. Porque él también quería olvidar. En aquel momento, no estaba besando a su enemigo. Estaba besando a Paula.


Ladeó la cabeza como había hecho el día anterior, embebido de su delicioso aroma. Podía sentir el temblor de sus labios mientras se fundían con los suyos.


Besaba como nadie: apasionadamente, completamente desinhibida. Una vez que empezó, ya no volvió a vacilar. Soltó su camisa y apoyó ambas manos sobre su pecho para sostenerse. Luego se puso de puntillas y entreabrió los labios.


Ante aquella tácita invitación, el deseo empezó a bombear por las venas de Pedro. Aun así, no deslizo de inmediato la lengua en el dulce interior de su boca. Se condujo lentamente, con cuidado, disfrutando de aquel momento de intimidad, paladeando su sabor.


Y a ella pareció gustarle. Pedro podía sentirlo por la forma en que le devolvió el beso y por el movimiento de sus manos sobre su pecho. 


Deslizaba las palmas por su fino vello, siguiendo el contorno de sus músculos, acariciándolo con un atrevimiento que no había usado con su espalda.




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