viernes, 10 de julio de 2020
UN AMOR EN EL OLVIDO: CAPITULO 11
Tres meses atrás, era perfecta. Su figura era esbelta, pero con curvas en los lugares adecuados. Sin embargo, en aquel momento, sus pechos de embarazada eran tan turgentes y su cintura seguía siendo tan esbelta, que Paula se había convertido en el sueño de cualquier hombre.
Incluido él mismo.
Había permanecido a propósito en el despacho hasta las tres de la mañana contestando e-mails y llamadas de teléfono referentes a su contrato de Australia.
Había estado a punto de dormirse sobre el ordenador antes de entrar en el dormitorio para acostarse en el sofá.
Incluso dormido, no había dejado de soñar con que le hacía el amor a Paula. Se había despertado con una erección.
Lanzó una maldición y trató de estirar el cuello.
Le dolía por todas partes. Entró en el cuarto de baño y abrió el grifo de la ducha. Siempre había sabido que Paula era superficial y egoísta, pero le habían intrigado profundamente todas sus contradicciones, que fuera virgen, que jamás le hiciera preguntas ni revelara ninguno de sus sentimientos. Al contrario de otras mujeres, había disfrutado en la cama sin emoción alguna.
Pedro se había sentido completamente cautivado por ella. Cuando, en la cama, la empujaba hasta llegar al clímax, los ojos azules le habían brillado con repentina vulnerabilidad. Ese hecho le había llevado a pensar que había algo más dentro de su alma. Un misterio que sólo él podía resolver. Había seguido creyendo aquello hasta el día en el que ella se levantó de la cama, rebuscó en su caja fuerte y robó información financiera de gran importancia, que le entregó a Luis Skinner durante un
romántico desayuno.
Aquella noche, las acciones del grupo Alfonso bajaron casi medio punto, lo que provocó que Pedro perdiera casi su empresa entera. Si él no hubiera tenido el recurso de su fortuna personal para respaldar a su empresa, lo habría perdido todo. En vez de comprar pequeñas empresas en apuros, habría pasado a ser uno de los pobres diablos que se veían obligados a vender.
Lanzó una maldición en griego.
Y, a pesar de todo eso, había estado a punto de besarla aquella noche. Había querido poseerla contra la pared de un pequeño callejón una y otra vez, hasta que se hubiera saciado de ella.
Apretó los puños y se metió en la ducha. Dejó que el agua caliente le cayera por su cuerpo desnudo y se enjabonó. ¿Tan malo sería ceder a la tentación? ¿Tan malo sería tomar lo que tanto deseaba?
Recordó la primera vez que saboreó un carísimo whisky escocés.
Sólo tenía diecinueve años y acababa de llegar a Nueva York. Había trabajado muy bien para su jefe estadounidense en Atenas, pero aquél era un país nuevo. Un nuevo mundo. Llevaba esperando más de media hora en el despacho de Damian Hunter y cada vez estaba más nervioso.
Al final, decidió servirse una copa de whisky.
Acababa de dar un sorbo cuando se dio cuenta de que Damian lo estaba observando desde la puerta.
Mientras se preguntaba si lo iban a despedir en su primer día de trabajo, levantó la barbilla y había observado con gesto desafiante:
—Está muy bueno.
—Es cierto —replicó Damian—. Bébetelo todo.
—¿Todo? —preguntó Pedro, mirando horrorizado la botella. Estaba casi llena.
—Sí. Ahora mismo o márchate de aquí.
Pedro se bebió la botella entera como si fuera agua. Sin embargo, su arrogancia se vio castigada cuando se pasó casi toda la mañana vomitando en el cuarto de baño de la oficina, consciente de que el resto de sus compañeros se estaban riendo de él en el pasillo. Cuando por fin regresó al despacho de su jefe, tenía el rostro enrojecido y sudoroso y se sentía profundamente humillado.
—Ahora, ya sabes que no debes robarme —le dijo Damian—. Ahora, ponte a trabajar.
Pedro aún se echaba a temblar cuando recordaba aquel día. No había podido volver a tocar el whisky. Casi veinte años después, sólo el olor lo ponía enfermo.
Así era como deseaba sentirse sobre Paula. Deseaba poder liberarse de su obsesión de una vez por todas hasta que no pudiera ni verla.
Hasta que el hecho de pensar en que podía acostarse con ella le resultara tan desagradable como una botella de whisky.
Cerró el grifo y se secó. Sacó la ropa necesaria del armario y se vistió.
Mientras se miraba en el espejo, se juró que jamás se dejaría llevar por la lujuria.
No dejaría que Paula volviera a seducirlo. Lo único que quena de ella era su hijo. No descansaría basta verlo sano y salvo entre sus brazos. Hasta que Paula desapareciera de sus vidas para siempre después de que el niño naciera.
Se abotonó la camisa blanca y se miró en el espejo. Se juró que jamás volvería a ser el estúpido necio que había sido meses atrás. No volvería a bajar la guardia. No perdería nunca más el control. Tenía que convencerla de que se casara con él tan pronto como fuera posible.
Aquel mismo día, si podía. No podía arriesgarse a que recuperara la memoria antes de haberla convertido en su esposa. Entonces, la ayudaría a recordar. Cuando naciera el niño, le haría elegir entre dinero o su hijo. No le cabía la menor duda de lo que ella elegiría.
Por ello, aquel día, se comportaría como un enamorado amante. La tentaría. Le susurraría dulces palabras al oído. Poesía. Flores. Joyas. Lo que fuera.
En aquel momento, oyó que la puerta de la habitación se abría y se cerraba. En menos de un segundo, vio a Paula de pie detrás de él. Se quedó boquiabierto por lo que vio en el espejo.
Ella le dedico una serena sonrisa.
—Buenos días.
—Paula —dijo él dándose la vuelta sin poder creer lo que veía—. ¿Qué has hecho?
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