jueves, 9 de julio de 2020

UN AMOR EN EL OLVIDO: CAPITULO 8





Paula levantó el rostro hacia el brillante sol que entraba por las ventanas del barco y se reclinó contra el poderoso cuerpo de Pedro.


Entonces, él le sonrió. Aquel gesto le producía toda clase de extrañas sensaciones y le aceleraba los latidos del corazón. Sus días de oscuridad y soledad en el lluvioso Londres parecían no ser más que un distante sueño. 


Estaba en Italia con Pedro. Embarazada de él. 


Se colocó la mano sobre el vientre.


El barco se detuvo en el muelle de un palazzo del siglo XV y ella levantó el rostro para observar la increíble belleza gótica de la fachada.


—¿Es aquí adónde íbamos?


—Sí. Es nuestro hotel.


Paula tragó saliva mientras descendía del taxi. No dejaba de imaginarse lo que sería compartir la cama con aquel hombre. Sólo por pensarlo, se tropezó en el muelle.


—Ten cuidado —dijo Pedro mientras la agarraba del brazo.


Permanecieron en el muelle hasta que Kefalas pagó al taxista y comenzó a ocuparse del equipaje. Durante ese tiempo, Eve no pudo dejar de admirar a Pedro.


Era tan alto, tan fuerte, tan guapo… Cuando él la estrechó de nuevo entre sus brazos, se preguntó si iba a volver a besarla. El pensamiento la asustó de tal manera, que se
apartó de él con un gesto nervioso.


—Tendremos habitaciones separadas, ¿verdad? —susurró ella. Pedro soltó una sonora carcajada y sacudió la cabeza—. Pero…


—No tengo intención alguna de perderte de vista —le dijo mientras le apartaba un mechón de cabello del rostro y le daba un beso en la sien—. Ni de dejar de abrazarte…


Entonces, le agarró la mano y la llevó al interior del palaciego hotel.


En su interior, Paula comenzó a darse cuenta de que las cabezas de todos los hombres se volvían para mirarla. ¿Por qué lo hacían? A su paso, no dejaban de murmurar entre ellos e incluso uno, que formaba parte de un grupo de jóvenes italianos, hizo ademán de acercarse a ella. Uno de sus amigos se lo impidió y le indicó discretamente la presencia de Pedro.


Paula se sintió muy vulnerable y se sonrojó. 


Respiró aliviada cuando por fin Pedro la condujo al ascensor. De repente, comprendió por qué la estaban mirando.


Era su vestido. El minúsculo vestido rojo que había sacado del armario de su casa de Buckinghamshire. Le había parecido lo más sencillo comparado con el resto de su guardarropa. Había esperado que terminaría por acostumbrarse a la que era su ropa, pero se había equivocado. Efectivamente, el ceñido y escotado vestido y los zapatos de tacón de aguja eran como un imán para las miradas de los hombres.


Decidió que no sólo resultaba llamativa, sino que más bien parecía una prostituta a la que se le pagaba por sus servicios.


Cuando por fin llegaron a la suite del ático y la puerta se cerró, Paula lanzó un enorme suspiro de alivio. Gracias a Dios, por fin estaba a solas con Pedro.


Entonces, se dio cuenta…


Estaba a solas con Pedro.


Miró a su alrededor con cierto nerviosismo. La suite era muy lujosa.


El techo abovedado estaba cubierto de frescos. Una araña de cristal colgaba del techo. La chimenea de mármol… las hermosas vistas del canal desde la terraza…


Todo era maravilloso, pero sólo había una cama.


—¿Salimos a cenar? —ronroneó Pedro a sus espaldas. Paula se sonrojó y se dio la vuelta para mirarlo, esperando que él no fuera capaz de leer el pensamiento.


—¿Cenar? ¿Fuera? En realidad no me apetece salir esta noche —dijo, pensando en las miradas lascivas de los hombres que tendría que soportar.


—Perfecto —dijo él con sensualidad—. Nos quedamos.


Dio un paso hacia ella. Paula reaccionó dándose la vuelta y dirigiéndose a la ventana para contemplar la laguna. Se veían hoteles, barcos, góndolas y hermosos edificios por todas partes. Entonces, sintió que él le tocaba suavemente el hombro.


—¿Es éste el mismo hotel en el que nos alojamos antes? —le preguntó—. ¿Cuando nos conocimos?


—Yo me alojé aquí solo. Te negaste a subir a mi suite.


—¿Sí? —preguntó ella dándose la vuelta.


—Traté de hacerte cambiar de opinión… Pero tú te resististe —susurró, acariciándole suavemente la mejilla.


—¿Sí? ¿Cómo?


Pedro sonrió. Deslizó los dedos desde la mejilla suavemente hacia los labios. La tocó allí tan suavemente, que Paula tuvo que acercarse un poco más a él para incrementar la sensación. 


Entonces, él le acarició una vez más el labio inferior y se inclinó para susurrarle al oído:
—Me hiciste perseguirte, mucho más de lo que he perseguido nunca a ninguna mujer. Ninguna mujer ha sido, ni será nunca, comparable a ti.


Cuando se apartó de ella. Paula sintió que los latidos del corazón y la respiración se le habían acelerado. Pedro la miró como si supiera la confusión que había creado en ella.


—Bueno, ¿quieres que salgamos? ¿O prefieres que nos quedemos? —preguntó él, mirando la cama.


—He cambiado de opinión —dijo ella—. ¡Salgamos! —exclamó, tratando de ocultar su nerviosismo.


—Entonces, veo que, después de todo, tienes hambre.


Paula vio cómo sacaba la gabardina de ella del armario y se la daba.


Entonces, volvió a agarrarla por la cintura para conducirla a la salida.


La piel de ella volvió a vibrar.


Paula estuvo a punto de suspirar de alivio al ver que se marchaban de la fastuosa suite, con su enorme cama. Lo que Paula no sabía era que iba a ser el típico caso de escapar de un peligro exponiéndose a otro mayor.



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