miércoles, 6 de mayo de 2020

SU HÉROE. CAPÍTULO 21





Cuando entraron en la atractiva casa de las afueras en que vivían, Paula se quedó un poco conmocionada al ver el caos reinante. ¿Y la seguridad? ¿Y la higiene? Permaneció en medio del cuarto de estar, frotándose la dolorida espalda mientras los niños se dejaban caer de rodillas para ponerse a jugar de inmediato. 


Pedro se quitó la chaqueta, se arremangó y fue a la cocina.


¡No era posible que se pudiera criar a unos niños de un modo tan informal!


Pero entonces miró con más atención y descubrió cerraduras especiales para niños en varios armarios, topes de goma en las esquinas de las mesas, protectores en los enchufes y una ausencia de suciedad profunda que resultó bastante reconfortante. De hecho, el desorden resultaba de algún modo agradable, decidió con cautela, y en realidad solo consistía en juguetes desperdigados, ropa recién sacada de la secadora, papeles garabateados por el suelo...


Pedro asomó la cabeza y debió leer su expresión.


—Lo siento —hizo un gesto con la mano abarcando la habitación—. Parece que han bombardeado la casa, ¿verdad? Hay días en que no tengo tiempo ni ganas de limpiar. Semanas, más que días.


—¿Puedo echar una mano?


—¿Limpiando? ¡No!


Pedro volvió a la cocina y Paula lo siguió.


—Me refería a la pizza.


—Lo único que tienes que hacer es sentarte —Pedro puso las pizzas en la mesa, colocó platos, vasos y servilletas y luego fue a por los niños. 


Un par de minutos después estaban sentados en sus sillas altas, dispuestos a comer.


Durante todo el proceso, Paula se limitó a observar. Era obvio que Pedro no necesitaba ayuda para arreglárselas. Estaba impresionada. Incluso celosa. Ella ya se sentía aprensiva respecto a cómo cuidar al bebé y aún estaba peleando con conceptos como la puericultura y los modelos de conducta. Al menos tenía la parte práctica totalmente organizada, cosa que le hacía sentirse un par de pasos por delante.


Y había leído más o menos una docena de libros sobre el tema. Pero lo cierto era que no sabía si le habían servido para algo más que para sentirse apabullada con tanta información.


—¿No tienes una asistenta? —preguntó.


—Lo intenté, pero no me gustó. Sentí mi intimidad invadida. Prefiero el caos. Tengo contratada una vez a la semana una de esas empresas de limpieza súper eficientes. Del resto nos ocupamos nosotros tres y así vivimos como nos gusta.


Paula asintió lentamente.


—Así que vosotros tres...


—Sí. Ahora ya sabes que las cosas solo irán empeorando con los años —Pedro sonrió—. Toma un trozo de pizza.


Ella tomó un trozo y, antes de probarla, dijo en tono remilgado:
—Supongo que es una buena táctica para enseñarles a cuidar bien de sus cosas, a mostrar respeto por el espacio de los demás.


Pedro la miró.


—¿En qué libro está eso?


—Hm... No lo recuerdo —Paula se ruborizó ligeramente—. ¿Pero cómo sabías de dónde había...?


—Vi el montón de libros que tenías en la mesilla de noche.


—Ya —Paula debía reconocer que era difícil pasar por alto aquel montón—. ¿Y puedes recomendarme alguno en especial?


—No hasta que haya leído alguno.


Ella se quedó boquiabierta.


—¿No has leído ninguno? —preguntó, sinceramente asombrada.


—Intenté leer un par tras la muerte de Barby —concedió Pedro mientras Paula tomaba un bocado de su pizza—. Los tenía junto a la cama, como tú. Leí tres capítulos de uno y dos de otro. Era como una novela de terror. Luego me pasaba la noche despierto, sudando a causa de los remordimientos de conciencia, convencido de que ya la había fastidiado.


—¡Bromeas!


—Estoy exagerando —concedió Pedro con una sonrisa—. Pero al final decidí que las personas con tanta imaginación como yo y un talento profesional para prever los peores escenarios posibles debían mantenerse apartadas de esa clase de libros por puro instinto de supervivencia. Ahora soy más feliz y ellos también.


—¿Y sabes con certeza que lo son?


Paula frunció el ceño mientras miraba a Pedro y tomó otro trozo de pizza. Los niños tenían salsa de tomate alrededor de la boca, en las manos, y las bandejas de sus sillas altas estaban llenas de pegotes de queso y migas. 


Según la última biblia sobre nutrición que había leído, aquella era una auténtica comida del infierno. Sal, grasas y apenas alguna vitamina. 


Pero por una vez decidió no preocuparse. 


¡Sabía tan bien!


—Bueno, supongo que podríamos hacer un experimento controlado —dijo Pedro —. Podríamos separar a los niños durante tres meses, tratar a uno según las teorías del experto A y al otro según las mías y ver cuál de los dos saca más puntuación en unos test de personalidad e inteligencia.


—Bromeas, ¿no?


—Sí. Bromeo.


—Y es obvio que piensas que soy una neurótica. 


Pedro se inclinó hacia delante y acarició una mano de Paula. La caricia fue ligera y breve, pero ella sintió una inmediata oleada de calidez a lo largo del brazo.


—No eres una neurótica. Simplemente estás en una situación difícil y así es como has reaccionado. ¿Puedo aconsejarte que te relajes un poco? Yo simplemente llevo la paternidad a mi manera, como puedo. No pretendo tener todas las respuestas.


—Relajarme —repitió Paula, y sonrió—. Probablemente habrá un libro sobre eso, ¿no?
Pedro rió.


—Y si no lo hay, tal vez yo debería escribir uno. Reír, disfrutar, relajarse, hacerlo lo mejor posible, amarlos. Simplemente amarlos —repitió con suavidad.


Paula curvó una mano sobre su estómago y sus ojos se llenaron de lágrimas.


—Yo ya quiero a mi bebé.


—¡Quiero bajar! —dijo Martin, el niño que llevaba el jersey rojo. Los hermanos no eran idénticos, pero se parecían mucho.


—¡Yo también! —exclamó Leonel, aunque aún tenía la boca llena.


—Es la hora de su baño. ¿Te importa que me ocupe de eso y de meterlos en la cama antes de que sigamos con lo nuestro? —preguntó Pedro.


—Yo recogeré —ofreció Paula.




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