miércoles, 1 de abril de 2020
RECUERDAME: CAPITULO 21
Pedro jamás habría pensado que un día rechazaría a una mujer hermosa. Pero desde que se casó con Paula había dejado atrás su papel de playboy y se había apoyado en su sentido de la ética para que aquel matrimonio que no había anticipado o deseado fuera un éxito.
Y ahora, ese mismo sentido de la moral, lo hizo responder:
—Porque no estoy convencido de que sepas lo que estás pidiendo.
Paula tomó su cara entre las manos.
—¿Esto te haría cambiar de opinión? —susurró, buscando sus labios.
El beso inflamó sus sentidos. Aquélla era la Paula con la que se había casado, pensó; la chica con cuerpo de mujer a quien él había convencido para que olvidara sus inhibiciones. Y le había enseñado bien. Paula había florecido bajo su experta tutela, disfrutando de su recién descubierta sexualidad, y ahora estaba usándola para destruirlo.
Aun así luchó, empujado por dudas que nunca había reconocido antes. ¿A quién deseaba Paula en realidad? ¿A su marido o a Yves Gauthier, el hombre con el que su mujer había hecho tal amistad y en cuyo coche viajaba cuando tuvo el accidente?
—Hasta que recuperes la memoria ni siquiera me conoces —le dijo, haciendo un esfuerzo sobrehumano
—Sé que te deseo y te he deseado desde hace una semana, cuando bajé del avión.
¿Sería cierto?, se preguntó él.
Como intuyendo su inseguridad, Paula se echó hacia delante para que sus pechos lo rozaran.
—Por favor, Pedro...
Pedro cerró los ojos un momento, pero ella tomó su mano para llevarla hasta sus pechos. Sus pezones respondieron a la caricia de inmediato y Pedro tuvo que apretar los dientes, excitado como nunca.
Impaciente con su resistencia, y con un abandono que casi lo hizo perder la cabeza, Paula se sentó sobre sus rodillas.
Sus largas piernas desnudas, pálidas como el marfil a la luz de la luna, lo hicieron perderse del todo y, sin pensar, empezó a acariciar sus muslos, atraído por su silencioso canto de sirena, metiendo un dedo por el borde de las braguitas para buscar el escondido capullo.
Paula tembló, dejando escapar un gemido, y él la tocó de nuevo, sabiendo muy bien dónde debía tocarla para darle placer... un sutil aumento de la presión, un ritmo más urgente, mientras unían sus lenguas, insertando tres dedos en sus oscuros confines.
La sublime tortura de tenerla encima y no poder tomar lo que le ofrecía estuvo a punto de hacerlo perder la cabeza. Si lo tocaba, aunque fuese el mínimo roce e incluso con la barrera de la ropa, explotaría. Pero no lo hizo, perdida como estaba en el placer que le ofrecían sus dedos, cayendo luego sobre su pecho, sin aliento después del orgasmo.
Cuando Pedro iba a levantarla para sentarla en el balancín, Paula se agarró a sus hombros.
—No... quiero que estemos juntos.
Pero él había jugado a ese juego de ruleta rusa una vez y no pensaba cometer el mismo error.
—No he venido preparado.
—¿Qué importa? Eres mi marido.
Oh, sí importaba. Y seguiría importando hasta que los dos supieran sin la menor sombra de duda que él era el hombre al que Paula deseaba y no sólo esa noche sino para siempre.
—Éste no es el sitio ni el lugar apropiado, Paula. Antonia estará sirviendo la cena y si no aparecemos enseguida enviará a alguien a buscamos.
—Lo dirás de broma.
—Juzga por ti misma —dijo él, señalando hacia la terraza con la mano.
Y, efectivamente, Antonia estaba en la terraza buscándolos con la mirada y a punto de ir hacia la piscina.
—Haz algo —murmuró, pasándose las manos por el pelo—: No quiero que nadie me vea así.
Tampoco él. Aunque se encontraba en tal estado que lo mejor sería tirarse vestido a la piscina.
—Voy a decirle que iremos enseguida —murmuró—. Entra por la parte de atrás y reúnete conmigo en la terraza cuando puedas.
Paula llegó a su habitación sin que la viera nadie y se encerró en el cuarto de baño. Pero cuando se miró al espejo era como si viera a otra persona. Tenía el rostro enrojecido, el cabello despeinado y los labios hinchados de los besos de Pedro...
¿Qué le había pasado? Seducir a su marido era una cosa, intentar hacerlo en el jardín, donde cualquiera podría haberlos visto, otra muy diferente. Ambas cosas le resultaban extrañas, como si ella no pudiera haberlas hecho, y eso dio lugar a más preguntas.
Turbadoras preguntas.
¿Habría cambiado su personalidad a resultas del accidente y era por eso por lo que Pedro se resistía? ¿Estaría portándose también ella como si fuera una extraña? ¿O estaría yendo demasiado deprisa?
Pero sabía una cosa: lo admitiera o no, Pedro la deseaba tan ardientemente como lo deseaba ella.
Había dejado caer que había problemas en su matrimonio antes del accidente, pero fueran cuales fueran esos problemas, la atracción sexual que había entre ellos seguía intacta. ¿Por qué entonces se negaba a dejarse llevar?
No tenía respuestas para eso, pensó mientras se ponía presentable de nuevo, pero decidió no descansar hasta que las encontrase. Como su marido no parecía dispuesto a dárselas, y no pensaba preguntarle a su suegra, tendría que contar con su propia astucia para reunir las piezas que faltaban.
Y que esas repuestas existían era evidente por aquel fogonazo, aquella extraña visión que había tenido mientras iban a la piscina.
Su oportunidad de investigar llegó al día siguiente, cuando Pedro se marchó a Milán. Más concretamente, la noche siguiente.
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