jueves, 20 de febrero de 2020

LUZ, CAMARA Y... BESO: CAPITULO 8





Las voces volvían. Susurrantes. Apremiantes.



Nadie había susurrado nunca en la familia Chaves. Ellos lo resolvían todo a gritos. Pero ¿qué otra cosa podían significar aquellos susurros y aquellas voces misteriosas, en la víspera de su decimosexto cumpleaños, sino que alguna sorpresa se estaba fraguando? Se sacudió la arena de la playa que tenía en el pelo y se dirigió de puntillas, sonriente, hacia la cocina. 


Una vez allí, se puso en cuclillas y se quedó inmóvil y en silencio junto a la puerta.


Era Pedro. Después de tres años conviviendo estrechamente con una persona se le queda a uno en el cerebro una marca identificativa de su voz. Eso debía de ser lo que le pasaba a ella con su hermano, aunque realmente, ¿a quién le importaba? Apuesto, inteligente, con talento, Pedro estaba preparándole sin duda su sorpresa de cumpleaños.


Para ella.


¿A quién más podía importarle? Sentía el corazón latiéndole al doble de su ritmo.


—Paula ya no tiene doce años —susurraba la voz de Sebastian, más grave que de costumbre.


Pedro suspiraba antes de responder.


—Créeme, lo sé.


Paula frunció el ceño. Aquella triste voz no daba a entender que se estuviera preparando nada divertido. Se le puso la piel de gallina.


—Deberías decirle algo…


—No puedo —decía Pedro—. Cuando ella me mira con esos ojos tan bellos… ¿Cómo podría…?


El corazón de Paula latía como las alas de un colibrí. ¡Pedro estaba hablando de ella! Pedro pensaba que tenía unos ojos muy bellos. Después de tantos años viéndola como una niña, finalmente se daba cuenta de que era una mujer.


Las piernas de Paula se enredaban entre las sábanas de la cama conforme las imágenes del sueño se transformaban en el patio trasero de Flynn's Beach minutos después de la medianoche.


Las luces de la habitación de Pedro convertida en sala de juegos estaban apagadas, pero no se desanimó. Eligió su mejor falda y su blusa preferida, dejando algunos botones estratégicamente desabrochados, y se puso a practicar su discurso frente al espejo unas cincuenta veces, de forma que supiera exactamente la postura que tenía que poner y el aspecto que ofrecería cuando lo dijese.


Sentía un vacío en el estómago. Temblaba. Pedro no prestaría atención a nada de todo ello, simplemente la tomaría en sus brazos y la besaría hasta que ambos se quedaran sin respiración.


Ella también había practicado eso. Una y mil veces, mientras había permanecido secuestrada allí durante aquellos tres años.


¡Dios mío! ¡Pero si ni siquiera sabía lo que tenía que hacer él! Se sentía presa de una tensión desconocida y una excitación insoportable.


Era prácticamente una pieza más del mobiliario del refugio de Pedro, así que girar el pomo de la puerta sin llamar parecería la cosa más razonable que se podía hacer a aquellas horas… a medianoche… en la oscuridad…


La puerta se abrió hacia dentro y ella susurró su nombre en la oscuridad…






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