lunes, 17 de febrero de 2020

TE ODIO: CAPITULO 46





Pedro la sintió morir mientras, frenético, conseguía soltar las cuerdas.


La llevó en brazos hasta la playa, pero cuando la tumbó sobre la arena supo que era demasiado tarde. Estaba lívida, los labios amoratados. La había perdido.


«No», pensó, cayendo de rodillas.


La tumbó de espaldas para hacerle la respiración artificial, pero no respondía.


Hizo compresiones en su pecho, contando en voz alta: una, dos, tres… Paula no volvía en sí.


Había muerto.


—¡No! —gritó, cayendo sobre su pecho con un sollozo desesperado—. No, por favor. No me dejes, Paula…


Entonces sintió un tenue latido bajo sus dedos. 


De repente, ella tosió y cayó sobre la arena vomitando agua.


—¡Paula! Paula, has vuelto…


Pedro


—¡Has vuelto!


Paula se agarró a sus hombros, desesperada.


—Estoy embarazada y no importa el tiempo que tardes en perdonarme…


—No tengo nada que perdonarte, cariño —Pedro la abrazó con todas sus fuerzas—. Eres tú quien debe perdonarme a mí. Te quiero… te quiero con toda mi alma.


Cuando miró su rostro, tan lleno de vida a pesar de haber visto la muerte de cerca, pensó que nunca, en toda su existencia, podría sentirse más feliz.


—Oh, qué escena tan enternecedora.


El comentario de Durand hizo que los dos levantasen la cabeza. Estaba en el acantilado, encima de ellos, apuntándolos con la pistola.


—Como la quieres tanto, te dejaré decidir, Alfonso. ¿Cuál de los dos debe morir primero? ¿Tú o la princesa?


Pedro apretó los dientes, furioso.


—Déjala ir, Durand.


—¿Para que los carabineros puedan perseguirme durante el resto de mi vida?
No, no lo creo. ¿Cuál de los dos va primero? —preguntó Durand—. Tienes treinta segundos para decidir.


Pedro apretó los puños. Sabía que podría arriesgarse a subir por la pendiente y enfrentarse con Durand, pero eso dejaría a Paula vulnerable y desprotegida en la arena.


Sólo le quedaba una oportunidad.


—Cuando me dispare —le dijo a Paula en voz baja—, intenta llegar al agua. Y aguanta buceando todo el tiempo que te sea posible.


—No, no…


—Salva a nuestro hijo —la interrumpió Pedro—. Y háblale de mí.


—¡No!


—Han pasado los treinta segundos, Alfonso.


—Dispárame a mí.


—¡No! —gritó Paula.


Pero, mientras Durand apuntaba a su cabeza con la pistola, Pedro vio una sombra moviéndose tras el guardaespaldas y, un segundo después, alguien se le echó encima. Durand perdió pie, resbalando sobre la roca. Intentó agarrarse a algo, pero no había nada que pudiera sujetarlo y cayó al acantilado, golpeándose la cabeza contra una roca. Su grito terminó antes de que se lo tragase el mar.


Pedro reconoció a los dos guardaespaldas de Paula. Tras ellos había una elegante mujer de pelo blanco.


—Nadie va a hacerle daño a mi hija —dijo, apretando los labios—. Nadie.




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