domingo, 9 de febrero de 2020

TE ODIO: CAPITULO 19





Unos minutos después, con un cárdigan de cachemira rosa, las perlas de su abuela, una falda por la rodilla, zapatos de tacón beis y el bolso colgado al hombro, Paula cruzaba el jardín.


Se mostraría fría, amable y digna con Pedro. Le obligaría a darse cuenta de que no podía insultarla o mantenerla prisionera.


No se quedaría allí.


Tenía que volver con su hijo y con el hombre que iba a ser su marido… uno por el amor, el otro por su sentido del deber.


«Pedro», le diría, «he hecho un esfuerzo sobrehumano para cumplir con el trato, pero tú te niegas a escucharme. De modo que considero que ya he cumplido con mi parte».


Entonces oyó la voz de Pedro hablando en italiano.


«Y, además, puedes irte al infierno».


Aunque, claro, esto último no se lo diría. 


Contener sus impulsos en aras de la diplomacia era algo a lo que estaba acostumbrada desde niña. Pero Pedro conseguía hacer que perdiera las formas. Y no le gustaba. Una princesa debería controlarse siempre. Desde luego, ella jamás diría algo así en publico, por mucho que el hombre lo mereciese…


Al ver a Pedro se detuvo.


Estaba en la puerta del garaje, de rodillas delante de una enorme motocicleta con algo en las manos. A su lado, un chico de la edad de Alexander lo miraba, extasiado.


—¡Así está mucho mejor! —exclamó—. Pensé que esas esquirlas de metal se habían quedado enganchadas ahí para siempre.


—Cuando te pase eso debes sacarlas con una lima —le explicó Pedro—. ¿Ves lo fácil que es quitarle veinte años de encima?


—¿Estás molestando al signor Alfonso, Adriano? —lo llamó Bertolli desde el garaje.


—No, le estoy ayudando —contestó el crío—. Le estoy ayudando, ¿verdad?


—Pues claro que sí, Adriano —sonrió Pedro—. No podría hacerlo sin ti.


Paula notó, sorprendida, la simpatía que había en su voz mientras hablaba con el chico.


—Pues contráteme para su equipo. Le juro que no lo lamentará.


—Adriano… —le advirtió su padre.


—Seguro que no lo lamentaría —dijo Pedro—. Tienes talento para esto.


—¿Entonces…?


—Eres demasiado joven. Pero cuando seas mayor estaré encantado de contratarte si sigues deseándolo. Pero ahora, al colegio.


—Ah, el colegio —repitió el chico, poniendo cara de aburrido.


Observándolo bajo la sombra del junípero, a Paula le temblaron las rodillas.


Aquél era el padre de su hijo. Viéndole sonreír a aquel chico sintió una ola de culpa que amenazaba con ahogarla, pero intentó justificarse.


No había tenido más remedio, se decía. Casarse con Pedro habría sido un desastre. Criar un hijo con él sin estar casados habría sido un escándalo en San Piedro. Su hijo merecía crecer como un príncipe, con un padre y una madre…


Pero ahora esos padres habían muerto, le dijo una vocecita. ¿No merecía Alexander saber que aún tenía una madre y un padre?


Estaba de luto por los únicos padres que había conocido, Maximo y Karina. Los padres a los que el niño quería con todo su corazón. Si le contaba la verdad, lo confundiría.


Y si Pedro supiera la verdad podría querer pedir la custodia. Por muy maravilloso que pareciera con aquel niño, no podía arriesgarse a arruinar la vida de su hijo, el heredero del trono de San Piedro. No podía confiar ciegamente en Pedro


—¿Paula?


Ella levantó la mirada, sorprendida.


—Me alegro de que estés aquí —dijo Pedro.
Al ver su sonrisa le pareció que volvía atrás en el tiempo, al día que lo conoció, cuando se acercó a su limusina con un mono azul de mecánico y una llave inglesa en la mano. La había hecho reír, tonteando descaradamente como si fuera cualquier otra chica. Cuando le preguntó si quería ir al cine con él, Paula dijo que sí. Y disfrutó del anonimato de la oscura sala. Pero estuvo a punto de tirar las palomitas cuando él le pasó un brazo por los hombros.


Después, subieron cinco pisos hasta su apartamento. Y bajo una bombilla pelada, la besó por primera vez. Luego sonrió y, por primera vez en su vida, Paula entendió el significado de las palabras calor, hogar…


La sonrisa de Pedro era la misma ahora. 


Exactamente la misma.


Cuando se acercó a ella, Paula sintió su mirada hasta en lo más profundo de su ser. La tomó de la mano y el roce de su piel la calentó por dentro.


—Siento lo que he dicho antes… de verdad —se disculpó Pedro, besando su mano—. Ha sido una grosería imperdonable.


Paula abrió los ojos como platos. Que ella supiera, Pedro Alfonso jamás se había disculpado por nada.


—¿Me perdonas?


Ella asintió la cabeza, intentando recordar lo que había pensado decirle. Pero no se acordaba, era como si todos sus pensamientos se hubieran evaporado.


—He venido a buscarte…


—¿Querías decirme algo?


—Sí, yo…


—Dime, bella —Pedro apretó su mano—. Dime lo que sea.


—Quería decirte…


Paula intentó recordar los insultos que había planeado pero, mirándolo a los ojos, sólo podía pensar: «Tienes un hijo».


—¿Sí?


No podía arriesgar la vida de Alexander sólo para aliviar su conciencia. ¿Y si Pedro se lo contaba a todo el mundo? ¿Y si pedía la custodia del niño?


¿Qué efecto tendría en la vida de Alexander, en toda la nación, saber que el heredero del trono de San Piedro era hijo ilegítimo de un corrupto millonario italoamericano?


¿Y si para estar con Alexander se quedaba en San Piedro para siempre?


Entonces se vería obligada a soportar el asalto de su poderoso encanto de sus sonrisas, de sus caricias.


¿Qué posibilidades tenía de sobrevivir? Aunque se casara con Mariano, ¿durante cuánto tiempo podría mantener en hielo su corazón?


—¿Paula?


—Te perdono —dijo ella por fin, aunque apenas podía pronunciar esas palabras. ¿Perdonar a Pedro? Menudo fraude. Perdonarlo por un insulto cuando ella le había hecho mucho más daño escondiéndole que tenía un hijo.


—Gracias.


Paula apartó la mirada. Durante toda su vida había intentado ser digna, elegante, apropiada. Siempre sabiendo que había gente mirándola, cámaras y turistas haciéndole fotografías.






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