domingo, 9 de febrero de 2020
TE ODIO: CAPITULO 18
Cuando Pedro salió del dormitorio, Paula dio un paso hacia atrás, atónita, apretando el vestido rojo contra su pecho. Una brisa cálida que olía a madreselva y a mar movía las cortinas…
Recordar cómo se había desnudado delante de él, exigiendo que le hiciera el amor, no dejaba de dar vueltas en su cabeza. Ella, la princesa de San Piedro, descendiente de la prestigiosa familia Chaves, se había rebajado ante el hombre al que temía y despreciaba. Y lo único que había conseguido por ello era ser rechazada.
El único hombre al que había amado, el padre de su hijo, acababa de decir que parecía una cualquiera.
—Oh —Paula se cubrió la cara con las manos. Pero incluso con los ojos cerrados podía ver la sonrisa cruel, podía oír sus desdeñosas palabras. Se habría tirado por el balcón y habría dejado que se la tragase el mar si de ese modo no tuviera que volver a verlo.
Pero ella era la princesa de San Piedro. Su país la necesitaba. Su hijo la necesitaba.
Avergonzada o no, tenía que seguir adelante.
Respirando profundamente, miró casi con odio la seda roja que tenía en las manos antes de tirarla en la chimenea de mármol. Luego encendió una cerilla y la lanzó sobre el vestido.
Se había terminado.
Se moriría antes de intentar seducir a Pedro otra vez.
Cuando no quedaban más que cenizas, se dio media vuelta. Vaciló un momento al ver un albornoz blanco colgando de la puerta del baño, pero se lo puso y llamó al timbre.
Unos segundos después apareció el ama de llaves, una mujer de mejillas sonrosadas y pelo canoso, que observó a Paula con ojo crítico antes de bajar la mirada.
Sin duda, estaba pensando lo mismo que Pedro: que no era mejor que cualquiera de sus amiguitas.
Pero levantó la cabeza, orgullosa.
—Soy Paula Chaves —le dijo.
—Lo sé, Alteza. Yo soy la signora Bettolli.
—En algún sitio tiene que haber una bolsa de viaje. Por favor, encuéntrela.
—Sí, inmediatamente.
Unos minutos después la mujer reapareció con la bolsa de viaje.
—¿Quiere que saque sus cosas, Alteza? —sin esperar respuesta, la signora Bertolli abrió la bolsa—. Ah, qué vestidos tan bonitos.
La signora Bertolli seguramente tendría una casita y un marido que la amaba, pensó Paula, sintiendo cierta envidia. Hijos. Cenas familiares, conversaciones en la cocina. Todo lo que ella había soñado tener algún día.
Todo lo que había pensado que tendría algún día con Pedro.
Se marchó de Nueva York un día después de que le pidiera en matrimonio, aún sabiendo que estaba cometiendo un error. Sabía que su familia nunca lo aceptaría como marido y tampoco su gente, pero le daba igual. Estaba dispuesta a desafiarlos a todos.
La noche que Pedro le propuso matrimonio había encontrado al guardaespaldas de su madre en la puerta de su habitación y a la reina Claudia sentada en su cama, esperándola.
Rezando para poder convencerla de que aceptase a Pedro, Paula le había hablado del compromiso.
—¿Con un mecánico? —había exclamado la reina, horrorizada.
—Estoy enamorada de él, mamá.
Su madre sacudió la cabeza.
—Amor —repitió, desdeñosa—. Los hombres no saben ser fieles, ma fille. Si te casas por amor, te romperán el corazón. Ese hombre no tiene fortuna, no tiene familia. ¿Y tú crees que podría ser un príncipe consorte? ¿Crees que podría sacrificarse como ha de hacer cualquier miembro de una casa real, que podría vivir sabiendo que lo vigilan las veinticuatro horas al día? En San Piedro se reirían de él… Paula, mírame cuando te hablo.
Ella se había dejado caer sobre la cama, repentinamente mareada. En ese momento pensó que era porque se le estaba rompiendo el corazón y se obligó a sí misma a permanecer callada mientras su madre le decía que lo mejor para todos, incluido Pedro, sería cortar la relación de inmediato. Y, por fin, tuvo que aceptar.
Había ido al apartamento de Pedro esa noche para destrozar sus esperanzas con las palabras que su propia madre había sugerido. De una forma cruel, fría, para asegurarse de que nunca la echase de menos.
Y sabía que era lo que debía hacer. Pedro se merecía algo más en la vida. Pero, aun así, se le rompía el corazón.
Horas después, mientras se preparaban para volver a San Piedro, los mareos se intensificaron. El médico de la reina la examinó en el avión privado y pronto descubrieron que, a la tierna edad de dieciocho años, se iba de Nueva York con algo más que un corazón roto…
—¿Se quedará muchos días, Alteza?
La pregunta de la signora Bertolli devolvió a Paula al presente.
—No. Pienso irme esta misma noche. Por favor, no saque mis cosas. Deje la bolsa ahí.
La mujer asintió con la cabeza antes de darse la vuelta.
—Espere.
—¿Sí, Alteza?
—¿Sabe dónde puedo encontrar al signor Alfonso?
—Creo que está en el garaje. ¿Quiere que la lleve allí?
—No, yo misma lo encontraré.
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