martes, 19 de mayo de 2020
MI DESTINO: CAPITULO 12
Los días iban pasando y, en silencio y a distancia, la veía bromear con sus compañeros.
Aquellos muchachos con los que ella reía y confraternizaba, que llevaban pantalones caídos y camisetas con obscenas imágenes plasmadas en ellas, eran chicos de su edad. Jóvenes a los que les encantaba divertirse y parecían no tener su sentido del ridículo.
Pero, no dispuesto a cesar en su empeño de conocerla, ese día decidió dar un paso adelante y comer en su despacho. Avisó a su secretaria, Loli, para que le subieran el almuerzo allí y se aseguró de que quien lo hiciera fuera la chica. El jefe de sala de Paula, al recibir la nota y sin darle mayor importancia, así se lo pidió a la joven y ésta, suspirando, decidió cumplir su cometido.
Una vez tuvo en la bandeja lo que él había solicitado, se encaminó hacia el despacho. Loli, al verla, se levantó y, guiñándole un ojo, le indicó:
—Entra. El jefe espera su comida. Yo me voy a almorzar.
Paula asintió y, tras llamar con los nudillos a la puerta y oír su ronca voz invitándola a entrar, pasó.
Sin mirarlo a los ojos, se acercó hasta la mesa donde él la esperaba y preguntó:
—¿Dónde quiere que coloque la bandeja, señor?
Atontado como siempre que la veía, rápidamente miró a su alrededor y señaló una mesita baja que había junto a dos sillones mientras indicaba:
—Allí estará bien.
Paula se encaminó hacia donde le había dicho.
Una vez hubo dejado la bandeja, se volvió para marcharse y se tropezó con él. Lo tenía detrás.
Pedro, al percibir el gesto molesto de ella se retiró hacia un lado, pero añadió:
—Serías tan amable de sentarte un segundo, Paula. Tengo que hablar contigo.
Al escuchar aquello, se le vino el mundo encima.
Sin duda ya había tomado la decisión y la iba a despedir. Con las piernas temblorosas, se sentó en uno de los sillones que había libre y él planteó:
—¿Lo pasaste bien el otro día con tus amigos?
Sin entender a qué venía aquella pregunta, respondió:
—Sí, señor.
—Pedro —la corrigió.
Ella no dijo nada y lo miró con cierto reproche.
Él se sentó frente a ella. La miró, la miró y la miró hasta que ésta, con un hilo de voz, susurró:
—Escúcheme, señor, si me va a despedir...
—Paula, tutéame, por favor, estamos solos —insistió él.
Con la cabeza embotada por todo lo que por ella pasaba, la joven prosiguió.
—Si me vas a despedir, créeme que lo entiendo. Te he demostrado que soy una mala empleada tras aquel maldito café con sal que te serví. Pero... por favor... por favor, piénsalo de nuevo. Necesito este trabajo y te prometo que...
—Paula...
—¡Qué mala suerte la mía! Con lo bien que estaba aquí y con lo que me costó que aceptaran mi currículum. Con todo el paro que hay en España me será difícil encontrar un nuevo empleo. Y eso por no hablar del disgusto que les voy a dar a mis padres. Estaban tan felices de que hubiera encontrado este curro y...
—No te voy a despedir —la cortó—. ¿Por qué crees eso?
Oír aquello fue bálsamo para sus oídos.
—¿De verdad que no me vas a echar? —insistió, incrédula, con un hilo de voz.
—No, Paula. Claro que no.
La joven, nerviosa, se tocó la frente. Contó hasta diez para tranquilizarse mientras se retiraba el pelo del rostro. Se restregó los ojos, se dio aire con la mano y, levantándose, murmuró:
—Uf... Pensé que querías hablar conmigo para eso.
Consciente del mal rato que le había hecho pasar, se levantó de su sitio y, plantándose ante ella, dijo cogiéndole una mano:
—Tranquila, Paula, y discúlpame por la confusión.
Ella sonrió y, tras soltar una bocanada de aire, afirmó:
—Ya me veía en la cola del paro arreglando papeles con mi madre detrás.
Pedro, hechizado por el magnetismo que ella le provocaba, acercó una mano a su rostro y, mientras se lo acariciaba, susurró:
—Eres una buena trabajadora, a pesar de lo que ocurrió entre nosotros. Te observo y veo cómo cuidas al detalle tu zona de trabajo, cómo sonríes a los huéspedes y cómo te desvives para que ellos se encuentren como en su casa.
Sorprendida por aquello y consciente de que la cálida mano de él estaba en su mejilla, fue a decir algo cuando intuyó lo que iba a pasar, pero no se movió. Lo sabía. Aquél era un momento lleno de tensión sexual. Ambos se miraban a los ojos a escasos centímetros el uno del otro y, como imaginó, él agachó la cabeza para estar más a su altura y, rozándole en la boca con sus labios, murmuró:
—Sólo proseguiré si tú lo deseas tanto como yo.
Sus bocas se tocaron, sus alientos se unieron, sus cuerpos se tentaron.
Pedro controlaba a duras penas su loca apetencia por ella. No quería asustarla. No deseaba que huyera. Desde hacía tiempo, Pedro, en referencia a las mujeres, tomaba lo que se le antojaba, sobre todo desde que su esposa le pidió el divorcio. Por suerte podía hacerlo. Podía elegir y ellas nunca lo rechazaban, pero aquella muchacha tan joven era diferente y sólo anhelaba que lo deseara y no se asustara de él.
Sin apartarse de ella, sus respiraciones se aceleraron y él insistió:
—Paula... ¿qué deseas?
Atontada por el morbo de la situación y la sensualidad de su voz, ella cerró los ojos. Tomar lo que él le ofrecía era lo más fácil. Lo deseado.
Durante unos segundos dudó sobre qué debía hacer mientras su bajo vientre se deshacía por aceptar aquella dulce y seductora oferta.
La tentación era muy muy fuerte, y Pedro, muy apetecible.
El deseo que sentía por besarlo le nublaba la razón, pero, consciente de que él era su jefe y no uno de sus colegas con derecho a roce, dio un paso atrás y en un hilo de voz musitó, marcando las distancias:
—Señor, prefiero no continuar.
Pedro asintió. Aceptó aquella negativa. No iba a presionarla.
—Puedes marcharte, Paula —dijo sin dejar de mirarla.
Acalorada, caminó hacia la puerta del despacho y, una vez hubo salido de él, se apoyó en la pared para darse aire con la mano y respirar.
Había estado a punto de besar al jefazo. Había estado a punto de cometer una gran locura y, consciente de que había hecho lo más sensato, se encaminó hacia el ascensor a toda prisa.
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario