jueves, 23 de abril de 2020

CITA SORPRESA: CAPITULO 24





–A veces la gente se pone muy pesada intentando cuidar de uno –sonrió Paula–. Cuando salía con Sebastian, Isabel y Paola no dejaban de decirme que era insoportable, que era un canalla... Yo sabía que tenían razón, pero no valió de nada. Las verdades duelen y a veces no gusta oírlas.


Habían aminorado el paso sin darse cuenta hasta que Pedro se detuvo del todo, mirándola con una curiosa expresión en sus ojos grises.


–A mí me pasa lo mismo con mi hermana.


El cielo se había cubierto de nubes pero, por un momento, el sol se abrió paso como en una
pintura bíblica. Para Paula era como si estuvieran solos bajo un intenso halo de luz, aislados del mundo. Su corazón latía con fuerza... pero entonces el sol volvió a esconderse entre las nubes y se sintió absurdamente desorientada, con el corazón en un puño. Pedro se aclaró la garganta, mirando el reloj.


–Creo que deberíamos marcharnos.


Paula se alegró de que Ariana no dejase de charlotear en el coche. Se sentía rara. Tenía como un temblor interior y no podía dejar de mirar a Pedro mientras iba conduciendo. Debía conservar la calma, se dijo. Sólo la había mirado a los ojos un momento. Cualquiera diría que la había tumbado sobre la hierba para hacerle el amor apasionadamente...


¿Por qué pensaba eso? La imagen era tan clara que Paula contuvo el aliento. Y tuvo que mirar
por la ventanilla para apartar la imagen de Pedro Alfonso tumbándola en la hierba, besándola,
acariciándola por todas partes... Pero esa imagen se resistía a desaparecer; era tan real, tan vívida que temió tenerla grabada en la cara.
Pedro encontró aparcamiento al lado de su portal, algo milagroso.


–¿Queréis tomar un café? –se oyó preguntar a sí misma. Le había salido la voz muy fina,
entrecortada–. Puedo hacer tortitas.


–¿Derek puede subir también? –preguntó Ariana.


–Claro.


Derek obtuvo una bienvenida más fría por parte del gato de Paula que, cómodamente tumbado
en el sofá, se sintió ultrajado al notar una nariz fría en la tripa. Irritado, le lanzó un zarpazo antes
de salir corriendo.


–¿Cómo se llama? –preguntó Ariana, mientras el pobre Derek daba marcha atrás.


–Lo llamamos Gato. También lo encontré en la calle, como a Derek, pero siempre ha sido muy
antipático. Si no le pones la comida, te araña. Paola me prohibió que le pusiera nombre para que no me encariñase con él, pero no encontré a nadie que lo quisiera y... en fin, ya ves.


–De todas formas no se habría marchado –intervino Isabel–. Nunca encontrará otra tonta como Paula. Si quieres pasarte la vida sin hacer nada y dejándote mimar, Paula Chaves es tu chica. Estoy segura de que todos los animales de Londres se han pasado el rumor, por eso aparecen en su camino.


–Isabel, no te pases –dijo Paula, con una mirada de advertencia.


–Cuéntame más cosas –dijo Ariana, sin embargo–. ¿Habéis tenido perros?


–Perros, gatos, loros... de todo –suspiró Isabel, que se lanzó a contar historias cada vez más
exageradas sobre el buen corazón de Paula y su capacidad para emocionarse con cualquier ser
abandonado.


Afortunadamente, Isabel podía ser muy divertida. Ariana se partía de risa e incluso Pedro sonrió un par de veces.


Mortificada, Paula fue a la cocina para hacer tortitas, sintiendo la mirada de Pedro Alfonso
clavada en su espalda. Seguramente se estaba preguntando qué clase de idiota era su secretaria temporal.


–Se lo está inventado todo –dijo cinco minutos después, volviendo con una bandeja.


–¡De eso nada! –protestó Isabel.


–Estás exagerando. ¿Por qué no cuentas alguna historia que muestre lo inteligente y sofisticada
que soy?


–Porque no conozco ninguna.


–Muy graciosa –murmuró Paula.


–Pero sí puedo contar historias sobre lo buena cocinera que eres –ofreció su amiga entonces,
como una ramita de olivo.


–Eso ya lo sabemos –dijo Pedro.


Paula inmediatamente empezó a tartamudear diciendo que no, que en realidad hacía poca cosa, que sabía hacer alguna receta, bla, bla, bla. ¿Una historia que mostrase lo inteligente y
sofisticada que era? Ja.


Isabel miró de uno a otro, especulativa. 


Evidentemente, se estaba dando cuenta de que Pedro la ponía nerviosa. Exageradamente nerviosa.


–Esta casa es muy bonita –dijo Ariana entonces–. Ojalá la nuestra fuera así.


Pedro miró alrededor: dos sofás, una mesita de centro, una bolsa llena de botellas para reciclar, revistas por todas partes, un frasco de laca de uñas sobre la repisa...


–Hay que poner mucho empeño para tener la casa tan desordenada –intentó bromear Paula–.
No creo que tu padre pudiera hacerlo.


Pedro soltó una carcajada y ella se emocionó. Se había reído. Se había reído con una broma
suya.


–Evidentemente, tú tienes años de experiencia –comentó, sin darse cuenta de que el corazón
de Paula estaba a punto de saltar al plato de las tortitas. 


Una hora más tarde, Paula bajó al portal a despedirlos.


–Hasta mañana –le había dicho Pedro simplemente.


¿Qué esperaba? ¿Que la tomase en brazos, que le diera un beso en los labios? Haría falta algo más que una carcajada para que olvidase que era el jefe y ella la secretaria... temporal.


–Hasta mañana –se había despedido Paula.


–No es muy decidido, ¿no? –sonrió Isabel.


–Es reservado.


–Nunca he conocido a nadie tan serio.


Paula se sintió decepcionada. Más que decepcionada, dolida. O más bien, como si le hubieran clavado un cuchillo en el corazón.


No quería que Isabel le dijera eso. Quería que le dijese: «He visto que te miraba mucho». O
que, por su forma de hablar, era evidente que estaba enamorado de ella. Si hubiera algo, su
perceptiva amiga se habría dado cuenta. Pero no era así.


–Me da igual. Sólo es mi jefe. Un jefe temporal, además.


El problema era que Isabel era tan perceptiva con los demás como con ella.


–Claro –murmuró, levantándose–. No te preocupes, Paula. Siempre te quedará el chocolate.





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