jueves, 30 de abril de 2020

SU HÉROE. CAPÍTULO 3





Finalmente, cuando tuvo que apoyar la cara contra el pecho de Alfie para que pudiera abrir la barra de chocolate, se encontró pensando: «Así se está bien. Sigamos así. No quiero chocolate. No quiero moverme».


La camisa y la piel que había debajo olían bien. 


A seguridad. Más allá del olor a polvo y ladrillo detectó un jabón de aroma masculino. Sándalo, tal vez, o tal vez pino. Era fresco y reconfortante. 


Finalmente, aunque no pareció lógico, le llegó un inconfundible aroma a sirope de manzana.


—¡Ya está! —dijo Alfie.


—Tengo sed. Deberíamos haber sacado el agua primero.


—Tendrás más sed después del chocolate. Deberíamos reservar el agua para después de comer.


—Sí, tienes razón.


El estómago y las papilas gustativas de Paula no parecieron reaccionar a la idea del chocolate.


 Oyó el sonido de la barra al partirse.


—Toma —dijo Alfie —. Lo siento, Paula. No hay otra opción.


Paula sintió que le metía un trozo de chocolate en la boca y lo empujaba con el pulgar. El sabor resultó demasiado fuerte y rico. ¿Por qué había echado al bolso aquella mañana la barra de chocolate en lugar de una bolsa de patatas?


Logró tragar el chocolate, pero pareció quedarse pegado a su garganta y sintió náuseas.


—Agua... por favor —dijo, a la vez que trataba de tragarlo—. ¡Por favor!


—No puedo —Alfie pareció adivinar lo que estaba a punto de pasar—. No vas a devolver, ¿de acuerdo? —ordenó—. ¡Respira hondo! No pienses en nada más. Inspira despacio y luego expira con la boca semicerrada.


Paula hizo lo que le decía varias veces y sintió que funcionaba.


—Gracias —dijo.


—¿Estás bien?


—Estoy embarazada —dijo Paula de pronto, y empezó a temblar. La euforia inicial de encontrarse viva y acompañada había remitido, dejándole una profunda sensación de frío temor—. Dios santo. Estoy embarazada. ¿Qué le va a pasar al bebé?


La temblorosa pregunta fue puntuada por el sonido de sirenas, suave al principio, luego más y más cercanas.


—¿De cuántos meses estás embarazada? —preguntó Alfie—. No pareces embarazada.


—Según la cuenta del doctor, de cinco semanas y media —Paula se aferró a la camisa del hombre—. No me lo han confirmado hasta este fin de semana. ¡No quiero perder a mí bebé!


—Shhh, no lo perderás. No lo perderás —Alfie se las arregló para abrazarla. La presión de sus musculosos brazos fue reconfortante—. Con ese tiempo es muy pequeño, solo un montón de células creciendo, y te aseguro que ahí está muy protegido. No te has hecho daño en el estómago. Está presionado contra el mío. ¿Sientes algún calambre?


—No.


—Te aseguro que los bebés de cinco semanas y media no saltan del barco solo porque su madre se asuste un poco. Ni siquiera porque se asuste mucho.


—¿Cómo lo sabes? —dijo Paula con aspereza—. ¿Cómo puedes saberlo? ¿Eres médico?


El sonido de las sirenas se acercaba.


—No, pero tengo hijos. Unos chicos gemelos a punto de cumplir dieciocho meses. Te aseguro que lo sé.


—Gemelos... —Paula pensó que aquello explicaba el olor a sirope de manzana en su camisa—. Tu esposa estará frenética.


—Mi esposa murió hace unos meses.


—Oh, cuánto lo siento. Debió ser terrible para ti.


—Fue... sí —Alfie sonó incómodo, reacio. Enseguida añadió—Fue bastante... feo. Culpa más que pena.


Por el áspero sonido que dejó escapar un segundo después, Paula supo que había dicho las últimas palabras sin pretenderlo. Solo habían sido cuatro palabras, pero habían traicionado mucho y habían generado más preguntas que respuestas. ¿De qué tenía que sentirse culpable aquel hombre?


—Pero sí —dijo él al cabo de un momento—. Mi madre tiene hoy a los chicos y se pondrá frenética cuando vea que no aparezco.


—Que Dios nos ayude...


—Ese ruido es por nosotros —dijo Alfie cuando el sonido de las sirenas empezó a apagarse—. Están aquí. Escucha.


—¿Cómo van a saber que estamos vivos?


—Voy a gritar con todas mis fuerzas en cuanto apaguen todos esos motores y las sirenas. Más vale que te cubras los oídos con los brazos.


—Yo también puedo gritar.


—Nos ensordeceríamos mutuamente. Deja que lo haga yo. Si pudiera estirar más el cuello y llenar bien mis pulmones de aire...


A pesar de que gritó con todas sus fuerzas durante cinco minutos, no hubo evidencia de que lo hubieran escuchado.


—Hay algunos giros en esta cavidad y el cemento no conduce bien el sonido —dijo finalmente, y entonces oyeron el sonido de unos ladrillos al caer no muy lejos de ellos—. Mala señal. Si el sonido de mi voz ha bastado para eso... No sabemos lo estable que es la obra en estos momentos.


—Tampoco lo sabrá la cuadrilla de rescate.


—No.


Oyeron ruidos de maquinaria poniéndose en marcha. El poder oír pero no ser oídos hizo que la sensación de aislamiento de Paula se intensificara.


—Puede que tengamos que pasar aquí un buen rato —dijo Alfie—. Toda la noche. O más.


Paula se preguntó cómo estaría su pierna herida, de la que aún no había hecho mención. ¿Cuánta sangre podía permitirse perder una mujer embarazada? ¿Qué pasaría si su temperatura o el azúcar de su sangre bajaban demasiado? No lo sabía, y la ignorancia era una sensación que no le gustaba.


Empezó a temblar.


—¿Toda la noche? ¡Eso es demasiado! Mi bebé...


—Tranquila, tranquila...


En aquella ocasión, la profunda voz de Alfie no bastó para tranquilizarla, ni para detener sus lágrimas, ni el borbotón de palabras que siguieron a estas cuando se calmó un poco.




SU HÉROE. CAPÍTULO 2





El tono del hombre relajó a Paula como si fuera un animal nervioso. Si estiraba el cuello podía ver vagamente el contorno de su rostro, pero desde tan cerca resultaba demasiado borroso. 


Cuando relajó los músculos del cuello y dejó de mirarlo, su boca y su frente presionaron contra la tela de su camisa.


—Se me está durmiendo el brazo —dijo. 


También se le estaba durmiendo la pierna herida, pero esta se encontraba demasiado lejos como para preocuparse por ella.


—Tratemos de movernos.


—¿Cómo?


—Planificación y comunicación. Las claves de cualquier operación conjunta.


Paula trató de reír, pero lo que surgió fue más parecido a un sollozo.


—Ya que estamos en ello, ¿por qué no nos planteamos también una meta definida? —logró decir.


—Buena idea. Mi meta fundamental en estos momentos es sacar los dedos de debajo de tus costillas. Las tienes muy duras.


—He... He perdido peso últimamente. Me llamo Paula.


—Ah, sí, bueno... no hace falta que te disculpes, Paula. No habríamos encajado aquí si pesaras quince kilos más.


—¿Y tú? ¿Cómo te llamas?


—Alfie.


—Alfie —repitió Paula, y saboreó el viril sonido—. Alfie, ¿puedo mover mi brazo? —Lo sentía frío y duro como el mármol—. ¿Y mi mochila?


—¿Es eso lo que palpo con los dedos? Cuero, ¿no?


—Sí.


—¿Tienes algo útil dentro? ¿Comida, o algo de beber?


—Un poco de agua mineral y una barra de chocolate —Paula había sido exploradora. Siempre, o casi siempre, estaba preparada.


—De manera que he rescatado a la persona adecuada, ¿no?


—Solo que no me has elegido. Solo ha sido...


—No, no te he elegido. Ha sido instintivo. He gritado a los otros y te he hecho rodar hasta esta cavidad porque eras la única a la que podía alcanzar. Tú y yo éramos los únicos que estábamos bajo la maldita grúa y su estúpido operador.


—¿Trabajas en esta obra?


—No, solo estaba de visita. Menuda bienvenida.


—Yo también acababa de llegar. Estaba buscando al capataz. ¿Se ha librado el resto de la gente?


—No lo sé. Un par de ellos ya estaban lo suficientemente apartados, pero no creo que se hayan librado todos.


—Yo tampoco.


Permanecieron un momento en silencio. No se oían voces, ni gritos, ni se percibía movimiento. 


Se escuchaba una sirena en la distancia, pero debía estar sonando en algún otro sitio. No había pasado suficiente tiempo como para que hubiera llegado algún auxilio, pero ambos sabían que llegaría pronto.


—¿Cuánto tiempo tardarán en sacarnos? —Paula no sabía por qué sentía la necesidad de pedir la opinión de su compañero. Aquella experiencia tenía que ser tan nueva para él como para ella, y no había muchas personas en su vida a las que pidiera su opinión.— No sabemos cuánto ha caído, ni quién más está bajo los escombros.


—No, claro que no. Lo siento; no tienes por qué tener todas las respuestas.


—No importa. ¿Por qué no nos centramos en tratar de sacar ese chocolate?


Resolvieron el asunto como habían acordado. 


Se propusieron una meta, planearon una estrategia y se comunicaron. Primero, Alfie tenía que sacar los dedos de debajo de Paula. Ella notó como los deslizaba por su costado y acababan apoyados contra la parte baja de su estómago. Oyó que Alfie gruñía.


—Espero que esto no vaya a ser peor —dijo—. ¿Puedes volver a colocar tu brazo?


—Creo que sí —Paula rozó el cemento con el codo—. Pero no sé dónde ponerlo —rio y en su risa hubo un matiz de histeria que ambos captaron.


—Tranquilízate —dijo él —. En torno a mi hombro, ¿de acuerdo?


—De acuerdo —fue agradable apoyar la mano allí. La camisa de franela de Alfie era suave, y los músculos que había debajo grandes y cálidos.


—De acuerdo. Ahora voy a tratar de retirar esa mochila de tus hombros.


—¡Sí, por favor! Dime qué necesitas que haga.


Les llevó varios minutos de dolor y esfuerzos, y sus cuerpos tuvieron que entrar en contacto íntimo. En determinado momento, el rostro de Alfie estaba presionado contra los pechos de Paula, que estaban extrañamente plenos y sensibles. Un minuto después, ella tuvo que mover las caderas contra las de él para poder cambiar de posición y sintió la repentina tensión de Alfie cuando rozó su entrepierna.


Pero el hecho de tener que tocarse no les produjo ninguna incomodidad. De hecho, hubo momentos en los que les pareció que aquella era la única prueba de que estaban vivos. Hacía tiempo que Paula no sentía una necesidad tan urgente de contacto físico.




SU HÉROE. CAPÍTULO 1






Tan solo unos segundos bastaron para que el mundo de Paula Chaves cambiara por completo. 


Oyó que un hombre gritaba:
—¡Cuidado con la grúa! ¡Cuidado con la maldita grúa!


Demasiado tarde. La fachada que estaba inspeccionando, construida con ladrillos en el siglo diecinueve, osciló hacia delante y bloqueó la luz que llegaba del cielo en aquella fresca tarde de mayo. Se oyó un repiqueteo de ladrillos cayendo, primero unos pocos, luego muchos más. La fachada de tres plantas cayó como a cámara lenta contra el andamio que rodeaba el edificio.


Varias plataformas salieron disparadas como si fueran simples naipes.


—¡Atrás! ¡Atrás! —gritó el mismo hombre. Algo pesado y cálido cayó de pronto sobre Paula y la envió contra el suelo. Enseguida notó que era el cuerpo de un hombre. Este la sujetó con fuerza y giró sobre sí mismo. El movimiento los hizo caer de costado en un estrecho canal que había en el suelo de cemento justo un segundo antes de que varias de las plataformas del andamio cayeran sobre ellos, seguidas de un estruendo de ladrillos.


Durante al menos un minuto, Paula temió que había llegado su hora. El sonido fue como el estallido de una bomba. El polvo que se alzó al instante penetró en su boca y nariz. Sintió una dolorosa punzada en la espinilla seguida de una extraña sensación de calidez.


No podía moverse. La oscuridad era total, tan gruesa y táctil como si fuera pintura. Solo supo que estaba llorando porque notó la agitación de su pecho, y supo que el hombre tumbado junto a ella aún vivía porque el intenso temblor que notaba no procedía de su cuerpo, sino del de él. 


Nunca había sentido un miedo tan intenso, y nunca le habían dolido tantas partes del cuerpo a la vez. El estruendo comenzó a remitir y oyó que el hombre hablaba.


—¿Te encuentras bien? ¿Estás viva?


—Sí, estoy viva Paula dejó escapar varios sollozos que sonaron como hipo—. Estoy viva.


—Bien. Eso está bien. Eso es algo —el cuerpo del hombre se estremeció una vez más y luego quedó quieto.


—¿Ha terminado ya? —preguntó Paula—. El... el derrumbamiento...


Lo único que puso sentir fue el aliento del hombre, pesado y lento contra su cuerpo. Sintió molestias en el estómago y quiso abrazárselo, pero no podía mover los brazos. Uno lo tenía estirado a lo largo del canal de cemento. El otro estaba presionado tras ella.


—Creo que ya no oigo nada —dijo el hombre —. ¿Puedes moverte?


—No mucho.


—No, supongo que no —la voz del hombre resonó grave y fuerte contra el cuerpo de Paula.


Siguieron así un par de minutos, esperando y escuchando.


Los sentidos de Paula estaban en alerta. Podía sentir el aire fresco en la cara, una ligera brisa que recorría el canal en que se encontraban. 


Aquello sugería que el canal no estaba completamente bloqueado en los extremos, cosa que le produjo un gran alivio. Al menos no iban a morir ahogados.


También había un poco de luz que debía proceder del mismo lugar, porque era débil y difusa. Paula podía percibir vagamente ante sí una curva que debía ser el hombro del hombre, y un poco más atrás otra que debía ser su cabeza.


Pero era prácticamente imposible moverse. 


Estaba tumbada de costado, presionada a todo lo largo del cuerpo del desconocido. Un trozo de grava le hacía daño en el hueso de la cadera. La elegante mochila de cuero que llevaba colgada de la espalda estaba presionada contra la parte baja de esta y el lateral del canal, y obligaba a su columna a curvarse.


Unos trozos de madera astillada rozaban su hombro. Podía sentir una mano del hombre bajo el costado de su caja torácica. Debía tener los nudillos presionados contra el cemento. Tuvo la impresión de que era un hombre grande. Sentía los senos presionados contra su fuerte pecho, y uno de sus muslos reposaba sobre ella, pesado y cálido.


—¿Me has... has salvado la vida? —preguntó finalmente.


—Aún es muy pronto para decir eso —dijo él con ironía.


—Tengo miedo.


—No lo tengas, ¿de acuerdo? Por favor, cariño —nadie llamaba cariño a Paula. Nadie se atrevía. Pero en aquellos momentos le gustó. La hizo sentirse a salvo—. Nos irá mucho mejor si conservamos la calma.


—Estoy calmada —dijo Paula, pero los dientes le castañeteaban y sentía que el pánico iba creciendo en su interior.


—¿Tienes frío?


—No estoy vestida para la ocasión.


El hombre rio.


—Vaya. No sabía que hubiera un modelo específico para lucir bajo un montón de ladrillos.


—Me refiero a que... llevo una blusa muy fina de seda. Cara. Destrozada. Tengo frío.


—Shhh... Puede que sientas frío en algunas partes, pero estamos calientes. Nos damos mutuamente calor. Estamos bien.




SU HÉROE. SINOPSIS





Tenía el guardaespaldas más sexy del mundo.




Paula Chaves tardó varios meses en conocer la identidad del hombre que le había salvado la vida a ella y al hijo que llevaba dentro. 


Él la había tranquilizado y luego había desaparecido en mitad del caos.


Pero nada más ver a Pedro Alfonso, su nuevo guardaespaldas, el corazón le dio un vuelco, ¡era él! El guapo padre soltero intentaba que su relación se limitara al terreno profesional. Sin embargo, Paula se sentía demasiado segura y valorada junto a Pedro. Y, a medida que pasaba el tiempo, se iba intensificando lo que sentía por el esquivo héroe. ¿Podría resistirse Pedro al empeño de la futura madre de hacerse un hueco entre sus brazos... y en su corazón?






miércoles, 29 de abril de 2020

CITA SORPRESA: CAPITULO FINAL




Lo único bueno de la depresión era que una perdía el apetito. Durante aquellos días Paula
perdió casi cinco kilos, pero era demasiado infeliz como para apreciar que la ropa empezaba a quedarle ancha. Aún no había encontrado trabajo, pero el dinero no era un problema porque Pedro le dio un cheque muy generoso. 


Sin embargo, estar en casa sin hacer nada era agobiante.


Demasiado tiempo para recordar. Demasiado tiempo para lamentarse.


Todas las razones por las que dijo que no a ese matrimonio daban vueltas en su cabeza. 


Sabía que había hecho bien, pero no podía dejar de pensar en la casa de Wimbledon, en Pedro entrando en la cocina a las seis, en Ariana haciendo los deberes con Derek a sus pies...


La imagen era tan vívida que le partía el corazón. Nunca había llorado tanto en toda su vida y tenía los ojos hinchados.


–Paula, ¿qué vamos a hacer contigo? –suspiró Isabel un día.


–No lo sé. Ya no sé qué hacer.


–Le he pedido a Paola que venga. Ya sabes que es muy buena en momentos de crisis... –en
ese momento sonó el timbre–. Ah, debe de ser ella.


Paula no se molestó en levantar la cabeza. 


Quería mucho a sus amigas, pero en aquel momento nadie podía consolarla.


–¿Paula?


Esa no era la voz de Paola. Había sonado como la voz de Pedro. Debía de estar imaginando
cosas...


–¡Paula! –repitió la voz.


Paula levantó la cabeza lentamente. Pedro estaba frente a ella, mirándola con sus ojos grises. No podía ser... pero era él. Nadie más tenía esa expresión seria ni esos labios que la derretían...


–¿No me oyes?


«Cariño, no puedo vivir sin ti».


–Sí, pero pensé que no eras tú –murmuró Paula, como en sueños.


–¿Estás bien?


Ella se secó las lágrimas, avergonzada. ¿Por qué tenía que ir a verla precisamente en aquel
momento? ¡Tanto soñar con volver a verlo y, como siempre, Pedro Alfonso no se atenía al guión!


–Lo siento, pero aún no he perfeccionado el arte de llorar como una señorita educada.


–¿Por qué lloras? –preguntó él.


–¿Tú qué crees?


–¿Por Sebastian?


–¿Sebastian? No, claro que no. Qué tontería.


–Me dijiste que habías estado enamorada de él. Y como no has querido casarte conmigo...


–No estaba llorando por Sebastian –lo interrumpió Paula, irritada.


–¿Entonces?


–¿Qué estás haciendo aquí, Pedro?


–Quería verte –contestó él–. Te echamos de menos. Ariana llora todas las noches, el perro está triste y yo... yo te añoro mucho más que nadie.


El corazón de Paula empezó a hacer un baile muy aparatoso.


–¿De verdad?


–De verdad. Mi hermana me advirtió que no hiciese tonterías... y las he hecho –suspiró Pedro– No te dije lo que sentía por ti.


–¿Por qué no? –preguntó Paula, sin atreverse a respirar.


–Pensé que... me creerías demasiado viejo, demasiado aburrido para ti. Tú eres tan moderna, tan divertida... pensé que un tipo como Sebastian sería más de tu gusto. No sé, yo... no podía soportar la idea de que te fueras y por eso te ofrecí casarte conmigo como si fuera un trato comercial. Pero no era verdad. He sido, un imbécil. Y por eso estoy aquí.


Pedro...


–No te he dicho cuánto te quiero. No te he dicho lo vacía qué está la casa sin ti. Lo vacía que está mi vida sin ti –dijo Pedro entonces, tomando su mano–. Puedo cuidar de Ariana, puedo pasear al perro, pero lo que no puedo hacer es vivir sin ti, Paula. Quiero despertarme cada mañana contigo, quiero volver a casa y encontrarte. No te he dicho nunca cuánto te necesito...


–¿Ya no piensas en Ana? –preguntó ella, con un hilo de voz.


–Quise mucho a mi mujer, pero ya le he dicho adiós. No esperaba volver a enamorarme, la
verdad. Pensé que ya no tendría otra oportunidad y entonces apareciste tú y me pusiste la vida patas arriba. Te quiero, Paula. Te quiero a ti y solo a ti. ¿Quieres casarte..?


–Sí –contestó ella, sin dejarlo terminar.


Después de eso no tuvieron que hablar más. 


Pedro la sentó en sus rodillas y la besó con tanta pasión que Paula temió marearse de felicidad.


Habrían estado así durante horas si el gato no hubiese decidido que estaba harto del asunto. Y,
para demostrarlo, le dio un zarpazo a Pedro.


–¡Ay! ¿Por qué ha hecho eso?


–Porque necesita atención.


–No me digas que vas a llevártelo a casa...


–Me temo que sí. No puedo pedirle a Isabel que se lo quede. Pero no te preocupes, es un gato
muy bueno.


–Sí, ya veo –rió Pedro, abrazándola de nuevo. 


Tu hermana se pondrá muy contenta cuando le
digamos que ya hay fecha para la boda.


–No lo creas. Cuando nos hayamos casado empezará a decir que Ariana necesita un hermanito.


Ella soltó una carcajada.


–No me importaría nada. ¿Y a ti?


–Cualquier cosa para que mi hermana me deje en paz –sonrió Pedro.


–Cualquier cosa –rió Paula.