martes, 31 de marzo de 2020

RECUERDAME: CAPITULO 19




Peor, en realidad. La trataban como si fuera una visita y ahí estaba el problema.


Ella no era una visita, era la señora de la casa o al menos debería serlo. Pero la única vez que se le ocurrió entrar en la cocina, la cocinera la echó de allí amablemente, como si fuera una niña pequeña.


—Hoy, por ejemplo, cuando decidí dar un paseo hasta el otro lado de la finca, una criada me ha dicho que no debería cansarme tanto. Y luego he ido encontrándome gente... jardineros, empleados de mantenimiento, todos advirtiéndome que no debería acercarme al acantilado.


—¿Y qué has hecho?


—He llegado hasta la verja, pero estaba cerrada. Y cuando le pregunté a un jardinero por qué estaba cerrada, el hombre fingió no entenderme, aunque le hablaba en italiano.


—No me sorprende —dijo Pedro—. Seguramente hablaría sólo el dialecto local, que es muy diferente al italiano que tú conoces. Incluso los italianos tienen problemas para entenderse con la gente de la isla.


—Pedro...


—¿Quieres un campari con soda?


Paula negó con la cabeza.


—Mira, entiendo que quieras evitar que entren extraños en la finca, pero yo debería poder salir. ¡Pero si hasta la reja de la piscina está cerrada ahora!


—Lo sé, yo pedí que la cerraran después de la visita de mi madre.


—Llevo aquí una semana y estoy ahogándome —protestó Paula—. Me siento como un hámster, corriendo locamente sobre la rueda sin llegar a ningún sitio.


—¿Qué te parece si me tomo la tarde libre y vamos a dar un paseo en barca por la isla? Incluso podríamos detenernos en tu gruta favorita para bucear. ¿Te apetece?


Le gustaría que fuera sincero con ella en lugar de ganar tiempo. Porque había visto un brillo de angustia en sus ojos cuando le contó que sentía un extraño vacío en su interior e intuía que él sabía qué lo causaba. Y si pensaba que nadar un rato eliminaría su angustia, estaba muy equivocado. O Pedro le daba las respuestas que buscaba o encontraría a otra persona quo hiciera.


Pero después de quejarse de estar aburrida y confinada. No podía rechazar su invitación y tal vez visitar aquel sitio que, según Pedro, había sido importante para ella, despertaría algún recuerdo.


—Muy bien —suspiró, tragándose la frustración—. De acuerdo.



***

Ver Pantelleria desde la barca le dio una nueva perspectiva de la isla, rodeada de acantilados. Algunas playas eran de piedrecillas, en otras enormes rocas de lava salían del Mediterráneo creando lagunas naturales.


Montagna Grande hacía guardia sobre los fértiles valles y en sus colinas crecían los juníperos y el brezo.


—Cuando sopla el viento del oeste todo huele de maravilla —le dijo Pedro.


Pasaron frente a varias granjas aisladas y un diminuto pueblo colgado de un acantilado con una gloriosa panorámica del mar. Pero, aunque todo aquello era fabuloso, el espectáculo que tenía más cerca era lo que hacía hervir su sangre.


Pedro con un pantalón oscuro y una camisa blanca era una visión que aceleraría el corazón de cualquier mujer. Pero Pedro en bañador, con el viento moviendo su pelo, era suficiente para detener el pulso de cualquiera.


Sentada a su lado en la barca, Paula casi tenía que pellizcarse para creer que aquel hombre era de verdad su marido. Y que de todas las mujeres que podría haber elegido, la había elegido a ella.


Su bronceado torso brillaba bajo el sol mientras navegaba por la costa de Pantelleria, manejando el timón de la barca con esas manos grandes y capaces.


Unas manos que una vez la habían tocado íntimamente, pensó.


Y su boca... ¿habría hecho lo mismo? ¿O aquella repentina excitación era debida a sus propios deseos?


—Relájate, Paula —Pedro debió malinterpretar su pensativa expresión—. Sé lo que hago, no vamos a volcar.


No estaba mirándote a ti, estaba admirando el paisaje.


Entonces estás mirando hacia el lado equivocado. Mira ahí —dijo él entonces,
señalando con la mano hacia la derecha.


Paula giró la cabeza y dejó escapar un grito de sorpresa. A veinte metros de la barca había un grupo de delfines saltando en el agua.


—Daría cualquier cosa por ser como ellos. Son todo lo que yo quisiera ser: elegantes, preciosos, divertidos.


—Tú también eres preciosa, Paula. Te lo dije la primera noche y no he cambiado de opinión desde entonces.


—No, no lo entiendes. Estoy hablando del espíritu. Ellos tienen una alegría de vivir que yo he perdido. Estoy en el limbo... una extraña dentro de propia piel.


—No lo eres para mí —murmuró Pedro, acercándose tanto que Paula podía sentir su aliento en la cara—. Tú eres la mujer con la que me casé.


—Cuéntamelo. Háblame de cuando nos casamos... ¿fue mucha gente a la boda?


Él vaciló durante un segundo.


—No, fue una boda íntima.


¿Por qué?


—Porque nos casamos en Vancouver. Yo sólo podía estar allí unos días antes de volver a Italia, de modo que no pudimos organizar una ceremonia grancie.


¿Fue una decisión repentina?


Más o menos. Te pilló por sorpresa... así que sólo tuviste tiempo de ir a comprar un vestido.


¿De qué color?


—Azul, el mismo tono de tus ojos.


—¿Y las flores?


Llevabas un ramo de lirios blancos y rosas.


—¡Mis flores favoritas!


—Claro.


—¿Quién fue a la boda?


—Hubo dos testigos, una antigua colega tuya cuyo nombre no recuerdo y uno de mis socios.


¿Llevábamos alianzas?


—Sí, de oro blanco, la tuya con diamantes.


¿Y dónde están ahora?


El gerente de la clínica me dio la tuya para que la guardase.


¿Y nuestra luna de miel?


—Sólo un par de días en el yate. Yo no tenía más tiempo.


Paula se miró la mano derecha.


Me gustaría llevar la alianza otra vez. ¿Está en la casa?


—No, están en Milán. Pero las traeré cuando vuelva a la ciudad. Por ahora tenemos cosas que hacer aquí.


Pedro siguió enseñándole la isla y por fin, echó el ancla en una tranquila cala.


Poniéndose las gafas y las aletas de buceo se lanzaron a las cristalinas aguas para disfrutar de la fauna marina de la zona: bancos de peces negros y naranjas moviéndose entre los corales, estrellas de mar de color rojo agarrándose a las
rocas volcánicas, diminutos crustáceos escondiéndose entre bosques de algas...


Cuando se acercaron a la entrada de la gruta Paula vio una antigua ánfora, reliquia de algún naufragio que debió tener lugar siglos antes.




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