martes, 31 de marzo de 2020

RECUERDAME: CAPITULO 18





Pedro? 


Él sacudió la cabeza, como intentando volver al presente. 


—Perdona... ¿has dicho algo?


—¿En qué estabas pensando? —le preguntó Paula.


Estaba recordando algo...


¿Recordando que?


—Nada especial.


—Nada agradable a juzgar por tu expresión. ¿Vas a decirme en qué estabas pensando?


—No —contestó Pedro—. No te interesaría. ‐; 


¿Por qué no dejas que lo juzgue yo?


El se levantó para servirse otra copa.


Hace meses que no uso el yate y estaba pensando que debería ir a Portofino para comprobar que todo funciona correctamente.


Paula no lo creyó, pero sabía que no iba a contarle la verdad. Evidentemente, el tema estaba cerrado.


Por el momento, quizá. Pero no sería así para siempre si ella tenía algo que decir.


Los siguientes días pasaron con total tranquilidad. Demasiada tranquilidad.


Aunque amable y atento cuando estaban juntos, que no era tanto tiempo como a Paula le hubiese gustado, Pedro se negaba a revelarle detalles de su pasado.


Sin embargo, no era tan reciente sobre su vida antes de conocerla. Tenía un título en Dirección de Empresas por la Universidad de Harvard y su hermana Juliana uno en Historia por la Universidad de la Sorbona. Y por si ésos no fueran títulos académicos suficientes, su cuñado había estudiado Economía en la Universidad de Oxford.


Era en cierto modo comprensible que su madre se hubiera mostrado tan hostil, pensó Paula. 


Una diplomatura en una universidad pública, que era lo único que ella podía poner sobre la mesa, no podía compararse con tan impresionantes credenciales.


¿Habría llegado Pedro a la misma conclusión?, se preguntó. ¿Pensaría que era un error haberse casado con ella? ¿Sería por eso por lo que no había vuelto a besarla?


Lo máximo que se permitía era un besito en la mejilla para darle las buenas noches y el resto del tiempo mantenía las distancias física y emocionalmente.


De vez en cuando le parecía ver un brillo de deseo en sus ojos, pero siempre conseguía borrarlo cuando se daba cuenta de que ella estaba mirándolo.


Por las mañanas desayunaba sola en la terraza, paseaba un rato y echaba un vistazo a alguna revista. Por las tardes dormía una hora o dos y, a las cinco, tomaba un té con mostazzoli panteschi, unos pastelillos rellenos que la cocinera hacía especialmente para ella porque una vez había dicho que le gustaban.


De hecho, por muy descontenta que estuviera con otros aspectos de su nueva vida, la comida era algo de lo que no podía quejarse.


Por las noches se arreglaba para cenar con Pedro, con una mezcla de nervios y miedo. 


¿Sería aquélla la noche en la que descubriría por qué sentía ese vacío en su interior, como si le hubieran arrebatado algo?


Pero nunca era así y estaba en la cama antes de las doce, agotada. ¿O buscaba un escape en el sueño para no tener que enfrentarse con los demonios que la perseguían?


Preguntas, tantas preguntas. Y ninguna respuesta.


Aparte de comer y cenar con ella, Pedro pasaba todo el tiempo en su despacho, pegado al ordenador, o discutiendo asuntos de la empresa con sus familiares.


O, al menos, eso era lo que pensaba porque él nunca le contaba dónde iba ni la invitaba a acompañarlo.


Aunque tampoco la dejaba totalmente sola porque el personal de servicio la atendía constantemente. Pero, por fin, harta de esperar, Paula decidió poner las cartas sobre la mesa y él le dio la excusa perfecta durante el almuerzo.


—Tengo que ir a Milán mañana.


¿Vas a Milán? Estupendo, quiero ir contigo.


No —contestó él—. Acabarías agotada, te lo aseguro. Y se supone que debes descansar...


Pero si tenemos allí un ático...


Aquí tenemos toda una casa y sólo estaré fuera un par de días. No quiero tener que estar preocupándome por ti mientras estoy en una reunión.


—¿Y qué se supone que debo hacer yo mientras tanto?


—Relajarte, recuperarte...


—No he hecho nada más que relajarme y recuperarme desde que llegué aquí y estoy harta. No hago más que dejar pasar el tiempo cuando lo que quiero es retomar mi vida donde la dejé antes del accidente.


Pedro se encogió de hombros.


—Estás de vuelta en casa con tu marido. ¿No es eso suficiente?


—No porque me falta algo.


Imagino que no querrás tener relaciones con un hombre con el que no recuerdas haberte casado.


En realidad, eso no era cierto del todo. No recordaba haberse casado, pero cuanto más tiempo estaba con él más entendía por qué se había casado con Pedro. Su sonrisa hacía que le temblasen las piernas, su voz reverberaba por
todo su cuerpo. Y cuando la tocaba, su interior se convertía en lava ardiente.


Pronto había visto que, además de ser un hombre guapísimo, también era un hombre inteligente, íntegro, decente. Y la trataba con paciencia y respeto, esperando que curase del todo.


—No creas que es fácil vivir contigo y no dejarme llevar por mis más bajos instintos, Paula. Soy un hombre, no un santo.


Oh, aleluya. De modo que no era sólo ella quien cada noche en la cama deseaba no estar sola.


—Hay algo más —empezó a decir—. Algo que da vueltas en mi cabeza, pero que no puedo entender... —se le rompió la voz en ese momento y no pudo seguir.


—Tranquila, Paula.


—Siento un vacío que nada, ni tú siquiera, puedes llenar —consiguió decir ella unos segundos después—. Lo he sentido desde que llegué a esta casa.


Pedro la tomó entre sus brazos, acariciando su pelo.


—Te esfuerzas demasiado y, al final, te sientes frustrada.


—¿Y qué quieres que haga? Hay un límite para los mimos y creo que yo he llegado al límite.


—¿No te gusta que cuiden de ti?


—¿Le gustaría a Napoleón estar exiliado en la isla de Elba?


—Tú no eres una prisionera, Paula.


—Pero es como si lo fuera. No puedo parpadear sin que alguien se dé cuenta. Y no puedo pasear libremente por la casa o discutir el menú semanal con la cocinera porque «yo no debo hacer tales cosas». Básicamente, estoy confinada en las barracas a menos que esté contigo. ¡Es como vivir en un campamento militar!


Pedro rió, tan relajado, tan encantador.


—No puede ser tan malo.





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