martes, 31 de marzo de 2020

RECUERDAME: CAPITULO 20





Después de más de una hora buceando el sol empezaba a esconderse en el horizonte y, cansada y contenta envuelta en una toalla, Paula se apretó contra el hombro de Pedro mientras levaba el anda para volver a casa.


Como siempre, cenaron en la terraza. Paula se vistió esa noche con particular cuidado antes de reunirse con él. Aunque había disfrutado de la tarde, no consiguió el resultado que esperaba. 


No recordaba haber estado allí antes como no recordaba haberse casado con Pedro y estaba decidida a que no pasara otra noche sin hacer algún progreso.


Y si para eso tenía que seducirlo, lo haría. El fin justificaba los medios en su caso... aunque no había necesidad de justificación. Al fin y al cabo, Pedro era su marido y prácticamente había admitido sentirse tan frustrado como ella por no tener relaciones.


Esa noche eligió un vestido de color verde jade de corte imperio. En contraste con la modestia de la manga larga, el escote de pico, sujeto por un broche de perlas, era muy atrevido. Sencillo, pero sofisticado, sólo había que añadir unos pendientes de perlas y unas sandalias de tacón como complementos.


—Lei é una visione, mia bella —sonrió Pedro al verla.


—Gracias.


Que había conseguido lo que esperaba era evidente porque Pedro estuvo a punto de derramar el champán que intentaba servir en dos copas.


—Imagino que estarás cansada. ¿Por qué no te sientas mientras esperamos que nos sirvan la cena?


—¿Por qué no tomamos la copa en la piscina? —sugirió ella—. Está preciosa a la luz de la luna, me recuerda a un enorme zafiro.


—Como quieras —murmuró Pedro, tomando su mano para llevarla al jardín—. Pero ten cuidado con los escalones, no quiero que resbales.


De repente, ante sus ojos apareció una noche y una calle empedrada. Pero luego, tan rápido como había aparecido, la imagen desapareció. 


¿Habría sido cosa de su imaginación?, se preguntó Paula, con el pulso acelerado. ¿O un retazo de recuerdo, de algo que había ocurrido antes del accidente?


Sólo había una manera de saberlo.


Tengo la impresión de haber oído antes esa frase.


Pedro rió, tomándola del brazo.


Imagino que la habrás oído en cien ocasiones. 


¿Por qué? No tengo costumbre de resbalar y caerme de bruces... ¿verdad?


No, desde luego. Caminas sobre tacones mejor que nadie, pero eso no significa que no tenga que cuidar de ti.


Habían llegado a la piscina para entonces y Paula se acercó al balancín.


¿Dónde estabas tú el día que tuve el accidente?


Trabajando ‐contestó él, después de aclararse la garganta.


No te estoy culpando a ti, Pedro.


Pero yo me culpo a mí mismo ‐dijo él, con voz ronca.


Paula abrió la boca para decir que no debía hacerlo, pero la cerró inmediatamente cuando se le ocurrió algo...


¿Estás diciendo que tú conducías el coche?


No, de haber conducido yo no habríamos tenido un accidente y...


¿Y qué?


—Y no estaríamos sentados aquí... así.


¿Así cómo?


Como hermanos ‐contestó él Como amigos, extraños que se muestran amables el uno con el otro.


¿No te gusta la situación?


¡Pues claro que no me gusta la situación! ¿A qué hombre le gustaría?


Paula se acercó un poco más, poniendo una mano en su rodilla.


¿Entonces por qué no haces algo al respecto?




RECUERDAME: CAPITULO 19




Peor, en realidad. La trataban como si fuera una visita y ahí estaba el problema.


Ella no era una visita, era la señora de la casa o al menos debería serlo. Pero la única vez que se le ocurrió entrar en la cocina, la cocinera la echó de allí amablemente, como si fuera una niña pequeña.


—Hoy, por ejemplo, cuando decidí dar un paseo hasta el otro lado de la finca, una criada me ha dicho que no debería cansarme tanto. Y luego he ido encontrándome gente... jardineros, empleados de mantenimiento, todos advirtiéndome que no debería acercarme al acantilado.


—¿Y qué has hecho?


—He llegado hasta la verja, pero estaba cerrada. Y cuando le pregunté a un jardinero por qué estaba cerrada, el hombre fingió no entenderme, aunque le hablaba en italiano.


—No me sorprende —dijo Pedro—. Seguramente hablaría sólo el dialecto local, que es muy diferente al italiano que tú conoces. Incluso los italianos tienen problemas para entenderse con la gente de la isla.


—Pedro...


—¿Quieres un campari con soda?


Paula negó con la cabeza.


—Mira, entiendo que quieras evitar que entren extraños en la finca, pero yo debería poder salir. ¡Pero si hasta la reja de la piscina está cerrada ahora!


—Lo sé, yo pedí que la cerraran después de la visita de mi madre.


—Llevo aquí una semana y estoy ahogándome —protestó Paula—. Me siento como un hámster, corriendo locamente sobre la rueda sin llegar a ningún sitio.


—¿Qué te parece si me tomo la tarde libre y vamos a dar un paseo en barca por la isla? Incluso podríamos detenernos en tu gruta favorita para bucear. ¿Te apetece?


Le gustaría que fuera sincero con ella en lugar de ganar tiempo. Porque había visto un brillo de angustia en sus ojos cuando le contó que sentía un extraño vacío en su interior e intuía que él sabía qué lo causaba. Y si pensaba que nadar un rato eliminaría su angustia, estaba muy equivocado. O Pedro le daba las respuestas que buscaba o encontraría a otra persona quo hiciera.


Pero después de quejarse de estar aburrida y confinada. No podía rechazar su invitación y tal vez visitar aquel sitio que, según Pedro, había sido importante para ella, despertaría algún recuerdo.


—Muy bien —suspiró, tragándose la frustración—. De acuerdo.



***

Ver Pantelleria desde la barca le dio una nueva perspectiva de la isla, rodeada de acantilados. Algunas playas eran de piedrecillas, en otras enormes rocas de lava salían del Mediterráneo creando lagunas naturales.


Montagna Grande hacía guardia sobre los fértiles valles y en sus colinas crecían los juníperos y el brezo.


—Cuando sopla el viento del oeste todo huele de maravilla —le dijo Pedro.


Pasaron frente a varias granjas aisladas y un diminuto pueblo colgado de un acantilado con una gloriosa panorámica del mar. Pero, aunque todo aquello era fabuloso, el espectáculo que tenía más cerca era lo que hacía hervir su sangre.


Pedro con un pantalón oscuro y una camisa blanca era una visión que aceleraría el corazón de cualquier mujer. Pero Pedro en bañador, con el viento moviendo su pelo, era suficiente para detener el pulso de cualquiera.


Sentada a su lado en la barca, Paula casi tenía que pellizcarse para creer que aquel hombre era de verdad su marido. Y que de todas las mujeres que podría haber elegido, la había elegido a ella.


Su bronceado torso brillaba bajo el sol mientras navegaba por la costa de Pantelleria, manejando el timón de la barca con esas manos grandes y capaces.


Unas manos que una vez la habían tocado íntimamente, pensó.


Y su boca... ¿habría hecho lo mismo? ¿O aquella repentina excitación era debida a sus propios deseos?


—Relájate, Paula —Pedro debió malinterpretar su pensativa expresión—. Sé lo que hago, no vamos a volcar.


No estaba mirándote a ti, estaba admirando el paisaje.


Entonces estás mirando hacia el lado equivocado. Mira ahí —dijo él entonces,
señalando con la mano hacia la derecha.


Paula giró la cabeza y dejó escapar un grito de sorpresa. A veinte metros de la barca había un grupo de delfines saltando en el agua.


—Daría cualquier cosa por ser como ellos. Son todo lo que yo quisiera ser: elegantes, preciosos, divertidos.


—Tú también eres preciosa, Paula. Te lo dije la primera noche y no he cambiado de opinión desde entonces.


—No, no lo entiendes. Estoy hablando del espíritu. Ellos tienen una alegría de vivir que yo he perdido. Estoy en el limbo... una extraña dentro de propia piel.


—No lo eres para mí —murmuró Pedro, acercándose tanto que Paula podía sentir su aliento en la cara—. Tú eres la mujer con la que me casé.


—Cuéntamelo. Háblame de cuando nos casamos... ¿fue mucha gente a la boda?


Él vaciló durante un segundo.


—No, fue una boda íntima.


¿Por qué?


—Porque nos casamos en Vancouver. Yo sólo podía estar allí unos días antes de volver a Italia, de modo que no pudimos organizar una ceremonia grancie.


¿Fue una decisión repentina?


Más o menos. Te pilló por sorpresa... así que sólo tuviste tiempo de ir a comprar un vestido.


¿De qué color?


—Azul, el mismo tono de tus ojos.


—¿Y las flores?


Llevabas un ramo de lirios blancos y rosas.


—¡Mis flores favoritas!


—Claro.


—¿Quién fue a la boda?


—Hubo dos testigos, una antigua colega tuya cuyo nombre no recuerdo y uno de mis socios.


¿Llevábamos alianzas?


—Sí, de oro blanco, la tuya con diamantes.


¿Y dónde están ahora?


El gerente de la clínica me dio la tuya para que la guardase.


¿Y nuestra luna de miel?


—Sólo un par de días en el yate. Yo no tenía más tiempo.


Paula se miró la mano derecha.


Me gustaría llevar la alianza otra vez. ¿Está en la casa?


—No, están en Milán. Pero las traeré cuando vuelva a la ciudad. Por ahora tenemos cosas que hacer aquí.


Pedro siguió enseñándole la isla y por fin, echó el ancla en una tranquila cala.


Poniéndose las gafas y las aletas de buceo se lanzaron a las cristalinas aguas para disfrutar de la fauna marina de la zona: bancos de peces negros y naranjas moviéndose entre los corales, estrellas de mar de color rojo agarrándose a las
rocas volcánicas, diminutos crustáceos escondiéndose entre bosques de algas...


Cuando se acercaron a la entrada de la gruta Paula vio una antigua ánfora, reliquia de algún naufragio que debió tener lugar siglos antes.




RECUERDAME: CAPITULO 18





Pedro? 


Él sacudió la cabeza, como intentando volver al presente. 


—Perdona... ¿has dicho algo?


—¿En qué estabas pensando? —le preguntó Paula.


Estaba recordando algo...


¿Recordando que?


—Nada especial.


—Nada agradable a juzgar por tu expresión. ¿Vas a decirme en qué estabas pensando?


—No —contestó Pedro—. No te interesaría. ‐; 


¿Por qué no dejas que lo juzgue yo?


El se levantó para servirse otra copa.


Hace meses que no uso el yate y estaba pensando que debería ir a Portofino para comprobar que todo funciona correctamente.


Paula no lo creyó, pero sabía que no iba a contarle la verdad. Evidentemente, el tema estaba cerrado.


Por el momento, quizá. Pero no sería así para siempre si ella tenía algo que decir.


Los siguientes días pasaron con total tranquilidad. Demasiada tranquilidad.


Aunque amable y atento cuando estaban juntos, que no era tanto tiempo como a Paula le hubiese gustado, Pedro se negaba a revelarle detalles de su pasado.


Sin embargo, no era tan reciente sobre su vida antes de conocerla. Tenía un título en Dirección de Empresas por la Universidad de Harvard y su hermana Juliana uno en Historia por la Universidad de la Sorbona. Y por si ésos no fueran títulos académicos suficientes, su cuñado había estudiado Economía en la Universidad de Oxford.


Era en cierto modo comprensible que su madre se hubiera mostrado tan hostil, pensó Paula. 


Una diplomatura en una universidad pública, que era lo único que ella podía poner sobre la mesa, no podía compararse con tan impresionantes credenciales.


¿Habría llegado Pedro a la misma conclusión?, se preguntó. ¿Pensaría que era un error haberse casado con ella? ¿Sería por eso por lo que no había vuelto a besarla?


Lo máximo que se permitía era un besito en la mejilla para darle las buenas noches y el resto del tiempo mantenía las distancias física y emocionalmente.


De vez en cuando le parecía ver un brillo de deseo en sus ojos, pero siempre conseguía borrarlo cuando se daba cuenta de que ella estaba mirándolo.


Por las mañanas desayunaba sola en la terraza, paseaba un rato y echaba un vistazo a alguna revista. Por las tardes dormía una hora o dos y, a las cinco, tomaba un té con mostazzoli panteschi, unos pastelillos rellenos que la cocinera hacía especialmente para ella porque una vez había dicho que le gustaban.


De hecho, por muy descontenta que estuviera con otros aspectos de su nueva vida, la comida era algo de lo que no podía quejarse.


Por las noches se arreglaba para cenar con Pedro, con una mezcla de nervios y miedo. 


¿Sería aquélla la noche en la que descubriría por qué sentía ese vacío en su interior, como si le hubieran arrebatado algo?


Pero nunca era así y estaba en la cama antes de las doce, agotada. ¿O buscaba un escape en el sueño para no tener que enfrentarse con los demonios que la perseguían?


Preguntas, tantas preguntas. Y ninguna respuesta.


Aparte de comer y cenar con ella, Pedro pasaba todo el tiempo en su despacho, pegado al ordenador, o discutiendo asuntos de la empresa con sus familiares.


O, al menos, eso era lo que pensaba porque él nunca le contaba dónde iba ni la invitaba a acompañarlo.


Aunque tampoco la dejaba totalmente sola porque el personal de servicio la atendía constantemente. Pero, por fin, harta de esperar, Paula decidió poner las cartas sobre la mesa y él le dio la excusa perfecta durante el almuerzo.


—Tengo que ir a Milán mañana.


¿Vas a Milán? Estupendo, quiero ir contigo.


No —contestó él—. Acabarías agotada, te lo aseguro. Y se supone que debes descansar...


Pero si tenemos allí un ático...


Aquí tenemos toda una casa y sólo estaré fuera un par de días. No quiero tener que estar preocupándome por ti mientras estoy en una reunión.


—¿Y qué se supone que debo hacer yo mientras tanto?


—Relajarte, recuperarte...


—No he hecho nada más que relajarme y recuperarme desde que llegué aquí y estoy harta. No hago más que dejar pasar el tiempo cuando lo que quiero es retomar mi vida donde la dejé antes del accidente.


Pedro se encogió de hombros.


—Estás de vuelta en casa con tu marido. ¿No es eso suficiente?


—No porque me falta algo.


Imagino que no querrás tener relaciones con un hombre con el que no recuerdas haberte casado.


En realidad, eso no era cierto del todo. No recordaba haberse casado, pero cuanto más tiempo estaba con él más entendía por qué se había casado con Pedro. Su sonrisa hacía que le temblasen las piernas, su voz reverberaba por
todo su cuerpo. Y cuando la tocaba, su interior se convertía en lava ardiente.


Pronto había visto que, además de ser un hombre guapísimo, también era un hombre inteligente, íntegro, decente. Y la trataba con paciencia y respeto, esperando que curase del todo.


—No creas que es fácil vivir contigo y no dejarme llevar por mis más bajos instintos, Paula. Soy un hombre, no un santo.


Oh, aleluya. De modo que no era sólo ella quien cada noche en la cama deseaba no estar sola.


—Hay algo más —empezó a decir—. Algo que da vueltas en mi cabeza, pero que no puedo entender... —se le rompió la voz en ese momento y no pudo seguir.


—Tranquila, Paula.


—Siento un vacío que nada, ni tú siquiera, puedes llenar —consiguió decir ella unos segundos después—. Lo he sentido desde que llegué a esta casa.


Pedro la tomó entre sus brazos, acariciando su pelo.


—Te esfuerzas demasiado y, al final, te sientes frustrada.


—¿Y qué quieres que haga? Hay un límite para los mimos y creo que yo he llegado al límite.


—¿No te gusta que cuiden de ti?


—¿Le gustaría a Napoleón estar exiliado en la isla de Elba?


—Tú no eres una prisionera, Paula.


—Pero es como si lo fuera. No puedo parpadear sin que alguien se dé cuenta. Y no puedo pasear libremente por la casa o discutir el menú semanal con la cocinera porque «yo no debo hacer tales cosas». Básicamente, estoy confinada en las barracas a menos que esté contigo. ¡Es como vivir en un campamento militar!


Pedro rió, tan relajado, tan encantador.


—No puede ser tan malo.