domingo, 5 de enero de 2020

HEREDERO OCULTO: CAPITULO 13





Sacudió la cabeza y tuvo la esperanza de que Pedro no pensase mal ni del pueblo ni de sus habitantes. Aunque en algunos aspectos estaba un poco atrasado, en esos momentos era su hogar y sentía la necesidad de protegerlo.


–En cualquier caso, es un sitio divertido –añadió, a modo de explicación.


Pedro no parecía muy convencido, pero no dijo nada. En su lugar, se apartó del moisés y empezó a quitarse los gemelos para remangarse la camisa.


–Mientras tenga una habitación y un baño, estará bien. De todos modos, pasaré casi todo el tiempo aquí contigo.


Paula abrió mucho los ojos.


–¿Sí?


Él sonrió de medio lado.


–Por supuesto. Aquí es donde está mi hijo. Además, si tu meta es ampliar la panadería y empezar con los pedidos por correo, tenemos mucho de lo que hablar y mucho que hacer.


–Espera un momento –dijo ella, dejando caer la espátula que tenía en la mano en la encimera–. Yo no he accedido a que tengas nada que ver con La Cabaña de Azúcar.


Él le lanzo una encantadora y confiada sonrisa.


–Por eso tenemos tanto de lo que hablar. Ahora, ¿vas a acompañarme al hostal o prefieres indicarme cómo llegar y quedarte aquí con tu tía hablando de mí?


Paula prefería quedarse y hablar de él, pero el problema era que Pedro lo sabía, así que no tenía elección. Tenía que acompañarlo.


Se desató el delantal y se lo sacó por la cabeza.


–Te llevaré –dijo. Luego se giró hacia su tía–. ¿Podrás arreglártelas sola?


Era una pregunta retórica, porque había muchas ocasiones en las que Paula dejaba a Helena a cargo de la panadería mientras ella iba a hacer
algún recado o llevaba a Dany al pediatra. No obstante, su tía la miró tan mal que Paula estuvo a punto de echarse a reír.


–No tardaré –añadió.


Y luego fue hacia la puerta.


–Solo tengo que tomar el bolso –le dijo a Pedro.
Este la siguió fuera de la cocina y esperó delante de las escaleras mientras Paula subía corriendo por el bolso y las gafas de sol.


–¿Y el bebé? –le preguntó él cuando hubo regresado.


–Estará bien.


–¿Estás segura de que tu tía puede ocuparse de él y de la panadería al mismo tiempo? –insistió mientras iban hacia la salida.


Paula sonrió y saludó a varios clientes al pasar. Una vez fuera, se puso las gafas de sol antes de girarse a mirarlo.


–Que no te oiga la tía Helena preguntar algo así. Podría tirarte una bandeja de horno a la cabeza.


Él no rio. De hecho, no le hacía ninguna gracia. 


En su lugar, la miró muy preocupado.


–Relájate, Pedro. Tía Helena es muy competente. Se ocupa de la panadería sola con frecuencia.


–Pero…


–Y cuida de Dany al mismo tiempo. Ambas lo hacemos. La verdad es que no sé qué haría sin ella –admitió Paula.


Ni lo que habría hecho sin ella después de quedarse sin trabajo, sin marido y embarazada.


–¿Vamos en tu coche o en el mío? –preguntó después para intentar evitar que Pedro siguiese preocupándose por Dany.


–En el mío –respondió él.


Paula anduvo a su lado en dirección a Blake and Fetzer, donde había aparcado el Mercedes. Todavía iba vestida con la falda y la blusa que se había puesto para la desastrosa reunión de esa mañana. En ese momento deseó haberse cambiado y llevar puesto algo más cómodo. 


Sobre todo, deseó haber sustituido los tacones por unos zapatos planos.


Pedro, por su parte, parecía cómodo y seguro de sí mismo con el traje y los zapatos de vestir.


Cuando llegaron al coche, le sujetó la puerta para que Paula se sentase en el asiento del copiloto, luego dio la vuelta y se subió detrás del volante.


Metió la llave en el contacto y la miró.


–¿Te importaría hacerme un favor antes de que fuésemos al hostal? –le preguntó.


Ella se estremeció y se puso tensa. ¿Acaso no había hecho ya suficiente? ¿No estaba haciendo suficiente al permitir que se quedase allí cuando lo que deseaba era tomar a su hijo y salir corriendo?


Además, no pudo evitar recordar las numerosas veces en las que había estado a solas con él en un coche. Sus primeras citas, en las que habían empañado las ventanillas con su pasión. Y una vez casados, las caricias que habían compartido de camino a algún restaurante.


Estaba segura de que él también se acordaba, lo que hizo que se pusiese todavía más nerviosa.


–¿Cuál? –consiguió preguntarle, conteniendo la respiración para oír la respuesta.


–Enséñame el pueblo. Dame una vuelta corta. No sé cuánto tiempo voy a estar aquí, pero no puedo permitir que me acompañes a todas partes.


Paula parpadeó asombrada y exhaló. Como se le había quedado la boca seca, al principio solo pudo humedecerse los labios con la lengua y asentir.


–¿Hacia dónde voy? –le preguntó Pedro.


Ella tardó un momento en pensar por dónde empezar, y qué enseñarle, aunque Summerville era tan pequeño que decidió enseñárselo todo.


–Hacia la izquierda –le dijo–. Recorreremos Main Street, luego te enseñaré las afueras. Llegaremos al hostal El Puerto sin tener que desviarnos mucho.


Pedro reconoció casi todos los negocios solo: la cafetería, la farmacia, la floristería, la oficina postal. Un poco alejados del centro había dos
restaurantes de comida rápida, gasolineras y una lavandería. Entre ellos, varias casas, granjas y parcelas con árboles.


Paula le contó un poco de lo que sabía sobre los vecinos.


Le habló, por ejemplo, de Polly, dueña del Ramillete de Polly, que todas las mañanas repartía de manera gratuita una flor para cada negocio de Main Street. A Paula le había dado un jarrón que estaba en el centro del mostrador,
al lado de la caja registradora, y a pesar de que nunca sabía qué flor le llevaría Polly ese día, tenía que admitir que siempre daba un toque de color a las tiendas.


O de Sharon, la farmacéutica, que la había aconsejado muy bien antes de que diese a luz y hasta le había recomendado al que ahora era el pediatra de Dany.


Paula tenía una relación cercana con muchas personas en el pueblo.


Cosa que nunca había tenido en Pittsburgh con Pedro. En la ciudad, al ir a la frutería, a la farmacia o a la tintorería, se había considerado afortunada con cruzar la mirada con la persona que había detrás del mostrador.


En Summerville era imposible hacer un recado con rapidez. Había que pararse a saludar y a charlar con la gente.


–Y eso es más o menos todo –le dijo a Pedro veinte minutos después, señalando hacia el hostal en el que iba a alojarse–. No hay mucho más que ver.


Él sonrió.


–Creo que se te ha olvidado algo.


Ella frunció el ceño. No le había enseñado la estación de bomberos ni la planta de tratamiento de aguas, que estaban a varios kilómetros del pueblo, porque no había pensado que fuesen a interesarle.


–No me has enseñado dónde vives tú –añadió Pedro en voz baja.


–¿De verdad necesitas saberlo? –preguntó ella, sintiendo calor de repente.


–Por supuesto. Necesito saberlo para poder ir a recogerte para invitarte a cenar.




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