lunes, 14 de octubre de 2019

LOS SECRETOS DE UNA MUJER: CAPITULO 48




Pedro alquiló un todoterreno en el hotel y condujo con Paula hasta la ciudad para comprar algunas cosas. Se hizo con frutas y verduras frescas, cajas de cereales, latas de conservas, leche y galletas. Paula lo miraba como si se hubiera vuelto loco.


—Ya verás —le dijo a modo de explicación.


Salieron de la ciudad y condujeron hasta las montañas. La carretera era estrecha y con muchas cunas. No llevaban puesta la capota del coche y el aire agitaba la melena rubia de Paula. 


No pudo evitar recordar lo sedosa que era entre sus dedos.


Apenas hablaron durante el trayecto, pero era un silencio cómodo. Era como si se conocieran de toda la vida. No lo entendía, pero prefería no pensar demasiado en ello, había muchas cosas últimamente que le estaban sorprendiendo de su propio comportamiento.


Había hecho ese viaje muchas veces durante los dos años anteriores, pero nunca había llevado a nadie con él. De hecho, nunca le había hablado a nadie de ello. Era una especie de secreto.


No se había parado a analizar por que había decidido llevar a Paula hasta allí. Sabía que no sólo lo hacía para convencerla de que se quedara, pero esperaba que diera resultado.


Treinta minutos después de dejar la ciudad, se metió por un camino de tierra. Poco después, apareció frente a él el pequeño edificio de adobe. Grupos de niños jugaban en el jardín. El césped estaba en muy mal estado.


En un cartel sobre la puerta se anunciaba que aquél era el Hogar Infantil Santa María. Apagó el motor y miró entonces a Paula.


Se quedó mirando los niños bastante tiempo y después a él.


—¿De qué conoces este sitio? —le preguntó.


—En uno de mis primeros viajes a esta isla conocí a un niño en el muelle. Buscaba comida entre los cubos de basura. Me enteré después de que su madre había muerto unas semanas antes y que no tenía más parientes. La casa había sido embargada para pagar los gastos médicos de la madre, así que no tenía adónde ir. Empecé a informarme y me hablaron de este sitio. Un americano llamado Scott Dillon lo fundó hace diez años. Tiene un presupuesto muy limitado, pero hace mucho bien con lo poco que tiene.


—¡Vaya! Sabes muy bien cómo sorprender a una chica —le dijo.


—Entremos, quiero presentártelo.


Entraron en el jardín. Un par de niños se les acercaron corriendo al reconocer a Pedro. Luis, de siete años, se echó a sus brazos.


—No sabía que ibas a venir —le dijo con una gran sonrisa.


Otros niños lo abrazaron también. Era muy gratificante recibir tanto cariño cada vez que iba a verlos.


—¿Vas a jugar con nosotros, Pedro?


—Claro, pero antes quiero hablar con el señor Dillon y descargar algunas cosas que he traído. Después nos concentramos en lo importante… —les dijo con un guiño.


Paula lo miraba desde la puerta. Volvieron al todoterreno, cargaron con algunas bolsas y entraron en el edificio. Llamó a la puerta de Scott.


—Pasa.


Asomó la cabeza por la puerta. Scott estaba sentado a la mesa con un montón de facturas delante de él. Sonrió nada más verlo.


—¡Pedro! Pasa, por favor.


—Hoy he traído a alguien conmigo —le dijo mientras se echaba a un lado para que Paula entrara.


—Hola, me llamo Paula Chaves —lo saludó ella extendiendo su mano.


—Yo soy Scott Dillon. Me alegra que haya venido con Pedro.


Paula asintió y miró a su alrededor. Todo era muy modesto. Las paredes estaban cubiertas con fotos de niños riendo y jugando. Había muchas. Pedro recordó la primera vez que había visto esas fotos, le habían causado una enorme impresión. Vio en la expresión de Paula que a ella le estaba pasando lo mismo.


—Por favor, sentaos —les pidió Scott.


Lo hicieron y comenzaron a hablar de cómo iba el crucero.


—Hemos tenido algún problema con el barco y nos hemos alojado en el Ocean Breeze —le dijo.


—Vaya… ¿Es esta la primera vez que visitas la isla de Tango, Paula?


—Sí —contestó ella—. Es preciosa.


—Así es. Si vienes a este sitio, es imposible olvidarte de su existencia. Yo vine hace diez años y me quedé.


—Ya veo por qué. Pedro me ha contado que tú fundaste este orfanato.


—Sí. Había mucha necesidad. Apenas hay servicios sociales en la isla y durante mi primer viaje me di cuenta de que había niños de seis o siete años que vivían solos y en la calle. La verdad es que es asombroso cómo consiguen sobrevivir de esa manera, pero necesitaban un hogar.


Paula miró por la ventana. Había niños jugando con una pelota.


—¿Cuántos niños viven aquí?


—Ahora mismo hay unos treinta.


—Y, ¿es alguno de ellos adoptado?


—Pocas veces —repuso Scott con un suspiro.


Parecía preocupada. Se preguntó si habría sido buena idea llevarla hasta allí.


—Hemos traído algunas cosas —dijo él—. Será mejor que las saquemos del coche.


—Gracias, Pedro. Salgo a ayudarte.


Los tres salieron afuera y recogieron el resto de las bolsas y cajas. Las llevaron hasta la cocina del orfanato. Allí había dos mujeres mayores con la piel tostada por el sol y arrugas en el rostro. 


Les sonrieron y les dieron las gracias por la comida.


Después salieron de nuevo al jardín. Luis y el resto de los niños los recibieron con entusiasmo. 


No pudieron negarse a jugar con ellos a la pelota. Pasaron un rato estupendo, riendo y divirtiéndose.


Algún tiempo después, Paula y Scott le dijeron que necesitaban descansar un rato. Se sentaron a la sombra. Pero Luis volvió a por Pedro y lo arrastró de nuevo al campo de juego. La verdad era que no le importó en absoluto, disfrutaba mucho con todo aquello.


Paula y Scott estaban sentados en el muro a un lado del jardín. Se quedaron un tiempo en silencio, observando cómo Pedro jugaba con los niños. Las risas y los gritos llenaban el aire.


—¿Hace cuánto que conoces a Pedro? —le preguntó Scott.


—Hace poco —repuso ella con una sonrisa.


—¿Sois amigos?


—Eso creo.


Se imaginó que no sonaba muy bien, pero lo cierto era que carecía de una respuesta mejor.


—Debéis de ser muy buenos amigos si ha decidido traerte con él hasta aquí. Este sitio ha sido para él siempre un lugar especial, uno de los pocos sitios donde encuentra consuelo.


—¿Por qué?


—Supongo que es porque siente que sus esfuerzos aquí sirven para algo. Y así es.


—Eso está claro.


Pedro parecía alguien distinto en compañía de los niños. Lo daba todo. Se preguntó si habría sido igual con su hija. Parecía muy abierto y cariñoso.


—Estos niños son tan sanos y auténticos… —comentó Scott—. Supongo que eso es lo que me empujó a ayudarlos. Toman lo que se les da con agradecimiento y nunca piden nada.


—¿Que hacías antes de venir a vivir aquí?


—Era empresario. Conseguí llegar a lo más alto después de entregar veinte años al mundo financiero y de pisar a todos en mi camino. Un día, me di cuenta de que preferiría morirme antes de seguir con la misma vida sin sentido. Me compré un barco y dejé que me llevara la corriente. Casi literalmente. Aquí es donde terminé.


Pedro y tú parecéis tener mucho en común.


—Sí, supongo que por eso nos llevamos tan bien.


—¿Tienes familia?


Scott miró de nuevo a los niños.


—Ellos son mi familia.


Después de un rato, Scott se puso de nuevo en pie y volvió a jugar con Pedro y los niños. Paula se quedó donde estaba, pensando en lo que acababa de decirle. Estaba segura de que debía de ser muy gratificante saber que estaba haciendo tanto por otros.


Se dio cuenta de que echaba eso de menos en su vida.


Se levantaba cada mañana sin encontrar nada que diera sentido a su existencia. En lo único que pensaba era en vengarse de su ex marido.


Se sintió fatal al darse cuenta de lo vacía que era su vida. Quería hacer algo que importara, quería estar orgullosa de sus acciones y sentir que podía mejorar la vida de otros. Quería tener la sensación de que sus días sobre la tierra no habían sido una pérdida de tiempo.


No sabía por qué Pedro la había llevado a ese sitio, pero se alegraba de que lo hubiera hecho. 


Sentía que una especie de luz se había encendido en su interior y veía todo mucho más claro.


No se había convertido en la mujer que su padre esperaba que fuera y no había elegido bien a la hora de casarse. Pero en ese instante supo que ese día iba a suponer un giro de ciento ochenta grados en su vida, decidió que había llegado el momento de hacer algunos cambios.


Tenía que descubrir sus aptitudes y ver que podía hacer. Sabía que el valor de una vida se medía en la capacidad de esa persona para contribuir a mejorar el mundo. Sabía que era así y se daba cuenta de que tenía mucho que hacer para ponerse al día en ese sentido.




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