miércoles, 18 de septiembre de 2019

CENICIENTA: CAPITULO 39



El tiempo que había pasado viviendo en un mundo de ensueño, su negocio se había convertido en una verdadera pesadilla. No había puesto los anuncios en el periódico y los ingresos habían caído en picado.


Necesitaba dinero. Tenía que pagar a la agencia por la grúa que tuvo que llamar para remolcar el Mercedes. Después de recoger su coche, Paula había parado a llenarlo de gasolina. Cuando fue a pagar con la tarjeta, se la rechazaron, por haber excedido el límite.


Estaba arruinada y tendría que reducir los gastos al máximo, para pagar todas sus deudas. 


El hecho de que iba a tardar años en recuperarse no la preocupaba. Por lo menos, había intentado convertir un sueño en realidad.


Los días fueron pasando con la misma tediosa cadencia. Paula los pasaba haciendo el inventario, poniendo precios y arreglando la ropa, hasta que se caía de agotamiento. Sólo cuando dormía podía olvidarse de todo.


Tenía miedo de que Pedro localizara la tienda, pero, al mismo tiempo, también lo tenía de que no lo hiciera. Temía tener que enfrentarse a él. 


Quería recordarlo con la expresión de amor en su cara cuando le pidió que se casara con él, antes de que Deborah Alderman echara su veneno.


Cuando descubriera que se había marchado, Pedro se habría dado cuenta de que todo lo que había dicho Deborah era verdad. 


Sabría que su tienda no era ese sitio frecuentado por las damas de la alta sociedad, a excepción de cuando iban allí a dejar sus vestidos en alquiler. Se enteraría de que no tenía un Mercedes y probablemente se habría imaginado lo demás. Pedro Alfonso se habría enterado de que Paula Chaves era un fraude.


Paula estaba segura de que Pedro estaba herido en su orgullo, pero podría superarlo con facilidad. Un hombre como Pedro no tenía problemas para encontrar otra mujer. Necesitaba una mujer que se mereciera ser llamada señora Pedro Alfonso.


Pero nunca iba a encontrar a nadie que lo amara como Paula.


Estaba tan segura de ello, como lo estaba de que Pedro nunca iría a buscarla.


Pero cada vez que se oía la puerta o sonaba el teléfono, Paula se sobresaltaba. Se seguía convenciendo de que, aunque él quisiera, no podía encontrarla. Ella nunca le había dicho el nombre de la tienda y estaba convencida de que él nunca se humillaría teniéndoselo que preguntar a Deborah. Paula no tenía teléfono particular y Pedro no tenía el número de la tienda. Siempre la había localizado en el Post Oak y Paula no iba a volver allí. Pedro no se la iba a encontrar más en el gimnasio o en los restaurantes. Tendría que dejar de ir al curso en Rice, pero cuando se lo pudiera permitir, se apuntaría a otros cursos, los días que Pedro no fuera.


Seguro que, al final, Pedro se sentiría agradecido por que se hubiera ido.


Pero Paula no. Tenía el corazón roto y para siempre. Pero no se arrepentía de nada, porque de lo contrario nunca habría sabido que Pedro era su verdadero amor.


Paula logró mantenerse bastante bien. El jueves, lo pasó un poco mal durante las horas que Pedro jugaba al frontón y que ella debía estar en clase. Pero logró superarlo. Incluso arregló el escaparate.


El viernes, recibió un panfleto en la tienda por el que se invitaba a todos los comerciantes de la zona a una copa en Bread Basket el sábado, para inaugurar la nueva sala de juntas de la asociación de vecinos. La dirección del centro cedía gratis ese espacio. Los que quisieran celebrar una reunión allí, sólo tenían que llamar por teléfono y reservarlo.


Paula se fue detrás del mostrador y se sentó en la banqueta. Era un panfleto a cuatro colores, muy profesional. Seguro que lo habían editado Alfonso and Bernard. Seguro que la mano de Pedro estaba detrás de todo aquello.


Y justo en ese momento, se echó a llorar. Apretó el trozo de papel contra su pecho y lloró por el amor perdido.


¿Cómo iba a soportar aquel dolor? Y cuándo lo superara, ¿qué iba a pasar? Días, semanas, meses sentada detrás del mostrador, evaluando la ropa que no quería la gente rica.


—Yo pensé que ibas a reaccionar de otra manera, cuando vieras el panfleto —se oyó una voz profunda y masculina—. Tu idea se ha hecho realidad.


—¡Pedro! —gritó ella de alegría.


—Hola, Paula —le dijo él, con tranquilidad.


Paula se secó los ojos con unos pañuelos de papel. Sollozando, lo miró.


Había desaparecido el brillo de sus ojos azules y se dio cuenta de que le había hecho daño. 


Pensaba que estaría furioso.


—¿Qué haces aquí? —le preguntó con emoción.
Por un momento, pensó que no le iba a responder.


Pero después, poniendo una media sonrisa, colocó un objeto negro en el mostrador.


Su zapato.


—He buscado por toda la ciudad a una dama que calce este zapato. ¿Quieres probártelo y ver si es tuyo?


—¿Cómo me has encontrado? —le preguntó Paula, inclinando la cabeza.


—No te estabas escondiendo, ¿no?


—No tenía por qué —Paula se secó una lágrima. Pedro apoyó las manos en el mostrador y le dijo:
—No tienes por qué.


—Lo que quiero decir es que no sabías mi número de teléfono, ni el nombre de la tienda.


Él permaneció en silencio tanto rato que ella levantó la vista y lo miró. En aquel mismo momento, se arrepintió de haberlo hecho.


Había ira en sus ojos.


—¿Qué clase de hombre piensas que soy?


—¿Qué quieres decir? —había temido su ira, pero verla en directo era peor de lo que había imaginado.


—¡Te pedí que te casaras conmigo! —le dijo, apretando un puño—. ¿Crees que le pido a una mujer que comparta mi vida sin saber nada de ella?


—¡Sí! —le dijo ella—. Porque no sabes nada de mí.


Durante el silencio tenso que siguió, se oyó la campana de la puerta y dos mujeres entraron. 


Cuando vieron a Pedro y a Paula, preguntaron:
—¿Está abierta la tienda?


—Sí —dijo Paula.


—No —dijo Pedro.


Se miraron extrañadas una a otra.


—Está bien, vendremos en otro momento —y salieron por la puerta.


—Magnífico —dijo Paula, gesticulando con las manos—. Las dos únicas clientas que han entrado hoy y me las espantas.


Pedro se fue a la puerta y puso el cartel de cerrado.


—Y ahora, explícame lo último que has dicho.


Paula se sentó. Aquello iba a ser una escena, una escena bastante dolorosa.


—Yo no soy la mujer que tú piensas que soy.


—Es evidente que no —Pedro se fue hacia donde ella estaba—. Porque la mujer que yo conozco, nunca se habría ido de mi lado como si fuera una ladrona. ¿Qué pasó?


—Tú estabas allí. Oíste lo que contó Deborah.


—La oí hacer un comentario de la chaqueta que llevabas. Algo sobre un botón. Después, desapareciste.


—Pero, ¿es que no lo entiendes? ¡La chaqueta que yo llevaba era de ella!




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