jueves, 11 de abril de 2019

UN ASUNTO ESCANDALOSO: CAPITULO 4




Pedro se dio la vuelta y entró en su habitación sonriendo al sentir la presencia de Paula en la puerta. Fue hasta donde tenía la caja fuerte y marcó el código en un teclado numérico digital. 


Toda la casa tenía alarmas contra incendios y robos, incluidos aquella habitación y el taller. La caja fuerte tenía la combinación y una llave, la tecnología más avanzada. Y su empresa disponía de la mejor seguridad que podía comprarse con dinero. Al fin y al cabo, era algo vital para aquel negocio.


Miró hacia atrás y la vio agarrada al marco de la puerta, mordiéndose el labio inferior. Marcó el número equivocado y empezó a sonar un pitido. 


Juró entre dientes y se ordenó a sí mismo dejar de pensar en aquellos ojos del color del whisky y en aquel carnoso labio inferior. Había conseguido que mordiese el cebo; era hora de recoger el sedal.


Cuando la caja fuerte estuvo abierta, sacó de ella otra pesada caja de acero en la que había un estuche de piel cosido a mano. Un mecanismo hidráulico levantó una pequeña plataforma cubierta de terciopelo, en la que descansaba el diamante. Pedro alargó la mano y encendió una lámpara. Luego, se puso frente a Paula y ladeó la cabeza, dándole permiso a acercarse.


Ella entró muy despacio en la habitación sin apartar los ojos de su cara. La luz de la lámpara bañaba su piel y Pedro volvió a pensar que era un rostro lleno de contradicciones: los ojos estaban muy separados y parecían algo salvajes; la nariz era recta y seria; y aquellos labios rosados sugerían inocencia e inseguridad.


Y, como la primera vez que la había visto, volvió a sentirse impactado. Notó que había intentado domar su pelo de color fuego con un pañuelo, sin lograr contener los rizos rojizos que brotaban en interesantes dimensiones. Iba vestida de forma extravagante, con una camiseta de rayas rojas y rosas y una falda corta de flores. Era exótica, original, desprendía vida y energía. 


Había conocido a muchas mujeres bellas, pero ninguna tan colorida y peculiar.


Paula miró el diamante con los ojos brillantes. Y cuando volvió a mirarlo a él, la gratitud que había en sus ojos lo sorprendió. Era evidente que sabía que muy pocas personas habían tenido la oportunidad de contemplar aquel tesoro.


«Disfrútalo», pensó Pedro. Si fuese por él, no habría dejado que Paula Chaves se acercase a cien metros a la redonda de aquella joya, por muy interesante que fuese su rostro.


Paula alargó la mano.


—¿Puedo?


Una parte de él se preguntó cómo se vería el diamante contra su piel, contra su pelo. Y otra protestó, pero tenía que cumplir las órdenes, así que asintió.


Paula acarició el perfecto octaedro con el dedo corazón. Luego, apartó las manos y las cruzó delante de su cuerpo, y se limitó a observarlo, como si estuviese dándole las gracias a un dios.


—¿Hemos hecho un trato, señorita Chaves? —le preguntó Pedro en voz baja, para no interrumpir del todo aquel momento.


Su reacción había sido la misma cuando, seis años antes, le había proporcionado aquel diamante tan especial a su cliente.


—¿Acaso tengo elección? —murmuró ella.


Pedro sabía que no la tenía. Ningún joyero en su sano juicio rechazaría aquella oportunidad.


—Teniendo en cuenta que me está sobornando… —continuó Paula.


Pedro sonrió al ver que se recuperaba.


—Por supuesto —contestó él, aunque sabía que lo de menos era el soborno, o el dinero—. Estas son las condiciones: se quedará en esta casa hasta que termine el trabajo. Se dedicará a él día y noche si es posible. Y no le hablará a nadie de la piedra.


—No sé si sabe que tengo una vida.


—No, ya no. Al menos, durante las próximas semanas.


—¿Y mi tienda?


Pedro había charlado un rato con el asistente de Paula esa mañana.


—Esteban necesita trabajar más horas. Su novia está embarazada y andan mal de dinero.


Paula frunció el ceño.


—¿Ha averiguado todo eso en un par de minutos? —preguntó sorprendida—. Bueno, ¿qué tipo de engarce quiere?


—Usted es la diseñadora —contestó él, encogiéndose de hombros.


—Quiero decir, que si quiere un colgante, un broche… ¿Qué tipo de joya? No he visto ninguna máquina para cortar.


Él se irguió.


—No podrás tocar esta piedra con otra cosa que no sean tus dedos, ¿has oído?


Paula puso los ojos en blanco.


—Por supuesto que no, pero tal vez utilice otras piedras.


—Siempre y cuando este diamante permanezca intacto, tienes carta blanca para diseñar lo que quieras. Aunque tendré que aprobar un modelo y una lista de materiales.


—Eso podría llevar semanas…


—Dispones de tres, o menos, si es posible. ¿Te parece aceptable el alojamiento?


Ella asintió.


—Yo te proporcionaré la comida. Todo lo que necesitas para llevar a cabo el encargo está en el taller. Sólo tienes que aplicar tu talento y trabajo.


—¿Para quién es?


Pedro contestó sin dejar de mirarla:
—Para una amiga —dijo—. Una amiga especial.


Paula asintió, pero él notó que se quedaba pensando en el asunto. No obstante, no podía decirle quién se lo había encargado; podía pensar si quería que era para una mujer.


—¿Estamos de acuerdo? —volvió a preguntarle.


Ella exhaló de manera ruidosa y miró el diamante, como intentando tranquilizarse con él.


Pedro cerró la tapa.


—Quiero la mitad del dinero por adelantado —dijo Paula por fin—, y también el sueldo de Esteban.


Él frunció el ceño.


—Es evidente que eres una Blackstone.


Recogió la caja, que había dejado sobre el escritorio, notando con placer cómo la miraba ella, como si acabase de perder algo.


—Nos vamos a hartar de reír —murmuró Paula desde su espalda.


—Cuanto antes termine, antes podremos seguir con nuestras vidas —dijo él cerrando la puerta de la caja fuerte—. La llevaré a casa para que haga las maletas y las gestiones necesarias.


Cuando se dio la vuelta, la encontró frotándose la nuca, con los ojos cerrados y la cabeza echada hacia atrás. Sintió una oleada de deseo tan intensa que se quedó paralizado. Detrás de ella, muy cerca, estaba su enorme cama, que le inspiraba las imágenes más sugerentes.


Paula abrió los ojos y se dio cuenta de que la estaba observando.


—No será necesario. Vivo a dos minutos de aquí.


—La llevaré —repitió él con firmeza, decidido a sacarla lo antes posible de su dormitorio.




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